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La promesa del Padre

“No salgáis de Jerusalén, sino esperad la promesa del Padre, la cual oísteis de mí” (Hechos 1:4)

Valerio Mejia Columnista

Valerio Mejia Columnista

Por: Valerio

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“No salgáis de Jerusalén, sino esperad la promesa del Padre, la cual oísteis de mí” (Hechos 1:4)

Casi las últimas palabras pronunciadas por nuestro Señor antes de su ascensión al cielo, fueron dirigidas a los once discípulos; palabras que tenían que ver directamente con ellos y que eran necesarias para la predicación del Evangelio.

Dos cosas resaltamos de esa conversación: primero, el poder del Espíritu Santo, por el cual ellos debían quedarse, tenía que ser recibido para equiparlos para la gran tarea que tenían por delante. Segundo, la promesa del Padre, vendría a ellos después que ellos esperaran en oración sincera y constante; lo cual cumplieron hasta el día de Pentecostés, cuando el poder de lo alto descendió sobre ellos. 

Esta promesa del Padre, tan importante para aquellos primeros discípulos, como para nosotros hoy, no era la fuerza de un poderoso intelecto que puede transformar las grandes verdades en atractivas y hermosas expresiones verbales. Tampoco era la adquisición de una forma de hablar sin defectos guiada por los principios de la retórica. Era un poder espiritual proveniente del cielo, venía directamente de Dios, era una dadiva en medida abundante, de la fuerza y la energía que pertenece solamente a Dios y que es transmitida a sus mensajeros solo en respuesta a una actitud anhelante y de lucha en oración delante de su presencia; haciéndonos conscientes de nuestra impotencia y buscando la omnipotencia del Dios a quien servimos, con el fin de entender más plenamente la Palabra que predicamos.  

El poder de lo alto, recibido por el cumplimiento de la promesa del Padre, se puede combinar con diferentes fuentes de poder humano, pero no depende de ello. Las fuerzas del intelecto y la cultura pueden estar presentes, pero sin ese poder interior, todo esfuerzo humano será vano e infructuoso para cumplir con la misión dada: ir por todo el mundo y predicar el Evangelio.

El poder de lo alto es la única fuerza esencial, importantísima y vital que un mensajero de Dios puede tener para darle alas a su mensaje, para dar vida a su predicación y para poder hablar la Palabra con aceptación y poder. La promesa del Padre, que trae el poder de lo alto, significa el poder de Dios habitando en la persona del predicador, preparándolo para ser usado en la entrega del mensaje a otros.

Muchas predicaciones hoy, promueven la emoción, ablandan los sentimientos y a veces traen lágrimas; muy a menudo resulta de la relación de un incidente afectivo o cuando la necesidad es particularmente atraída; pero, la unción de lo alto, resulta directamente de la presencia de ese poder, profundo, consciente, vivificante y emocionante que da poder y propósito a la palabra predicada. 

Caros amigos: esta unción, libera de la sequedad, salva de la superficialidad y da autoridad a la predicación. Es la única cualidad que distingue al predicador del Evangelio de otros discursos que hacen otros líderes como oradores públicos.   

El aterrizaje de esto es así: dispongámonos para recibir en nuestros corazones la promesa del Padre, que traerá a nuestras vidas la realidad del poder de lo alto, que cambiará la circunstancias y dará un sentido pleno de misión y destino a nuestra existencia. 

Recibamos con fe y alegría la promesa del Padre que trae el poder de lo alto a nuestras casas. ¡Abrazos y bendiciones!

Por: Valerio Mejía.

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