Nada valdrá la pena si no somos capaces de reconocernos como iguales. Y este reconocimiento no proviene de la afiliación o simpatía por ningún tipo de doctrina socioeconómica. Tampoco tendríamos que esgrimir para ello el seguimiento de algún dogma religioso o alguna fe. Las dos vías encarnan prejuicios y con ellos miedo y, bien sabemos […]
Nada valdrá la pena si no somos capaces de reconocernos como iguales. Y este reconocimiento no proviene de la afiliación o simpatía por ningún tipo de doctrina socioeconómica. Tampoco tendríamos que esgrimir para ello el seguimiento de algún dogma religioso o alguna fe. Las dos vías encarnan prejuicios y con ellos miedo y, bien sabemos que el miedo, es el causante de todas las destrucciones de las que el hombre ha sido capaz.
Bastaría una conexión primaria para este reconocimiento, más cercana a la sensatez y la bondad que a cualquier otra cosa. Ese otro, al que no conozco, debe poder comer a diario como yo, vestirse como yo y dormir en una cama cómoda como yo, para hablar de lo elemental. Si esto es así, entonces también debe tener aspiraciones como yo, querer educarse como yo, querer viajar, hablar otro idioma, relacionarse con el mundo desde su conocimiento y su talento, y un largo etc. Ese otro, que no tiene mayores posesiones, cuando me mira, quiere tener mi bienestar, pero para eso no necesita ni quiere que yo pierda el mío, o que esté como él. ¿Hemos entendido eso?
Quizás sintamos que los logros de quienes antes no tenían desdibujan los nuestros o nos hacen menos. Quizás solo se trate de un miedo a perdernos porque no sabiendo muy bien quienes somos realmente, hemos decidido definirnos a través de las insondables diferencias con los otros. Quizás creemos más en las diferencias externas de un mundo aparente que en la igualdad de lo esencial. Y en lo esencial, como puede serlo el dolor, todos nos hermanamos. Sin embargo, no dejamos a esta hermandad permear el resto de la vida, y con resistencia seguimos poniéndole límites a los demás.
Ahora que miles de muchachos que engrosaban las filas guerrilleras de las Farc creen que pueden vivir en este país con el resto de nosotros, sin armas, con derechos y decisión sobre sus propias vidas, tenemos la oportunidad de probarnos como individuos en igualdad. Esa será la tarea más difícil que tenga esta sociedad. Más allá de la tierra, de los cupos en las universidades, de la incorporación al sistema de salud de estos muchachos tan colombianos como todos, lo que estamos es frente a nuestra capacidad de sentirnos en situación de igualdad para, que por primera vez, podamos pensar en un país de construcción civil, equitativo y ordenado frente a la legitimidad de sus instituciones y a su democracia.
Las mujeres tenemos una gran tarea. En medio de todos los años de guerra, las mujeres en su orden comunitario y solidario fueron capaces de sostenerse, de acompañarse, de aliviarse. Le debemos a todas esas mujeres agradecimiento eterno y el seguimiento de su ejemplo. Le debemos agradecimiento a ellas y a cada una de las personas –desde el Presidente Santos y todo el equipo negociador- que desde sus vidas, sus compromisos y sus trabajos apostaron por sacar adelante el acuerdo que hoy le permite a las Farc regresar a la vida civil. Pero el acuerdo ya estuvo y nada habrá valido la pena sino somos capaces de mirarnos como iguales, de comportarnos como una sociedad del siglo XXI. ¡Es que da vergüenza frente al resto del mundo tanto anacronismo!
Por María Angélica Pumarejo
Nada valdrá la pena si no somos capaces de reconocernos como iguales. Y este reconocimiento no proviene de la afiliación o simpatía por ningún tipo de doctrina socioeconómica. Tampoco tendríamos que esgrimir para ello el seguimiento de algún dogma religioso o alguna fe. Las dos vías encarnan prejuicios y con ellos miedo y, bien sabemos […]
Nada valdrá la pena si no somos capaces de reconocernos como iguales. Y este reconocimiento no proviene de la afiliación o simpatía por ningún tipo de doctrina socioeconómica. Tampoco tendríamos que esgrimir para ello el seguimiento de algún dogma religioso o alguna fe. Las dos vías encarnan prejuicios y con ellos miedo y, bien sabemos que el miedo, es el causante de todas las destrucciones de las que el hombre ha sido capaz.
Bastaría una conexión primaria para este reconocimiento, más cercana a la sensatez y la bondad que a cualquier otra cosa. Ese otro, al que no conozco, debe poder comer a diario como yo, vestirse como yo y dormir en una cama cómoda como yo, para hablar de lo elemental. Si esto es así, entonces también debe tener aspiraciones como yo, querer educarse como yo, querer viajar, hablar otro idioma, relacionarse con el mundo desde su conocimiento y su talento, y un largo etc. Ese otro, que no tiene mayores posesiones, cuando me mira, quiere tener mi bienestar, pero para eso no necesita ni quiere que yo pierda el mío, o que esté como él. ¿Hemos entendido eso?
Quizás sintamos que los logros de quienes antes no tenían desdibujan los nuestros o nos hacen menos. Quizás solo se trate de un miedo a perdernos porque no sabiendo muy bien quienes somos realmente, hemos decidido definirnos a través de las insondables diferencias con los otros. Quizás creemos más en las diferencias externas de un mundo aparente que en la igualdad de lo esencial. Y en lo esencial, como puede serlo el dolor, todos nos hermanamos. Sin embargo, no dejamos a esta hermandad permear el resto de la vida, y con resistencia seguimos poniéndole límites a los demás.
Ahora que miles de muchachos que engrosaban las filas guerrilleras de las Farc creen que pueden vivir en este país con el resto de nosotros, sin armas, con derechos y decisión sobre sus propias vidas, tenemos la oportunidad de probarnos como individuos en igualdad. Esa será la tarea más difícil que tenga esta sociedad. Más allá de la tierra, de los cupos en las universidades, de la incorporación al sistema de salud de estos muchachos tan colombianos como todos, lo que estamos es frente a nuestra capacidad de sentirnos en situación de igualdad para, que por primera vez, podamos pensar en un país de construcción civil, equitativo y ordenado frente a la legitimidad de sus instituciones y a su democracia.
Las mujeres tenemos una gran tarea. En medio de todos los años de guerra, las mujeres en su orden comunitario y solidario fueron capaces de sostenerse, de acompañarse, de aliviarse. Le debemos a todas esas mujeres agradecimiento eterno y el seguimiento de su ejemplo. Le debemos agradecimiento a ellas y a cada una de las personas –desde el Presidente Santos y todo el equipo negociador- que desde sus vidas, sus compromisos y sus trabajos apostaron por sacar adelante el acuerdo que hoy le permite a las Farc regresar a la vida civil. Pero el acuerdo ya estuvo y nada habrá valido la pena sino somos capaces de mirarnos como iguales, de comportarnos como una sociedad del siglo XXI. ¡Es que da vergüenza frente al resto del mundo tanto anacronismo!
Por María Angélica Pumarejo