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La cultura de la hipocresía

Hace algunos días terminé de leer un libro, que al principio no esperaba que me cautivara como finalmente lo hizo. En él, encontré frases que hacen reflexionar a cualquiera que desee ser mejor hombre y miembro de la sociedad que componemos. Una de esas frases llamó poderosamente mi atención y sin lugar a duda, la aplaudí, asentí la veracidad que conlleva la misma: “La envidia, una razón suficiente para odiar”.

La cultura de la hipocresía

La cultura de la hipocresía

Por: Jairo

@el_pilon

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Hace algunos días terminé de leer un libro, que al principio no esperaba que me cautivara como finalmente lo hizo. En él, encontré frases que hacen reflexionar a cualquiera que desee ser mejor hombre y miembro de la sociedad que componemos. Una de esas frases llamó poderosamente mi atención y sin lugar a duda, la aplaudí, asentí la veracidad que conlleva la misma: “La envidia, una razón suficiente para odiar”.

Que tan cierta y poderosa es esta afirmación. Al envidioso puede carcomerlo el rencor, pero nunca admitirá que en el fondo desearía parecerse al otro. Muy al contrario, lo denigra, asegura que le repugna, lo tilda de ladrón, canalla, inmoral, estafador, astuto si tiene éxito, parásito si no lo tiene, despreciable en cualquier caso. Niega querer llegar a ser como él. Solo sentirá una impagable satisfacción si el otro cae en desgracia, si pierde lo que el envidioso considera ventajas y privilegios. Esto nos dice Siegmund Ginzberg en su ensayo titulado “Síndrome 1993”.

La ambición del hombre ha desatado la más grave polarización social en los últimos tiempos. Miente quien expresa actuar de forma colectiva, buscando el beneficio para la sociedad a la que pertenece. Miente aquel que dice deponer sus privilegios para beneficiar a sus semejantes. Miente aquel que dice privarse de sus ventajas para permitir al menos satisfacer las necesidades de otros y mitigar un poco el malestar de los demás. Somos hipócritas sociales y quien esté libre de pecado que lance la primera piedra.

La disposición de los hombres, ya sea en calidad de gobernantes o como simples ciudadanos, de querer imponer sus opiniones, ideas y gustos como determinantes reglas de conducta a los demás, está fuertemente soportada por algunos de los mejores y, a la vez, peores sentimientos inherentes a la naturaleza humana, que ésta no deja de hacerse imponer más que en caso de que le falte poder para ello. Y como el poder que pretendemos ostentar no tiende a disminuir, sino, al contrario, a crecer y fortalecerse, debemos entonces esperar, a menos que surja contra esto una potente barrera de convicción moral, y dadas las actuales circunstancias que estamos atravesando, debemos esperar, decimos, el crecimiento de esta disposición para ser mejores hombres.

Cuando hablo de la cultura de la hipocresía creo que abordo un tema del cual, en la actualidad, nadie es ajeno. Los factores persisten y la sintomatología que mostramos conlleva a pensar que nos hemos enraizado en una tierra árida, en donde el bienestar común, al menos por el momento, no nacerá en ella. Ahora mismo es tierra propicia para el odio y el rencor. La prepotencia, la arrogancia y, como dije, la ambición, fortalece la polarización que afrontamos y, creo con respeto, que ni siquiera las oraciones mitigan el reguero de semillas de maldad esparcidas hoy en el mundo por doquier.

Casi todos somos víctimas del odio, a veces, hasta gratuito. Ni siquiera sabemos muchas veces por qué nos odian. Vivimos afrontando una cultura de hipocresía, en donde nos indignamos al enterarnos de cosas que suceden, pero, ¿qué hacemos nosotros para cambiar? Pregunto, igualmente: ¿escuchamos?, ¿toleramos?, ¿comprendemos? Por supuesto que no. Nos mantenemos muchas veces en una posición radical de absoluta imponencia, donde consideramos, porque ni siquiera creemos, que nuestras ideas y opiniones son las válidas y que los demás deben aceptar sin reparo alguno. Pocas veces nos mostramos abiertos a reconocer la verdad en lo que otros dicen, así esta no sea mi verdad. Egoístas de nuestra propia existencia.

Podríamos de alguna manera decir que estamos algunas veces con frío y otras veces con calor, supuestamente avanzando, cueste lo que nos cueste, sin que nadie nos pueda detener; pero después de creer que hemos avanzado un poco, nos detenemos y decimos: “Hablemos”, cuando nuestra doble moral está llena de harapos. Hablamos de democracia, pero actuamos como si nos repugnara. Hablamos de unión, pero no aceptamos y mucho menos soportamos siquiera la disculpa ofrecida por nuestro contradictor. Esta es nuestra doble moral, mis queridos lectores.  Somos, lo reconozco con tristeza, practicantes de la cultura de la hipocresía.  

Por: Jairo Mejía.

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