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Columnista - 30 junio, 2025

La última cosecha (primera parte)

Las cosas iban tan bien con el algodón que a mis hermanos mayores los habían mandado a estudiar a Bogotá junto con mis primos, y eso era solo un lujo que se daban las familias adineradas. Así que, para diciembre, toda esa muchachera llegaba a la finca a pasar vacaciones y con un propósito claro: trabajar en las plantaciones y devolverse con algo de plata para completar el semestre en “la nevera”.

Eloy Gutiérrez Anaya, columnista de EL PILÓN.
Eloy Gutiérrez Anaya, columnista de EL PILÓN.
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Las cosas iban tan bien con el algodón que a mis hermanos mayores los habían mandado a estudiar a Bogotá junto con mis primos, y eso era solo un lujo que se daban las familias adineradas. Así que, para diciembre, toda esa muchachera llegaba a la finca a pasar vacaciones y con un propósito claro: trabajar en las plantaciones y devolverse con algo de plata para completar el semestre en “la nevera”. Debo confesarles que los diciembres eran una ensoñación, muy a pesar de que era en una finca, y que conste que no estoy “romantizando la pobreza”, como muchos califican despectivamente este tipo de experiencias.

Mi papá había comprado una planta de energía diésel que iluminaba toda la finca, incluido el gran campamento que se había construido para el personal de las plantaciones. Entre capataces, recolectores, tractoristas, técnicos, personal de cocina, más el que para entonces asistía la ganadería que pastaba a orillas del río Cesar mientras la finca estaba sembrada, podía haber entre todo el personal más de 60 personas. Así que, cuando terminaba la faena diaria, se encendía la planta y, con ella, un televisor a blanco y negro para ver las peleas de Pambelé y los reinados de belleza. Fue la primera vez que vi las lámparas de tubos fluorescentes, lo cual era lo máximo que podía haber en iluminación, porque las bombillas de 60w daban una luz amarillenta y opaca, mientras que las lámparas de luz blanca transmitían un ambiente de lujo y estatus. Tanto, que no había mucho que envidiarle a la finca La Esmeralda, de propiedad de don Santos González, el más rico de la región en ese momento. Pero la dicha solo duraba hasta la medianoche, hora en que se apagaba la planta.

Pero el momento que esperábamos con ansias era la pesa. El sábado era un día de feria no solo en Brasilia, sino en todas las fincas algodoneras. El pesaje empezaba en horas de la noche y se extendía incluso hasta la madrugada. Entonces, en esos días, la planta quedaba encendida toda la noche. Pero no solo eso: el comisariato funcionaba también en el mismo horario, ya que, muy hábilmente, mi papá se había comprado una radiola tocadiscos marca Sony y cuatro LP: dos de los Hermanos Zuleta, uno de los Hermanos López con Jorge Oñate, y uno de Alfredo Gutiérrez. Así que empezaba a poner música y los recolectores recibían el pago de su pesaje por una pequeña ventanilla y, de inmediato, lo dejaban en el comisariato. Compraban los víveres, las “amanzalocos” (que eran unas franelas manga larga, cuello de tortuga, especiales para la recolección de algodón), y por supuesto, la botella de ron caña.

Mi papá le había prometido a don Santos González que él sería el padrino de mi hermana Diana, una monita de pelo amarillo y ojos verdes que llamaba la atención a todos los que la conocían. Efectivamente llegó el día del bautizo, pero no propiamente en la iglesia con el cura, sino el “bautizo de agua”, donde los papás, los padrinos y unos testigos le echaban agua bendita a la criatura en la cabeza, y con ese acto quedaba sentado un compromiso que debía terminar en la iglesia.

La celebración no pudo ser inferior a los padrinos que le habían tocado a mi hermana, pues llevaron a tocar a los Hermanos Zuleta y a Nafer Durán. Ese día mataron una novilla para dar de comer a un gentío que llegó desde Valledupar al bautizo de la ahijada de don Santos. Entre otras cosas, nunca se me va a olvidar esa fiesta porque Emilianito me dio un cocotazo por haberle roto el fuelle del acordeón con el dedo. Me dio tan duro que me fui a sobar y a llorar en la cola del patio.

Fueron los años maravillosos, pero todo estaba predestinado a que el algodón sería la prueba de fuego para muchos que le apostaron como su actividad principal. Menos mal que el viejo Eloy era un hombre visionario y empezó a apostarle a una alternativa paralela al algodón. Ese año nos llegó una ilustre visita: un señor de mediana estatura, barba canosa, de andar lento y encorvado, que manejaba un acento pausado y respetuoso, como los intelectuales. Era el doctor Juvenal Ovidio Palmera Baquero, quien se convertiría en socio de mi papá y su primo “Chiche Peña” en una próspera ganadería que amortiguaría el fracaso de la siembra de algodón.

(Continuará).

Por: Eloy Gutiérrez Anaya.

