El 4 de octubre, día en que se celebraban las fiestas de San Francisco de Asís, fue consumada la tragedia. En la plaza principal se oficiaba una ceremonia. Entonces, sonó un disparo, y otro más. Un cuerpo lívido e impoluto cayó de bruces, en un marasmo recóndito, inmodificable y sin tregua.
Mirsa Daza, la hija de Rafael, era entonces la más bella y pretendida dama del pueblo. Sus ojos radiantes, como el zafiro a contraluz, tenían el poder de confundir un lucero y cautivar una rosa. Su sonrisa faraónica, suntuosos trajes de muselina, y un lazo de organza en su larga cabellera, le concedían una especie de inequívoca majestad de realeza provinciana. Al lado de su prima Leonor había transcurrido toda su infancia idealizando los increíbles relatos de Blancanieves y la Cenicienta, la magia del espejo parlante y el zapato perdido.
Sus oficios eran los mismos que ejercían la mayoría de las adolescentes de clase acomodada: bordar en el bastidor, ribetear lienzos de gabardina, tejer en crochet los manteles y cubrecamas. Los demás cargos, por aquello de los prejuicios sociales y otras vanidades, eran encomendados a un mozuelo quien, además de servir como auxiliar de limpieza y cocina, debía transportar, desde el arroyuelo, los cántaros pletóricos de agua, cortar y acarrear la leña conseguida en los carbonales, asistir el huerto y realizar el mercado en el granero principal del pueblo.
Sus padres, una pareja de inmaculado rigor y decoro, le habían forjado un carácter que, según las liviandades cotidianas, mutaba entre lo ordinario y lo afable, lo sensible y lo abrupto, lo etéreo y lo simple. Le revelaron los misterios de sus antepasados ibéricos, y le confirieron el collar de nácar que habría pertenecido a una mítica bisabuela oriunda de Vizcaya. La dotaron de todos los preceptos y cautelas, aunque en aquellos tiempos los riesgos y las penurias fueran poco menos ostensibles que los espejismos.
Con todo esto, en aquella comedia feliz, la más confusa y dolorosa trama empezaba a urdirse irrevocablemente. Era un pueblo silencioso y plácido, donde el más ínfimo rumor retumbaba en el ámbito como un desacorde de ópera, y donde el único nómade habitante era el hechicero Villo Gutiérrez, cuyas cenicientas barbas y cabellos jamás segados -según se creía- guardaban los misterios de tres generaciones.
La iglesia, un arquetipo involuntario del barroco, estaba constituida por una sobria galería de monjes y pontífices medievales; una nave central que, con su doble hilera de sillones anacrónicos, se precipitaba al tabernáculo donde yacía la más ferviente réplica del Jesús crucificado, los capiteles dormidos, el cáliz, la crisma, el nicho franciscano y, al fondo, un mudo confesionario, exento de culpas desde los tiempos de la Inquisición. Más allá, a pocos pasos del arruinado molino de viento, el cementerio, con sus cuatro tumbas vacías y su espantosa soledad, llevaba medio siglo esperando un alma. Había sido fundado a principios del siglo XIX,poco después de que una delegación al mando de María Antonia de las Nieves erigiera el templo, para darle cristiana sepultura a un presbítero ahogado, pero, salvo los once cadáveres fósiles encontrados por aquellos tiempos a orillas del río Guatapurí, nadie en el pueblo sería sepultado hasta mediados del siglo siguiente, cuando una tragedia de amor desgarrara el encanto.
Asdrúbal Lorenzo era un hombre supersticioso, impasible y huraño. Descendiente de una noble estirpe, también de arraigo español, había estudiado en la escuela de Julio Zapata. Allí aprendió sus primeras letras y algunas claves semánticas para cortejar a la amante furtiva. Sus primeras cartas de amor y despecho fueron inspiradas en Mirsa Daza, las cuales se volvieron recurrentes hasta la adolescencia, aunque jamás fueran correspondidas. La verdad era que, al reverso del papel, eran reiteradas las negativas de la ’Niña de Rafa’, como algunos le llamaran entonces. “Déjate de locuras, que yo voy a casarme con Julio”, era la respuesta de siempre al pretendiente iluso.
