El guardián se arrebujó en su capote y malhumorado atisbó por el postigo de una garita interior que daba vista a la entrada del palacio virreinal.
El guardián se arrebujó en su capote y malhumorado atisbó por el postigo de una garita interior que daba vista a la entrada del palacio virreinal.
Dedujo que era una hora pasada de la media noche, aunque no escuchó las doce campanadas de la Catedral por estar sumido en la nebulosa de un sueño agradable. Tomó en sus manos el trabuco de boca ancha y preguntó a gritos:
-¿Quién importuna la hora?.
Una respuesta en voz de varón, dijo:
-¡Soy yo, el Virrey!.
El alférez Serafín Torrealba que tenía a cargo la custodia de la mansión virreinal también había despertado con los golpes del picaporte en el portalón, y haciendo asomo hacia la plaza vacía y llena con las brumas fantasmales de esa madrugada, reconoció la voz. Desnudó la hoja de su espada con alguna precaución y dio la orden al guardián que diera paso a quien decía ser el Virrey.
En el rellano de una hoja abierta del portalón remachado con roblones de bronce, apareció una mujer arropada con mantilla de paño moro y una faldona de ñapanga oscura. El asombro tensó los rostros de los dos soldados, pues a sus ojos tenían al mismísimo virrey José Solís Folch de Cardona, Duque de Montellano, Marqués de Castelnovo, Mariscal de Campo de los Ejércitos del Rey, Virrey, Gobernador y Capitán General de Nuevo Reino de Granada.
Algo aturdido por su apariencia, el Virrey explicaba, para salvar su dignidad de varón, que usaba el artificio del disfraz para guardar bien el nombre de una dama con quien tenía un entendimiento oculto, a la cual veía una que otra noche. Que además había extraviado la llave y que eso lo obligó a golpear con el picaporte de bronce.
La situación de esos encuentros clandestinos, por alguna indiscreción se hizo visible poco a poco a los ojos de muchos, y el rumor de las andanzas nocherniegas del Virrey salió a la calle. Fue tema de cavilaciones teológicas en las cabezas con tonsura de franciscanos y dominicos; comentarios maliciosos en los atrios de los templos por los oyentes de misa; chisme delicioso en los juegos de naipes, bailes de minués y saraos en las casonas aristocráticas; divagaciones jurídicas de los oidores de la Real Audiencia.
Después tomó el rumbo de las ventas, pulperías y estancos de ron blanco de la ciudad. Más tarde se fue por las fondas de viajeros en los caminos de arria que llevaban a cualquier confín.
Doña María Lugarda de la Encarnación de Hospina y Galaez era el nombre de la dama cortejada. Su hermana María Petronila y su madre María Magdalena Galaez, todas hermosas y de nombre María, por cariño eran conocidas como las Marichuelas, pero más luego quedaría ese mote para la dama escondida del Virrey.
Era ella algo extraña en sus gustos, amiga de placeres sanos y apegada a los principios de la religión. Además sabía leer y escribir bien, lo que le daba la apostura de letrada en esa época de ignorancia, fanatismo y superstición.
Fue en una tarde de toros en la Plaza Mayor donde se vieron. Veintitrés primaveras tenía ella y él treinta y cinco cuando con coqueteos mutuos se atrajeron en un idilio intenso e irrevocable.
José Solís evitó otro olvido de llaves y por eso mandó a un albañil que abriera una puertecilla disimulada en el huerto del palacio, para hacer sus escapes hacia la Calle de Patio Cubierto donde ella habitaba, embozado en una capa de paño negro y arrimándose a los tejadillos de los aleros en horas de alta noche. Después ella se hizo a una casa que compró a un oidor, frentera al mismísimo palacio del Virrey, de modo que apenas debía cruzar la calle.
El escándalo a soto voce de esos amores furtivos se fue en los memoriales que bajaron en almadías por el río de La Magdalena y llegaron a Cartagena para seguir en el correo de los galeones que navegaban a la patria lejana. En la Corte se supo por esos pliegos acusatorios que mandaron los oidores, presbíteros y vasallos notables del Virreinato, de la vida disipada y de las aventuras galantes del Virrey.
