COLUMNISTA

La última cosecha (segunda parte)

Ricardo había convencido a mi papá para que fueran socios en la siguiente cosecha. No olvido esa visita: llegó en un Renault 4 último modelo, color beige, junto a su esposa y su hijo que apenas gateaba.

Eloy Gutiérrez Anaya, columnista de EL PILÓN.

Eloy Gutiérrez Anaya, columnista de EL PILÓN.

Por: Eloy

@el_pilon

canal de WhatsApp

Ricardo había convencido a mi papá para que fueran socios en la siguiente cosecha. No olvido esa visita: llegó en un Renault 4 último modelo, color beige, junto a su esposa y su hijo que apenas gateaba. Yo estaba sentado en un mesón en la cocina haciendo unas planas, pero me estaban quedando “chuecas” las letras. Él agarró el cuaderno, me hizo unos puntos de guía en las hojas, y así logré terminar mis planas derechitas y organizadas. Pero no fue suficiente: me dedicó casi una hora enseñándome a leer. Insistió tanto que creo que ese día aprendí a leer fluidamente.

El doctor Palmera le había dicho a mi papá que Ricardo no tenía plata para hacer ninguna sociedad y que era su responsabilidad si se metía a hacer sociedades con alguien sin plata, joven e inexperto, así que era su decisión lo que pudiese suceder. Mi padre era un hombre grande, generoso, pero sobre todo agradecido. El doctor Palmera les había entregado a él y a su primo Chiche Peña, mucho antes del algodón, unas novillas de raza adelantadas, con una ubre que parecía de película, por lo que le pareció imposible decirle que no al hijo de su principal socio, además que le nacía apoyar al joven profesional.

Ese año no hubo la misma alegría. Fue la primera vez que lo había visto tan preocupado. La feria que se armaba en años anteriores no era la misma, cada vez veía menos gente y el cultivo empezó a ponerse amarillo. El agrónomo llegaba, se metía al campo, recorría todos los cultivos y salía cabizbajo con unos mamones en la mano. Hacía una señal de negación con la cabeza y se lo transmitía a mi papá. Él se encerraba durante horas en su oficina, sacando cuentas en una sumadora de manigueta marca Olivetti, irónicamente regalada por el doctor Palmera, y que tenía su nombre grabado en letras brillantes. Prácticamente no hubo cosecha. La cantidad de sacos que pasaban del sembrado a la bodega era tan poca que ya no daban ganas de ir a saltar en ellos por las noches. Algunas motas no alcanzaron a abrirse y prácticamente se pasmaron en la mata. La cosecha había fracasado.

Lo que vino después fue ver cómo se le pagaba a Asocesar, que era una asociación que hacía préstamos a los algodoneros, y también la deuda con la Caja Agraria. Tuvimos que vender toda la maquinaria: tractores, arados, rastrillos, fumigadoras, etc., y eso no alcanzó. Después se le echó mano a una cría de caballos y mulos para completar, y recuerdo que hasta el camioncito rojo con blanco cayó en la recolecta de plata para salir de las culebras, que eran grandes. Luego varios camionados de ganado para saldar la deuda. La tristeza de mi papá era innegable. Creo que lo asumió con fortaleza porque, al menos, él había podido salir de las deudas y le quedó parte de su patrimonio para poder pararse del golpe, pero las historias de suicidios, caídas en depresión y ruina de muchos algodoneros hacen parte de la otra cara de la moneda de la bonanza.

La finca perdió su atractivo. El siguiente año, mi hermano Jaime, que ya estaba en la academia estudiando para piloto, sembró sorgo en uno de los potreros, y en las vacaciones de julio, maíz. En ambas cosechas le fue bien, y con esa plata pagó parte de la carrera y ayudó a los primos a pagar algunos semestres. Mi papá lo ayudó y lo apoyó, pero ya no tenía el mismo entusiasmo. Recuerdo que le echaron el ganado a lo que quedaba del sembrado; se comían los mamones del algodón que no habían alcanzado a abrirse, y cuando terminaron de comerse todo, los potreros quedaron tan pelados que parecía que les hubiese pasado un candelazo. La tierra se cuarteaba y solo crecían escubillas y otras malezas. Desde ese momento, y muchos años después, no se podía sembrar absolutamente nada.

El socio de mi papá no volvió a la finca sino unos años después. Incluso siguieron siendo amigos hasta 1982, cuando fue la última vez que nos visitó y mi papá tomó la decisión de salir de Los Venados, porque ya no se podía hacer nada con esas tierras inertes. El playón que estaba al lado de Caño Viejo (un brazo del río Cesar) era muy pequeño para soportar la ganadería, pero aun así la mantuvo unos años más. (Continuará)

Por: Eloy Gutiérrez Anaya.

TE PUEDE INTERESAR