Efectivamente, en sus últimos días, desprovista de cábalas y tabúes, Mirsa se anegaba en los preparativos de su casamiento con Julio Martínez, el más acaudalado ranchero de la época, quien había sido su verdadero y único amor. Las hermanasBrugés, las modistas del pueblo, confeccionaron para ella un opulento vestido, con velo y corona, cuya magnífica falda de tul remataba en frenéticos bordados de seda y sensuales figuras en raso, como artificio para la buena suerte. Leonor, su confidente de toda la vida, sería su madrina de bodas.
Aunque el banquete de la felicidad estaba servido, la fatalidad, en torno, aderezaba su propia mesa. En las vísperas de su muerte, regresando de la liturgia entre la ristra de lirios blancos que desmayaban como jirones, una vez más, fue asediada por la obsesión eterna. “Si no eres para mí, jamás lo serás para nadie”, le susurró entonces con franca alevosía. Ella, como siempre, jugueteó en el limbo de sus ironías: “Eso está por verse, Asdrúbal”. Por aquellos días, era tanta su abstracción que, además de desestimar el pronóstico, hizo todo lo posible porque estuviera fuera del alcance de sus padres, por miedo a torcer su voluntad ante la inminente decisión de casarse.
En realidad, resultaba tan tenebrosa como incierta la amenaza que casi todos lo ignoraron, o fingieron hacerlo, conmovidos por el horror de la sentencia. Quienes se atrevieron a divulgarlo, lo hicieron en absoluta reserva, y mediante versiones tan remotas e incomprensibles, como los mensajes cifrados de un telégrafo.
Era la época en que el pueblo de Patillal se dormía antes de las ocho de la noche y despertaba muy temprano, bajo el arrullo del Molendero, a comentar los sucesos más recientes, a la vez que machacaban el maíz en un viejo pilón de guayacán. En una de aquellas madrugadas, Leonor tuvo noticias sobre el último episodio del misterioso caballero andante cuya montura nadie pudo ver jamás, sino el espejismo del jinete que, en un espacio ilusorio, iba flotando al galope. Según la creencia popular, era el fantasma de Asdrúbal, quien andaba a caballo, revelando a su modo las claves de una desgracia. La noche anterior al crimen, había estado en la cantina de Víctor Julio. Guarnecido con su auténtico camisón de sarga, chaparras de cuero y espuelas western, habría podido confundirse con un vaquero del Oeste. Sin embargo, tanto le pesaban el desamor y las penas, y era tan frágil su humanidad, que su aparente vigor y arrogancia habían de sucumbir pronto al juego servil de la muerte. En torno al establo, a la sazón de las rancheras tristes y la algarabía de los gallos de pelea, juró entonces encontrar en el otro mundo el amor que sobre la tierra jamás pudiera ser.
Ante la nerviosa expectativa de los asistentes, sacó del bolsillo tres tarros cuyos tintes rojo, blanco y negro vertió sobre una mesa de billar, anunciando según la lógica del presagio. “Este, representa su sangre derramada y la mancha del honor; este, el blanco sepulcro que la espera; y este último, señores y señoras, es el luto que por siempre vestirán sus padres”. De rodillas, ejerciendo la señal de la cruz, juró su premonitoria sentencia. Luego, sin rumbo, corazón ni jáquima, salió al galope por los caminos del nunca más.
Al decir aquello, enmudeció la estancia, y rodaron voces por un precipicio imposible, entre el más tirano olvido y la más esquiva esperanza. Se oyó, desde entonces para siempre, un melancólico rechinar de espuelas, los cascos desenfrenados del rocín errante, y una voz quejumbrosa cantando en las noches oscuras:
“Aunque me odie yo siempre la recuerdo
Negro castigo ella también tendrá
Y por su culpa allá en el cementerio
Con una cruz de palo mi nombre se verá”.
El 4 de octubre, día en que se celebraban las fiestas de San Francisco de Asís, fue consumada la tragedia. En la plaza principal se oficiaba una ceremonia cuyo séquito, al son de panderetas y tamboras, elevaban sus lisonjas al patrono. Mirsa, con el propósito de asistir a la eucaristía, se había levantado antes de las cinco de la mañana. Puso en orden la alcoba y reubicó en el comedor el mobiliario, el lúgubre cortinaje de seda y las copas rotas del bifé, a espera de los huéspedes posibles para la fecha.
