La madre es la santificación de la vida y el amor. Su generosa piedad es inagotable, la palabra comprensión es una flor en sus labios, con infinita prudencia practica las bondades del perdón y el poder de la oración es fortaleza para su espíritu. La madre es una peregrina que profesa amor por los caminos […]
La madre es la santificación de la vida y el amor. Su generosa piedad es inagotable, la palabra comprensión es una flor en sus labios, con infinita prudencia practica las bondades del perdón y el poder de la oración es fortaleza para su espíritu.
La madre es una peregrina que profesa amor por los caminos de la esperanza y de la abnegación, y siempre brindar a sus hijos una ruta salvadora para que caminen cultivando oportunidades que orienten su proyecto ético de vida.
Las madres quieren vestirse de fiesta, lucir el color de los jardines para ofrendar a Dios los cánticos de amor en compañía de sus hijos. Pero la vida, como la noche y el día, está llena de penumbra y de esplendor. Los hilos de la alegría y de la tristeza se turnan para tejer el tiempo en el corazón. Hay madres que silenciosas disfrutan el sosiego del edén del bienestar, y otras se ven afligidas por los fuertes golpes de circunstancias inesperadas.
Cada madre vive situaciones particulares. Unas viven la tranquilidad de los bienes terrenales y la placidez espiritual de la bonanza. Muchas sueñan con las condiciones elementales de la subsistencia, y el fervor de sus plegarias son regocijo para el alma. Pero hay otras que llevan acuesta las agonías de los desplazados; esos desfiles trashumantes que no encuentran donde colgar sus sueños y entre desolación y ausencia, huyen del miedo y la muerte por los largos años de violencia.
Ahora la madre, como reina del hogar y los encuentros familiares, vive el aislamiento temeroso por esta pandemia del coronavirus. Con su voz afectuosa y protectora de la vida, pide paciencia para respetar y acatar las recomendaciones médicas, y nos invita a elevar oraciones para que Dios nos proteja e ilumine a los científicos de la medicina para erradicar esta enfermedad.
La presencia de la madre, para un hijo, es eterna como el aire y la luz. Cuando su cuerpo es espíritu, sus recuerdos son ramos de luz en la memoria y en el corazón. Termino este escrito, con un poema que escribí en memoria de una madre muy querida por Valledupar y Colombia, Consuelo Araujo Noguera:
La vigilia de acordeones en este Valle que me sueña, fue luna de abril de mis romances. Numen inagotable de palabras en el espejo luminoso de las horas.
Anduve sobre los estambres de la lluvia indagando los orígenes del canto. Abrí mi corazón a los juglares hasta la pirámide mestiza de la fiesta y una nota triste me hablaba en el alma con el hondo gemido de un palenque. Amé las aguas saltarinas del Guatapurí que bendicen la conquista del regreso, el rostro arqueado de la roca gigante donde duerme en sigilo la leyenda.
Amé el sol festivo en las perennes rosas trinitarias, el bosque amarillo vigilante de los sueños y el pájaro invisible que aletea el eco de la ausencia. Amé la legión interminable de cantores que buscan darle historia a su nombre. Amé la aurora en la liturgia de mis oraciones. Amé la vida con la sagrada fortaleza
La madre es la santificación de la vida y el amor. Su generosa piedad es inagotable, la palabra comprensión es una flor en sus labios, con infinita prudencia practica las bondades del perdón y el poder de la oración es fortaleza para su espíritu. La madre es una peregrina que profesa amor por los caminos […]
La madre es la santificación de la vida y el amor. Su generosa piedad es inagotable, la palabra comprensión es una flor en sus labios, con infinita prudencia practica las bondades del perdón y el poder de la oración es fortaleza para su espíritu.
La madre es una peregrina que profesa amor por los caminos de la esperanza y de la abnegación, y siempre brindar a sus hijos una ruta salvadora para que caminen cultivando oportunidades que orienten su proyecto ético de vida.
Las madres quieren vestirse de fiesta, lucir el color de los jardines para ofrendar a Dios los cánticos de amor en compañía de sus hijos. Pero la vida, como la noche y el día, está llena de penumbra y de esplendor. Los hilos de la alegría y de la tristeza se turnan para tejer el tiempo en el corazón. Hay madres que silenciosas disfrutan el sosiego del edén del bienestar, y otras se ven afligidas por los fuertes golpes de circunstancias inesperadas.
Cada madre vive situaciones particulares. Unas viven la tranquilidad de los bienes terrenales y la placidez espiritual de la bonanza. Muchas sueñan con las condiciones elementales de la subsistencia, y el fervor de sus plegarias son regocijo para el alma. Pero hay otras que llevan acuesta las agonías de los desplazados; esos desfiles trashumantes que no encuentran donde colgar sus sueños y entre desolación y ausencia, huyen del miedo y la muerte por los largos años de violencia.
Ahora la madre, como reina del hogar y los encuentros familiares, vive el aislamiento temeroso por esta pandemia del coronavirus. Con su voz afectuosa y protectora de la vida, pide paciencia para respetar y acatar las recomendaciones médicas, y nos invita a elevar oraciones para que Dios nos proteja e ilumine a los científicos de la medicina para erradicar esta enfermedad.
La presencia de la madre, para un hijo, es eterna como el aire y la luz. Cuando su cuerpo es espíritu, sus recuerdos son ramos de luz en la memoria y en el corazón. Termino este escrito, con un poema que escribí en memoria de una madre muy querida por Valledupar y Colombia, Consuelo Araujo Noguera:
La vigilia de acordeones en este Valle que me sueña, fue luna de abril de mis romances. Numen inagotable de palabras en el espejo luminoso de las horas.
Anduve sobre los estambres de la lluvia indagando los orígenes del canto. Abrí mi corazón a los juglares hasta la pirámide mestiza de la fiesta y una nota triste me hablaba en el alma con el hondo gemido de un palenque. Amé las aguas saltarinas del Guatapurí que bendicen la conquista del regreso, el rostro arqueado de la roca gigante donde duerme en sigilo la leyenda.
Amé el sol festivo en las perennes rosas trinitarias, el bosque amarillo vigilante de los sueños y el pájaro invisible que aletea el eco de la ausencia. Amé la legión interminable de cantores que buscan darle historia a su nombre. Amé la aurora en la liturgia de mis oraciones. Amé la vida con la sagrada fortaleza