Columnista
30 junio, 2025

La última cosecha (primera parte)

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Eloy Gutiérrez Anaya

Las cosas iban tan bien con el algodón que a mis hermanos mayores los habían mandado a estudiar a Bogotá junto con mis primos, y eso era solo un lujo que se daban las familias adineradas. Así que, para diciembre, toda esa muchachera llegaba a la finca a pasar vacaciones y con un propósito claro: trabajar en las plantaciones y devolverse con algo de plata para completar el semestre en “la nevera”.


Eloy Gutiérrez Anaya, columnista de EL PILÓN.
Eloy Gutiérrez Anaya, columnista de EL PILÓN.

Las cosas iban tan bien con el algodón que a mis hermanos mayores los habían mandado a estudiar a Bogotá junto con mis primos, y eso era solo un lujo que se daban las familias adineradas. Así que, para diciembre, toda esa muchachera llegaba a la finca a pasar vacaciones y con un propósito claro: trabajar en las plantaciones y devolverse con algo de plata para completar el semestre en “la nevera”. Debo confesarles que los diciembres eran una ensoñación, muy a pesar de que era en una finca, y que conste que no estoy “romantizando la pobreza”, como muchos califican despectivamente este tipo de experiencias.

Mi papá había comprado una planta de energía diésel que iluminaba toda la finca, incluido el gran campamento que se había construido para el personal de las plantaciones. Entre capataces, recolectores, tractoristas, técnicos, personal de cocina, más el que para entonces asistía la ganadería que pastaba a orillas del río Cesar mientras la finca estaba sembrada, podía haber entre todo el personal más de 60 personas. Así que, cuando terminaba la faena diaria, se encendía la planta y, con ella, un televisor a blanco y negro para ver las peleas de Pambelé y los reinados de belleza. Fue la primera vez que vi las lámparas de tubos fluorescentes, lo cual era lo máximo que podía haber en iluminación, porque las bombillas de 60w daban una luz amarillenta y opaca, mientras que las lámparas de luz blanca transmitían un ambiente de lujo y estatus. Tanto, que no había mucho que envidiarle a la finca La Esmeralda, de propiedad de don Santos González, el más rico de la región en ese momento. Pero la dicha solo duraba hasta la medianoche, hora en que se apagaba la planta.

Pero el momento que esperábamos con ansias era la pesa. El sábado era un día de feria no solo en Brasilia, sino en todas las fincas algodoneras. El pesaje empezaba en horas de la noche y se extendía incluso hasta la madrugada. Entonces, en esos días, la planta quedaba encendida toda la noche. Pero no solo eso: el comisariato funcionaba también en el mismo horario, ya que, muy hábilmente, mi papá se había comprado una radiola tocadiscos marca Sony y cuatro LP: dos de los Hermanos Zuleta, uno de los Hermanos López con Jorge Oñate, y uno de Alfredo Gutiérrez. Así que empezaba a poner música y los recolectores recibían el pago de su pesaje por una pequeña ventanilla y, de inmediato, lo dejaban en el comisariato. Compraban los víveres, las “amanzalocos” (que eran unas franelas manga larga, cuello de tortuga, especiales para la recolección de algodón), y por supuesto, la botella de ron caña.

Mi papá le había prometido a don Santos González que él sería el padrino de mi hermana Diana, una monita de pelo amarillo y ojos verdes que llamaba la atención a todos los que la conocían. Efectivamente llegó el día del bautizo, pero no propiamente en la iglesia con el cura, sino el “bautizo de agua”, donde los papás, los padrinos y unos testigos le echaban agua bendita a la criatura en la cabeza, y con ese acto quedaba sentado un compromiso que debía terminar en la iglesia.

La celebración no pudo ser inferior a los padrinos que le habían tocado a mi hermana, pues llevaron a tocar a los Hermanos Zuleta y a Nafer Durán. Ese día mataron una novilla para dar de comer a un gentío que llegó desde Valledupar al bautizo de la ahijada de don Santos. Entre otras cosas, nunca se me va a olvidar esa fiesta porque Emilianito me dio un cocotazo por haberle roto el fuelle del acordeón con el dedo. Me dio tan duro que me fui a sobar y a llorar en la cola del patio.

Fueron los años maravillosos, pero todo estaba predestinado a que el algodón sería la prueba de fuego para muchos que le apostaron como su actividad principal. Menos mal que el viejo Eloy era un hombre visionario y empezó a apostarle a una alternativa paralela al algodón. Ese año nos llegó una ilustre visita: un señor de mediana estatura, barba canosa, de andar lento y encorvado, que manejaba un acento pausado y respetuoso, como los intelectuales. Era el doctor Juvenal Ovidio Palmera Baquero, quien se convertiría en socio de mi papá y su primo “Chiche Peña” en una próspera ganadería que amortiguaría el fracaso de la siembra de algodón.

(Continuará).

Por: Eloy Gutiérrez Anaya.