No hace mucho tiempo, la bonanza algodonera sacudió, llena de goce, a nuestra sociedad de agricultores rasos, y también a aparecidos por el presagio del dinero rápido. Entonces, sembrar algodón se volvió una tarea de enriquecimiento pronto para unas tierras y unos cultivadores empedernidos, con sabia participación en estos quehaceres, y que, movidos por la lucha cotidiana de un mejor porvenir, emprendieron con esta tarea —olvidando otras alternativas—, logrando grandes y jugosas utilidades en su comienzo.
Fue así como muchos jóvenes de aquel entonces buscaron refugio en este cultivo, algunos por necesidad, otros por esnobismo comercial, y algunos flojos por naturaleza, vividores, buscaron en esta actividad una oportunidad sin precedentes.
A estos, por consiguiente, la gloria les duró muy poco. Pero no importaba, la vida seguía y había que vivirla. Tanto así que los que quebraron y quedaron con deudas por todas partes, nada les importó; solo aquellos responsables y amantes del trabajo arduo, para salir adelante, tuvieron que sacrificar bienes, trabajo y tiempo para recuperar su vida digna.
Después de este carnaval de emociones, empezó a llegar la tristeza disfrazada de nostalgia y ruina, que me hace recordar a un querido amigo, que jamás se doblegó ante la mala situación, pues ya estaba acostumbrado a ella por ese destino despreocupado y sin complicación alguna. Después de un año de bonanza, con camionetas Ford último modelo, mezclada con Old Parr y parrandas vallenatas, vino un destrozo total por los insumos demandados y la falta de lluvias oportunas.
Cualquier día, bajo una ducha de rutina en casa, y en un baño cuyas paredes destartaladas la componían cuatro hojas de zinc a cielo abierto, donde los rayos de sol, bajo las brisas del verano, servían de secado natural al cuerpo, mientras ocurría esta actividad de aseo corporal, y el jabón hecho burbujas nublaba su cuerpo, desde la puerta del patio su hijo mayor gritó:
—¡Papá! ¡Papá, una culebra! —
—Dígale que no estoy —respondió, con una cara llena de felicidad mientras se enjabonaba.
—No, papá, es una Mapaná rabo seco, que se está metiendo por debajo de la cortina de tela que hace de puerta del baño.
Estaba mi amigo tan acostumbrado a deber, que nunca apreció el peligro que pudo ocasionar aquella mansa culebra que resultó ser una patoquillo, de las que solo muerden y que no representan el peligro de una deuda a una corporación o prestamista particular, de esas que se adquirían para respaldar una cosecha emotiva de algodón sin futuro, y que dejaban en plena ruina a los cultivadores con la ayuda y el poder de cualquier abogado sin prestigio.
El acreedor alcanzó a oír las voces preventivas del hijo y la sorprendente del deudor, y fue cuando entonces esbozó, para que todos en casa oyeran:
—¡Tiene usted una semana de plazo para pagar los saldos pendientes! —
… y sin pensarlo dos veces, mi amigo miró a su mujer, y dijo sin inmutarse, sacudiendo con los dedos entrelazados sus cabellos mojados, aún con pequeñas gotas que nunca pesaron sobre su cabeza, ni mucho menos sobre una conciencia jamás alterada por problema alguno, característica especial del individuo fresco y, ante todo, irresponsable:
—¡Mierda! … Nos toca irnos un tiempito para Venezuela nuevamente. Luego, remató su sentencia:
—Mija, ¿qué tenemos de desayuno para hoy? … Por lo pronto, comamos, que mañana será otro día. —
A lo que contestó aquella, también con una tranquilidad única:
—Recuerda que hace más de tres meses que no me das un peso; vivimos de los préstamos de viandas de los vecinos. —
—Entonces, ¿qué estamos esperando? Prepara el equipaje, que aquí no hay futuro —contestó, reflejando en su cara la pasmosa tranquilidad del hombre sin problemas.
Con estas economías de mercados, hay que entender que esta vida no es para emprendedores emotivos, ni flojos, ni falsos comunistas que se han dedicado a vivir del Estado sin aportar la más mínima capacidad laboral y que viven pensando en acabar con el capitalismo sin entender la clase y cantidad de trabajo que genera este.
“Cuando la culpa es de todos, la culpa no es de nadie”, … dice un viejo refrán popular. Eludir la responsabilidad es fácil; lo difícil es enfrentar las consecuencias, pero sin el sentido mismo, el destino no perdona los atajos de la pobreza.
Con la calma del corazón, las ideas florecen, se toma el control y luego el camino aparece. Pero la irresponsabilidad, cuando está arraigada, siempre realiza su vuelo en primera clase, sin el peso de las emociones que le puedan rodear, y con la falta de conciencia se altera el orden de vida, que no permite diferenciar entre el nivel de vida, buena vida y calidad de vida.
Por Fausto Cotes N.