Algunos años antes había corrido el comentario que José Solís cruzó los límites de la prudencia en Madrid, cuando en un rato de holgorio con Su Majestad, le escondió el sombrero y el bastón, lo que causó un disgusto real, motivo de su destierro honroso como mandatario en una tierra al otro lado del mundo, muy distante de la pompa cortesana. Otros decían que sus propios padres, el Duque de Montellano y la Marquesa de Castelnovo, le habían pedido al soberano la gracia de ese nombramiento en un lugar remoto para alejar a su hijo de ruidosas francachelas y alocadas aventuras con las damas de Madrid.
Una reprimenda escrita vino de España. Un pliego con el sello de Fernando VI fue leído en el Real Acuerdo de la ciudad, lo que era una pública humillación para el Virrey, pero él también hizo leer una esquela personal del mismo monarca donde le daba razones de que no tomara en cuenta la amonestación y que su estimación superaba cualquier queja que a sus oídos llegara.
Pero todo no iba en bienandanza. Alguna angustia roía el fuero interno de la Marichuela. Después de unos ejercicios espirituales y una conversación con su cura confesor, tomó la decisión de pedir el velo de novicia en un convento de clarisas. El Virrey desconcertado, todas las mañanas iba a la primera misa en tal convento para mirar a la distancia a una monja que ahora estaba fuera de su círculo tocable.
Entonces también él, examinando sus pasos recorridos, cambio su ruta de lo mundano a lo espiritual y, como ella, también deseo estar en el mundo de la penitencia. Una mañana un cochero anónimo llevó al convento un arca con cuatro mil patacones de oro para que con sus réditos se atendiera a la clarisa. José Solís, con desafío a los comentarios de sus gobernados, mandó otro día a su escribano con dos mil pesos de ocho décimos a condición de que ella permaneciera en clausura, quizás poco convencido de su vocación religiosa, o por gratitud a su decisión que lo liberaba de los malos rumores y de los sinsabores de la crítica pública.
Pero ella, sepultada en un claustro severo, con el voto de silencio y obediencia, las noches de vigilias, el cabello corto y las vestiduras con túnicas de extremeño, ayunos y cilicios que maltrataban la carne, le causaba desoladoras luchas interiores que un día no resistió. Decidió a los tres años abandonar el convento sin autorización de la abadesa y se fue a su casa de antes.
Para esos momentos de nuestra historia, un piquete de las milicias del rey y una comitiva de oidores y de ilustres se fue a caballo a la villa de Honda para dar la bienvenida a Pedro Messia de la Cerda, Marqués de la Vega de Armadijo, que subía por el río de La Magdalena como nuevo virrey de Nuevo Reino de Granada. José Solís Folch de Cardona, cuatro días después de entregar el mando, tocó la campanilla de la portería del convento de San Francisco.
Renunciaba a su cuantiosa herencia, a sus títulos de noble y al mundo de galas que había vivido, repartiendo sus bienes a cofradías religiosas, asilos y orfanatos. Se hizo fraile de celda y capucha con el nombre de José de Jesús María, en 1661. Nunca más salió a la calle.
Gobernaba a España un nuevo rey, Carlos III, quien dio instrucción al virrey Messia de la Cerda para que confinara a María Lugarda Hospina en una aldea. Entonces Usme fue su nueva residencia. Allí llevó una vida de granjera con cría de ovejas y aves de patio.
En una alcoba mal iluminada por velones de cera, sobre una cama cubierta de ropas blancas, nueve años más tarde, José Solís Folch de Cardona agonizaba. Por deseo de él mismo, escrito en los codicilos de su testamento, a su muerte no hubo honores de cornetines ni de redoblantes de guerra, sino la compañía apacible de los frailes de todos los conventos que con salmos cantados en latín le ponían un tinte de augusta desolación a la escena.
Cuatro religiosos lo cargaron sobre sus hombros con los dos escudos de armas de su linaje esculpidos a escoplo en la madera del ataúd, rumbo a la Catedral donde esperaban las autoridades mayores del Virreinato. Las honras litúrgicas fueron rituadas por el Arzobispo con treinta curas más.
Una rosa blanca, su flor preferida, puso una criada desconocida sobre la lápida, dando cuenta de un último adiós de María Lugarda de Hospina, la ninfa enredada en los apremios de un idilio tormentoso, dulce y amargo, tierno y fragoso, mundano y místico, que hizo enorme estropicio en aquel bobalicón mundo de ayer.