Rezó el rosario, se acicaló en sus litúrgicos trajes de gamuza y se hizo la clásica trenza mozárabe. Cuando oyó retumbar la tercera campana, se dispuso a salir. Fue un vano intento. Una voz grave, huérfana y sin alma, le habló detrás de la portezuela, por encima del mostrador de la tienda de abarrotes. Le pidió un vaso con agua. Luego, una cerilla para encender un cigarrillo. Entonces, sonó un disparo, y otro más. Un cuerpo lívido e impoluto cayó de bruces, en un marasmo recóndito, inmodificable y sin tregua. Arriba, como un péndulo roto, la lámpara de petróleo colgada del dintel derramabasus últimos destellos de luz, un alarido insoluble recorrió por última vez los aposentos que se iban para siempre, y en los macabros laberintos del comedor un hilo desgarrador de sangre, como la muerte misma, acababa de perder el rumbo.
Al pie del cadáver, su prima Leonor, quiso morirse ante el remordimiento de que sus mediaciones no pudieran anticiparse a la fatalidad. Todos se culpaban así mismos, creyendo haber concedido una tregua al percance. El mensajero Nelson Álvarez, quien mediante una compleja travesía trajera desde San Juan del Cesar al doctor Gutiérrez, había de vivir el resto de su vida marcado por la frustración irredimible de haberle ganado a su yegua la muerte por lo menos una legua de distancia.
Asdrúbal Lorenzo salió a la fuga. Detrás, quedaba la infinita estampida de dolor en un pueblo que se resistía a aceptar tan negra realidad. La procesión detuvo su marcha. La romería se agolpó frente a la contrita morada, alzando una mirada al cielo, acaso pidiendo la resurrección de su alma.
La Niña Sara, tía del homicida, había salido a su paso por la ancha calle de los turcos, para proferirle una advertencia final. “Acuérdate de Beba, mijo, es ella quien te habla”, le suplicó entonces, invocando la memoria de su madre. Pero él, bajo el peso irresoluble de la muerte, extinguió el pábilo postrer de su esperanza. “Lo siento, tía Sara, pero lo hecho, hecho está”, le gritó sin detenerse. Avanzó por el caminito de las Piedras Lisas en cuyo atajo se solazaba la quinta de Juancho Daza, el comisario del pueblo, quien ante el clamor popular intentara arrestarlo.
“Usted no se meta, señor Juancho”, previno el homicida, al tiempo que arrojó a sus pies un pedazo de papel cuyo mensaje discerniría instantes después, cuando sonara el último disparo y la ancha garganta del pueblo anunciara, entre júbilo y pavor, la muerte de Asdrúbal Lorenzo.
“Mi estimado Juancho… El revolver que le debo, págueselo con mi mula negra”, consternado, leyó el comisario entonces.
Julio Raúl y Jacobo, hermanos de la víctima, corrieron al acecho. Con sus escopetas calibre 12, precedidos por una manada de perros indómitos, fueron en busca del honor. Fue tarde entonces: se había suicidado. Lo encontraron fulminado a la zaga del corral, en el tramo denominado El Boquete, detrás de la cabaña de don Ariche, un legendario domador de caballos, mujeres y vino. Como a la fiera vencida, contemplaron el cuerpo exánime, el balsámico torrente fluyendo de la sien, la incólume ignominia de su rostro, el corazón jadeante y la agónica mirada que inútilmente buscaba los vivos y, aún en su infinita postración, con toda la fuerza de su alma, quisieron volver a matarlo…
La mañana siguiente, en medio de la enervante multitud y el duelo, dos ataúdes flotantes se precipitaban al sepulcro. Entre flores, cánticos y penachos, el cortejo solemne avanzaba a la parca, llevando a cuestas el peso inexpugnable de dos almas forzosamente unidas, mediante una ligazón perversa, funesta e indestructible.
Mirsa Daza, la hija de Rafael, fue sepultada en un blanco panteón con la bendición del padre Guarecú, bajo el roce apostólico de los sauces y el infinito amor de su pueblo. Asdrúbal, en cambio, debió ser enterrado en las afueras del camposanto, sin amor y sin rezo, conforme a la tradición renacentista que condenaba el suicidio. Allí, sin los favores de la cruz, y a una distancia brevemente eterna, parece pernoctar el fantasma de un amante que aún espera sin sosiego el amor que nunca llega…
Por Fernando Daza.
