COLUMNISTA

La metralleta

Si algo le admiré a mi papá fue su facilidad para relacionarse. Era buen vecino, gran benefactor y excelente anfitrión. Parte de sus amistades e influencias las obtuvo por ese carisma.

Eloy Gutiérrez Anaya, columnista de EL PILÓN.

Eloy Gutiérrez Anaya, columnista de EL PILÓN.

Por: Eloy

@el_pilon

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Si algo le admiré a mi papá fue su facilidad para relacionarse. Era buen vecino, gran benefactor y excelente anfitrión. Parte de sus amistades e influencias las obtuvo por ese carisma. Aunque en su juventud no se inmiscuyó en la política, fue solo en los últimos años de su vida cuando se metió de lleno. También tenía una personalidad fuerte: hablaba en tono alto, gesticulaba y miraba con rabia al discutir, pero solo por segundos. Su sentido del humor era envidiable, aunque a veces incomprendido.

Después de la caída del algodón, la ganadería llenó parte del vacío de empleos en la zona. Como siempre, tras cada bonanza queda gente que opta por ganarse la plata fácil. Varios miembros de una familia del pueblo (que no mencionaré) se dedicaron a lo que llamaban “halar reses”. En mi infancia escuchaba esa palabra por mi papá, que la decía de forma despectiva, aunque solo muchos años después entendí su significado.

La bandola estaba compuesta por unos doce o trece hombres, más de la mitad hermanos o primos. El resto eran bandidos llegados de Codazzi y La Jagua, y tenían azotada la región “pelando reses” en los potreros. Ya habían sacado varias de la finca. Con asesoría de su compadre Don Santos González y unos amigos del entonces DAS, mi papá se hizo a un arma de verdad: una subametralladora rusa con culatín expandible, dos o tres proveedores y un guardafuegos niquelado. El solo verla infundía miedo, y esa era la idea.

Una noche, mi mamá se había quedado prácticamente sola con los seis pelaos porque mi papá se fue, como siempre, a jugar cartas. Aprovechando su ausencia, la bandola llegó a la finca. Entraron gritando, preguntando por el “hijueputa sapo del marido”, maltrataron a los perros e hicieron disparos en el patio. La acción fue vil. Mi mamá quiso ocultarlo, pero sería Magaly, esposa del capataz, quien se lo contaría todo a mi papá, “con pelos y señales”.

Mi papá entró en cólera. Esperó el fin de semana, escondió la camioneta detrás de los corrales, sacó la metralleta del escondite y la dejó lista. Eran casi las cinco y media cuando escuchó caballos frente a la casa. Disparaban al aire y puteaban desde la carretera. Se encegueció. Corrió al interior de la casa, tomó el arma y al ir hacia la puerta, la encontró cerrada. Mi mamá, con los brazos extendidos, le suplicaba que no saliera. —¡Que te quites, nojoda! ¡No voy a permitir que estos hijueputas me humillen en mi casa!— gritó.

Empujó a mi mamá, salió al jardín, extendió el culatín y soltó el primer rafagazo. No se sabe si fue mala puntería o suerte de ellos. Iba a disparar de nuevo, pero los bandoleros arrearon los caballos y huyeron. —¡Párense, párense, que los voy a fumigar!— les gritaba.

En venganza, consiguió que un pelotón del Ejército les destruyera una pista clandestina que tenían para “marimbear”.

Por: Eloy Gutiérrez Anaya.

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