Valentina Amaya fue una de las primeras esposas de mi papá, de cuyo matrimonio nacieron dos hermanos: Jaime y Jairo. El primero ya les había contado que su sueño fue hacerse piloto, quien exactamente el día que escribí esta columna (6 de septiembre) cumplía 28 años de fallecido en un accidente aéreo mientras intentaba aterrizar en Puerto López; un viento de cola acabó con su vida y con todos sus sueños. Su otro hermano no tuvo mayor suerte y su vida la desperdició por completo.
Después de la separación, ella se quedó viviendo en Los Venados por muchos años. Incluso, cuando mi papá decidió abandonar Los Venados, ella se fue a vivir a su natal Codazzi hasta sus últimos días. A pesar de que ya no vivían juntos, él siempre estuvo pendiente de que no le faltara nada, a tal punto que con mis hermanas hacíamos turnos para ir a acompañarla por las noches para que no durmiera sola y, por supuesto, yo era uno de los elegidos; pero el plan no me agradaba mucho porque en ese sitio pasaban cosas extrañas.
Era una casona antigua, ocupaba un área de dos calles, con enormes puertas de madera pintadas de marrón, techo altísimo, tejas de barro; la sala y el comedor eran grandes y las habitaciones, por supuesto, también. En el patio había unos árboles viejísimos que generaban una eterna humedad y albergaban un nido de golondrinas, las cuales impregnaban un olor característico en toda la casa, por lo que esta permanecía sombría y oscura, nada que envidiar a una casa de terror.
Yo trataba de llegar tardecito, casi siempre lo hacía después de las seis de la tarde y Valentina me guardaba la cena en un plato tapado en una esquina de la mesa mientras ella se iba a hablar en la terraza con la señora Ildefonsa Araújo de Quintero, la señora Guille y Emelina Barriga, cuyas casas estaban la una pegada a la otra.
Ese día, al llegar, me quedé en la puerta jugando con una pelota de caucho y desde ahí podía ver el plato con la comida en el fondo de la casa. El comedor estaba justo en la puerta que daba al patio y frente a una de las habitaciones que no se usaba, porque tenía un área del piso aún en obra gris por lo que se convirtió en un cuarto de San Alejo. Esto hacía que el comedor se viera aún más oscuro y lúgubre.
Para colmo de males, la planta eléctrica que daba energía al pueblo la prendían a esa hora, y para mi desgracia ese día aún eran las siete de la noche y la planta nada que arrancaba, así que la casa estaba alumbrada solo con una veladora justo en medio de la mesa.
No me atrevía a entrar, le tenía miedo a la casa y mucho menos iba a entrar en esa soledad. Así que me quedé un rato más jugando. Valentina me reprochaba que no entrara a comer porque se iba a enfriar. Le dije: “¡Ahora como, no tengo hambre!”.
—¡Que entres y comas, ya te dije! ¡No me va a dejar la comida servida!
Con el cuerpo tembloroso y lleno de pánico entré a la casa, me senté en la mesa y traté de comer lo más rápido que pude. Mientras comía, un boliche cayó desde el cuarto del frente y rebotó en el piso justo frente a la mesa. La caída de estas bolitas en el piso tiene un sonido característico pues rebotan varias veces antes de quedar inmóviles así que el momento no pudo ser más terrorífico para mí; tiré el plato y me disponía a correr para la puerta cuando una jarra de agua se estrelló contra mi espalda.
Sentí el frío del agua y cómo se regó por el piso. Como pude, llegué a la puerta y me senté en el piso en silencio, mientras tanto Valentina me seguía preguntando si ya había comido. No le contesté, solo quería irme de esa casa lo antes posible, pero era algo que no me iban a permitir: Valentina no podía dormir sola.
Sobre las nueve de la noche, quizás un poco menos, ella por fin entró, yo la seguí detrás y me metí a la cama en el primer cuarto que daba a la calle, justo ahí empezaba mi pesadilla. (Continuará…)
Por: Eloy Gutiérrez Anaya.