El 4 de octubre, día en que se celebraban las fiestas de San Francisco de Asís, fue consumada la tragedia. En la plaza principal se oficiaba una ceremonia. Entonces, sonó un disparo, y otro más. Un cuerpo lívido e impoluto cayó de bruces, en un marasmo recóndito, inmodificable y sin tregua.
Mirsa Daza, la hija de Rafael, era entonces la más bella y pretendida dama del pueblo. Sus ojos radiantes, como el zafiro a contraluz, tenían el poder de confundir un lucero y cautivar una rosa. Su sonrisa faraónica, suntuosos trajes de muselina, y un lazo de organza en su larga cabellera, le concedían una especie de inequívoca majestad de realeza provinciana. Al lado de su prima Leonor había transcurrido toda su infancia idealizando los increíbles relatos de Blancanieves y la Cenicienta, la magia del espejo parlante y el zapato perdido.
Sus oficios eran los mismos que ejercían la mayoría de las adolescentes de clase acomodada: bordar en el bastidor, ribetear lienzos de gabardina, tejer en crochet los manteles y cubrecamas. Los demás cargos, por aquello de los prejuicios sociales y otras vanidades, eran encomendados a un mozuelo quien, además de servir como auxiliar de limpieza y cocina, debía transportar, desde el arroyuelo, los cántaros pletóricos de agua, cortar y acarrear la leña conseguida en los carbonales, asistir el huerto y realizar el mercado en el granero principal del pueblo.
Sus padres, una pareja de inmaculado rigor y decoro, le habían forjado un carácter que, según las liviandades cotidianas, mutaba entre lo ordinario y lo afable, lo sensible y lo abrupto, lo etéreo y lo simple. Le revelaron los misterios de sus antepasados ibéricos, y le confirieron el collar de nácar que habría pertenecido a una mítica bisabuela oriunda de Vizcaya. La dotaron de todos los preceptos y cautelas, aunque en aquellos tiempos los riesgos y las penurias fueran poco menos ostensibles que los espejismos.
Con todo esto, en aquella comedia feliz, la más confusa y dolorosa trama empezaba a urdirse irrevocablemente. Era un pueblo silencioso y plácido, donde el más ínfimo rumor retumbaba en el ámbito como un desacorde de ópera, y donde el único nómade habitante era el hechicero Villo Gutiérrez, cuyas cenicientas barbas y cabellos jamás segados -según se creía- guardaban los misterios de tres generaciones.
La iglesia, un arquetipo involuntario del barroco, estaba constituida por una sobria galería de monjes y pontífices medievales; una nave central que, con su doble hilera de sillones anacrónicos, se precipitaba al tabernáculo donde yacía la más ferviente réplica del Jesús crucificado, los capiteles dormidos, el cáliz, la crisma, el nicho franciscano y, al fondo, un mudo confesionario, exento de culpas desde los tiempos de la Inquisición. Más allá, a pocos pasos del arruinado molino de viento, el cementerio, con sus cuatro tumbas vacías y su espantosa soledad, llevaba medio siglo esperando un alma. Había sido fundado a principios del siglo XIX,poco después de que una delegación al mando de María Antonia de las Nieves erigiera el templo, para darle cristiana sepultura a un presbítero ahogado, pero, salvo los once cadáveres fósiles encontrados por aquellos tiempos a orillas del río Guatapurí, nadie en el pueblo sería sepultado hasta mediados del siglo siguiente, cuando una tragedia de amor desgarrara el encanto.
Asdrúbal Lorenzo era un hombre supersticioso, impasible y huraño. Descendiente de una noble estirpe, también de arraigo español, había estudiado en la escuela de Julio Zapata. Allí aprendió sus primeras letras y algunas claves semánticas para cortejar a la amante furtiva. Sus primeras cartas de amor y despecho fueron inspiradas en Mirsa Daza, las cuales se volvieron recurrentes hasta la adolescencia, aunque jamás fueran correspondidas. La verdad era que, al reverso del papel, eran reiteradas las negativas de la ’Niña de Rafa’, como algunos le llamaran entonces. “Déjate de locuras, que yo voy a casarme con Julio”, era la respuesta de siempre al pretendiente iluso.