Por: Rodolfo Ortega Montero / El Pilón
El guardián se arrebujó en su capote y malhumorado atisbó por el postigo de una garita interior que daba vista a la entrada del palacio virreinal.
El guardián se arrebujó en su capote y malhumorado atisbó por el postigo de una garita interior que daba vista a la entrada del palacio virreinal.
Dedujo que era una hora pasada de la media noche, aunque no escuchó las doce campanadas de la Catedral por estar sumido en la nebulosa de un sueño agradable. Tomó en sus manos el trabuco de boca ancha y preguntó a gritos:
-¿Quién importuna la hora?.
Una respuesta en voz de varón, dijo:
-¡Soy yo, el Virrey!.
El alférez Serafín Torrealba que tenía a cargo la custodia de la mansión virreinal también había despertado con los golpes del picaporte en el portalón, y haciendo asomo hacia la plaza vacía y llena con las brumas fantasmales de esa madrugada, reconoció la voz. Desnudó la hoja de su espada con alguna precaución y dio la orden al guardián que diera paso a quien decía ser el Virrey.
En el rellano de una hoja abierta del portalón remachado con roblones de bronce, apareció una mujer arropada con mantilla de paño moro y una faldona de ñapanga oscura. El asombro tensó los rostros de los dos soldados, pues a sus ojos tenían al mismísimo virrey José Solís Folch de Cardona, Duque de Montellano, Marqués de Castelnovo, Mariscal de Campo de los Ejércitos del Rey, Virrey, Gobernador y Capitán General de Nuevo Reino de Granada.
Algo aturdido por su apariencia, el Virrey explicaba, para salvar su dignidad de varón, que usaba el artificio del disfraz para guardar bien el nombre de una dama con quien tenía un entendimiento oculto, a la cual veía una que otra noche. Que además había extraviado la llave y que eso lo obligó a golpear con el picaporte de bronce.
La situación de esos encuentros clandestinos, por alguna indiscreción se hizo visible poco a poco a los ojos de muchos, y el rumor de las andanzas nocherniegas del Virrey salió a la calle. Fue tema de cavilaciones teológicas en las cabezas con tonsura de franciscanos y dominicos; comentarios maliciosos en los atrios de los templos por los oyentes de misa; chisme delicioso en los juegos de naipes, bailes de minués y saraos en las casonas aristocráticas; divagaciones jurídicas de los oidores de la Real Audiencia.
Después tomó el rumbo de las ventas, pulperías y estancos de ron blanco de la ciudad. Más tarde se fue por las fondas de viajeros en los caminos de arria que llevaban a cualquier confín.
Doña María Lugarda de la Encarnación de Hospina y Galaez era el nombre de la dama cortejada. Su hermana María Petronila y su madre María Magdalena Galaez, todas hermosas y de nombre María, por cariño eran conocidas como las Marichuelas, pero más luego quedaría ese mote para la dama escondida del Virrey.
Era ella algo extraña en sus gustos, amiga de placeres sanos y apegada a los principios de la religión. Además sabía leer y escribir bien, lo que le daba la apostura de letrada en esa época de ignorancia, fanatismo y superstición.
Fue en una tarde de toros en la Plaza Mayor donde se vieron. Veintitrés primaveras tenía ella y él treinta y cinco cuando con coqueteos mutuos se atrajeron en un idilio intenso e irrevocable.
José Solís evitó otro olvido de llaves y por eso mandó a un albañil que abriera una puertecilla disimulada en el huerto del palacio, para hacer sus escapes hacia la Calle de Patio Cubierto donde ella habitaba, embozado en una capa de paño negro y arrimándose a los tejadillos de los aleros en horas de alta noche. Después ella se hizo a una casa que compró a un oidor, frentera al mismísimo palacio del Virrey, de modo que apenas debía cruzar la calle.
El escándalo a soto voce de esos amores furtivos se fue en los memoriales que bajaron en almadías por el río de La Magdalena y llegaron a Cartagena para seguir en el correo de los galeones que navegaban a la patria lejana. En la Corte se supo por esos pliegos acusatorios que mandaron los oidores, presbíteros y vasallos notables del Virreinato, de la vida disipada y de las aventuras galantes del Virrey.