Efectivamente, en sus últimos días, desprovista de cábalas y tabúes, Mirsa se anegaba en los preparativos de su casamiento con Julio Martínez, el más acaudalado ranchero de la época, quien había sido su verdadero y único amor. Las hermanasBrugés, las modistas del pueblo, confeccionaron para ella un opulento vestido, con velo y corona, cuya magnífica falda de tul remataba en frenéticos bordados de seda y sensuales figuras en raso, como artificio para la buena suerte. Leonor, su confidente de toda la vida, sería su madrina de bodas.
Aunque el banquete de la felicidad estaba servido, la fatalidad, en torno, aderezaba su propia mesa. En las vísperas de su muerte, regresando de la liturgia entre la ristra de lirios blancos que desmayaban como jirones, una vez más, fue asediada por la obsesión eterna. “Si no eres para mí, jamás lo serás para nadie”, le susurró entonces con franca alevosía. Ella, como siempre, jugueteó en el limbo de sus ironías: “Eso está por verse, Asdrúbal”. Por aquellos días, era tanta su abstracción que, además de desestimar el pronóstico, hizo todo lo posible porque estuviera fuera del alcance de sus padres, por miedo a torcer su voluntad ante la inminente decisión de casarse.
En realidad, resultaba tan tenebrosa como incierta la amenaza que casi todos lo ignoraron, o fingieron hacerlo, conmovidos por el horror de la sentencia. Quienes se atrevieron a divulgarlo, lo hicieron en absoluta reserva, y mediante versiones tan remotas e incomprensibles, como los mensajes cifrados de un telégrafo.
Era la época en que el pueblo de Patillal se dormía antes de las ocho de la noche y despertaba muy temprano, bajo el arrullo del Molendero, a comentar los sucesos más recientes, a la vez que machacaban el maíz en un viejo pilón de guayacán. En una de aquellas madrugadas, Leonor tuvo noticias sobre el último episodio del misterioso caballero andante cuya montura nadie pudo ver jamás, sino el espejismo del jinete que, en un espacio ilusorio, iba flotando al galope. Según la creencia popular, era el fantasma de Asdrúbal, quien andaba a caballo, revelando a su modo las claves de una desgracia. La noche anterior al crimen, había estado en la cantina de Víctor Julio. Guarnecido con su auténtico camisón de sarga, chaparras de cuero y espuelas western, habría podido confundirse con un vaquero del Oeste. Sin embargo, tanto le pesaban el desamor y las penas, y era tan frágil su humanidad, que su aparente vigor y arrogancia habían de sucumbir pronto al juego servil de la muerte. En torno al establo, a la sazón de las rancheras tristes y la algarabía de los gallos de pelea, juró entonces encontrar en el otro mundo el amor que sobre la tierra jamás pudiera ser.
Ante la nerviosa expectativa de los asistentes, sacó del bolsillo tres tarros cuyos tintes rojo, blanco y negro vertió sobre una mesa de billar, anunciando según la lógica del presagio. “Este, representa su sangre derramada y la mancha del honor; este, el blanco sepulcro que la espera; y este último, señores y señoras, es el luto que por siempre vestirán sus padres”. De rodillas, ejerciendo la señal de la cruz, juró su premonitoria sentencia. Luego, sin rumbo, corazón ni jáquima, salió al galope por los caminos del nunca más.
Al decir aquello, enmudeció la estancia, y rodaron voces por un precipicio imposible, entre el más tirano olvido y la más esquiva esperanza. Se oyó, desde entonces para siempre, un melancólico rechinar de espuelas, los cascos desenfrenados del rocín errante, y una voz quejumbrosa cantando en las noches oscuras:
“Aunque me odie yo siempre la recuerdo
Negro castigo ella también tendrá
Y por su culpa allá en el cementerio
Con una cruz de palo mi nombre se verá”.
El 4 de octubre, día en que se celebraban las fiestas de San Francisco de Asís, fue consumada la tragedia. En la plaza principal se oficiaba una ceremonia cuyo séquito, al son de panderetas y tamboras, elevaban sus lisonjas al patrono. Mirsa, con el propósito de asistir a la eucaristía, se había levantado antes de las cinco de la mañana. Puso en orden la alcoba y reubicó en el comedor el mobiliario, el lúgubre cortinaje de seda y las copas rotas del bifé, a espera de los huéspedes posibles para la fecha.
Rezó el rosario, se acicaló en sus litúrgicos trajes de gamuza y se hizo la clásica trenza mozárabe. Cuando oyó retumbar la tercera campana, se dispuso a salir. Fue un vano intento. Una voz grave, huérfana y sin alma, le habló detrás de la portezuela, por encima del mostrador de la tienda de abarrotes. Le pidió un vaso con agua. Luego, una cerilla para encender un cigarrillo. Entonces, sonó un disparo, y otro más. Un cuerpo lívido e impoluto cayó de bruces, en un marasmo recóndito, inmodificable y sin tregua. Arriba, como un péndulo roto, la lámpara de petróleo colgada del dintel derramabasus últimos destellos de luz, un alarido insoluble recorrió por última vez los aposentos que se iban para siempre, y en los macabros laberintos del comedor un hilo desgarrador de sangre, como la muerte misma, acababa de perder el rumbo.
Al pie del cadáver, su prima Leonor, quiso morirse ante el remordimiento de que sus mediaciones no pudieran anticiparse a la fatalidad. Todos se culpaban así mismos, creyendo haber concedido una tregua al percance. El mensajero Nelson Álvarez, quien mediante una compleja travesía trajera desde San Juan del Cesar al doctor Gutiérrez, había de vivir el resto de su vida marcado por la frustración irredimible de haberle ganado a su yegua la muerte por lo menos una legua de distancia.
Asdrúbal Lorenzo salió a la fuga. Detrás, quedaba la infinita estampida de dolor en un pueblo que se resistía a aceptar tan negra realidad. La procesión detuvo su marcha. La romería se agolpó frente a la contrita morada, alzando una mirada al cielo, acaso pidiendo la resurrección de su alma.
La Niña Sara, tía del homicida, había salido a su paso por la ancha calle de los turcos, para proferirle una advertencia final. “Acuérdate de Beba, mijo, es ella quien te habla”, le suplicó entonces, invocando la memoria de su madre. Pero él, bajo el peso irresoluble de la muerte, extinguió el pábilo postrer de su esperanza. “Lo siento, tía Sara, pero lo hecho, hecho está”, le gritó sin detenerse. Avanzó por el caminito de las Piedras Lisas en cuyo atajo se solazaba la quinta de Juancho Daza, el comisario del pueblo, quien ante el clamor popular intentara arrestarlo.
“Usted no se meta, señor Juancho”, previno el homicida, al tiempo que arrojó a sus pies un pedazo de papel cuyo mensaje discerniría instantes después, cuando sonara el último disparo y la ancha garganta del pueblo anunciara, entre júbilo y pavor, la muerte de Asdrúbal Lorenzo.
“Mi estimado Juancho… El revolver que le debo, págueselo con mi mula negra”, consternado, leyó el comisario entonces.
Julio Raúl y Jacobo, hermanos de la víctima, corrieron al acecho. Con sus escopetas calibre 12, precedidos por una manada de perros indómitos, fueron en busca del honor. Fue tarde entonces: se había suicidado. Lo encontraron fulminado a la zaga del corral, en el tramo denominado El Boquete, detrás de la cabaña de don Ariche, un legendario domador de caballos, mujeres y vino. Como a la fiera vencida, contemplaron el cuerpo exánime, el balsámico torrente fluyendo de la sien, la incólume ignominia de su rostro, el corazón jadeante y la agónica mirada que inútilmente buscaba los vivos y, aún en su infinita postración, con toda la fuerza de su alma, quisieron volver a matarlo…
La mañana siguiente, en medio de la enervante multitud y el duelo, dos ataúdes flotantes se precipitaban al sepulcro. Entre flores, cánticos y penachos, el cortejo solemne avanzaba a la parca, llevando a cuestas el peso inexpugnable de dos almas forzosamente unidas, mediante una ligazón perversa, funesta e indestructible.
Mirsa Daza, la hija de Rafael, fue sepultada en un blanco panteón con la bendición del padre Guarecú, bajo el roce apostólico de los sauces y el infinito amor de su pueblo. Asdrúbal, en cambio, debió ser enterrado en las afueras del camposanto, sin amor y sin rezo, conforme a la tradición renacentista que condenaba el suicidio. Allí, sin los favores de la cruz, y a una distancia brevemente eterna, parece pernoctar el fantasma de un amante que aún espera sin sosiego el amor que nunca llega…
Por Fernando Daza.