Algunos años antes había corrido el comentario que José Solís cruzó los límites de la prudencia en Madrid, cuando en un rato de holgorio con Su Majestad, le escondió el sombrero y el bastón, lo que causó un disgusto real, motivo de su destierro honroso como mandatario en una tierra al otro lado del mundo, muy distante de la pompa cortesana. Otros decían que sus propios padres, el Duque de Montellano y la Marquesa de Castelnovo, le habían pedido al soberano la gracia de ese nombramiento en un lugar remoto para alejar a su hijo de ruidosas francachelas y alocadas aventuras con las damas de Madrid.
Una reprimenda escrita vino de España. Un pliego con el sello de Fernando VI fue leído en el Real Acuerdo de la ciudad, lo que era una pública humillación para el Virrey, pero él también hizo leer una esquela personal del mismo monarca donde le daba razones de que no tomara en cuenta la amonestación y que su estimación superaba cualquier queja que a sus oídos llegara.
Pero todo no iba en bienandanza. Alguna angustia roía el fuero interno de la Marichuela. Después de unos ejercicios espirituales y una conversación con su cura confesor, tomó la decisión de pedir el velo de novicia en un convento de clarisas. El Virrey desconcertado, todas las mañanas iba a la primera misa en tal convento para mirar a la distancia a una monja que ahora estaba fuera de su círculo tocable.
Entonces también él, examinando sus pasos recorridos, cambio su ruta de lo mundano a lo espiritual y, como ella, también deseo estar en el mundo de la penitencia. Una mañana un cochero anónimo llevó al convento un arca con cuatro mil patacones de oro para que con sus réditos se atendiera a la clarisa. José Solís, con desafío a los comentarios de sus gobernados, mandó otro día a su escribano con dos mil pesos de ocho décimos a condición de que ella permaneciera en clausura, quizás poco convencido de su vocación religiosa, o por gratitud a su decisión que lo liberaba de los malos rumores y de los sinsabores de la crítica pública.
Pero ella, sepultada en un claustro severo, con el voto de silencio y obediencia, las noches de vigilias, el cabello corto y las vestiduras con túnicas de extremeño, ayunos y cilicios que maltrataban la carne, le causaba desoladoras luchas interiores que un día no resistió. Decidió a los tres años abandonar el convento sin autorización de la abadesa y se fue a su casa de antes.
Para esos momentos de nuestra historia, un piquete de las milicias del rey y una comitiva de oidores y de ilustres se fue a caballo a la villa de Honda para dar la bienvenida a Pedro Messia de la Cerda, Marqués de la Vega de Armadijo, que subía por el río de La Magdalena como nuevo virrey de Nuevo Reino de Granada. José Solís Folch de Cardona, cuatro días después de entregar el mando, tocó la campanilla de la portería del convento de San Francisco.
Renunciaba a su cuantiosa herencia, a sus títulos de noble y al mundo de galas que había vivido, repartiendo sus bienes a cofradías religiosas, asilos y orfanatos. Se hizo fraile de celda y capucha con el nombre de José de Jesús María, en 1661. Nunca más salió a la calle.
Gobernaba a España un nuevo rey, Carlos III, quien dio instrucción al virrey Messia de la Cerda para que confinara a María Lugarda Hospina en una aldea. Entonces Usme fue su nueva residencia. Allí llevó una vida de granjera con cría de ovejas y aves de patio.
En una alcoba mal iluminada por velones de cera, sobre una cama cubierta de ropas blancas, nueve años más tarde, José Solís Folch de Cardona agonizaba. Por deseo de él mismo, escrito en los codicilos de su testamento, a su muerte no hubo honores de cornetines ni de redoblantes de guerra, sino la compañía apacible de los frailes de todos los conventos que con salmos cantados en latín le ponían un tinte de augusta desolación a la escena.
Cuatro religiosos lo cargaron sobre sus hombros con los dos escudos de armas de su linaje esculpidos a escoplo en la madera del ataúd, rumbo a la Catedral donde esperaban las autoridades mayores del Virreinato. Las honras litúrgicas fueron rituadas por el Arzobispo con treinta curas más.
Una rosa blanca, su flor preferida, puso una criada desconocida sobre la lápida, dando cuenta de un último adiós de María Lugarda de Hospina, la ninfa enredada en los apremios de un idilio tormentoso, dulce y amargo, tierno y fragoso, mundano y místico, que hizo enorme estropicio en aquel bobalicón mundo de ayer.
Por: Rodolfo Ortega Montero / El Pilón