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La casa de los Mestre

Después de las siguientes vacaciones y luego de una fuerte pelea entre mi mamá y mi papá en la finca, ella se fue para donde su familia porque mi papá andaba de mujeriego, situación que no estaba dispuesta a seguir soportando.

Eloy Gutiérrez Anaya, columnista de EL PILÓN.

Eloy Gutiérrez Anaya, columnista de EL PILÓN.

Por: Eloy

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Después de las siguientes vacaciones y luego de una fuerte pelea entre mi mamá y mi papá en la finca, ella se fue para donde su familia porque mi papá andaba de mujeriego, situación que no estaba dispuesta a seguir soportando. Así que ese año nos pasamos a vivir a la casa de don Oswaldo Mestre. Era un casón en todo el centro de la plaza, inmenso y con un gran patio. En el corredor había una mata de azar de la India que había cubierto toda la enramada que le hicieron para que se enredara y diera sombra, así que, cuando florecía, que era todo el tiempo, no solo era el espectáculo de la frescura, sino el follaje de colores que caían al suelo dando un doble encanto al patio de la casa.

Como toda casa de pueblo, tenía el acceso por la puerta principal que daba justo a la plaza y, por supuesto, a la iglesia. Y como era de esquina, tenía el portón por la calle adyacente. En esa entrada, al lado izquierdo, había un árbol de “chorro de oro”. No recuerdo si así se llamaba realmente, pero hacía honor a su nombre porque en primavera adornaba el patio con gajos amarillos en forma de cascada, solo comparado en belleza a los del puy y el cañahuate. En el fondo había unos ciruelos muy antiguos que estaban llenos de plagas, por lo que las cosechas eran inservibles. En los alrededores del patio, una construcción que se usaba como cuarto de herramientas y de maquinaria, pero ya desgastada por el tiempo, se levantaba junto a un viejo tractor abandonado y desarmado por piezas.

Entre la casa grande y el patio había una construcción en ladrillo crudo donde la mitad era usada como cocina y área de labores, y la otra mitad como bodega para guardar cueros de res, los cuales eran bañados en sal y envueltos para curarse durante meses, incluso años. Hoy no recuerdo de quién eran esas pieles, lo que sí tengo en mi memoria es el característico olor que salía de ese sector de la casa, porque además eran apilados encima de una montaña de ladrillos que, por su apariencia, llevaban años guardados en esa bodega. Por lo tanto, la mezcla de olores ya se la pueden imaginar: no era putrefacta, pero sí intensa, porque además no recibía nada de luz y la humedad en las paredes era evidente. Y ya al final del patio, frente a los ciruelos, una batería de baños y sanitarios que curiosamente quedaban alejados de la casa principal, pero nada extraño en las casas de esa época.

Como vecinos, teníamos al lado la casa de los hermanos Baute Redondo: el médico José Manuel, Alirio, Poncho y Winston. En la esquina, una casa taller de un carpintero y ebanista de apellido Yerena, oriundo de Magangué, Bolívar. Era un hombre flaco y de buen sentido del humor, tanto que nunca hablaba en serio, pues siempre en sus conversaciones usaba el sarcasmo, el doble sentido y una dialéctica de su natal Magangué que pocos entendían. Era un tipo laborioso al que nunca le conocí familia (esposa o hijos) y su casa siempre estaba llena de aserrín y con olor a barniz y a thinner. Diagonal, en la esquina siguiente, una casa de color verde que también la usaba como taller el primer plomero y fontanero que conocí. Creo que su nombre era Diofanor; aún vive, me lo topé en el barrio Cañahuate mientras caminaba un día por esos lados. Le llegaba poco trabajo, pues la mitad del pueblo no tenía acueducto y pocos sanitarios; sin embargo, lo compensaba arreglando todo lo que le llevaran roto o descompuesto. Y completando el marco de la plaza, seguía la casa de los Pinto (hijos de Ocha Pinto), la tienda del cachaco Darío y, finalmente, la primera casa de dos pisos del pueblo, la de mi tía Leticia Córdoba. Al frente, los billares de mi primo Esteban Vásquez.

Pero los vecinos que marcaron parte de mi infancia eran los Fragozo (Eliecer y su esposa Nacha), pues su casa colindaba con el patio y algunas partes estaban separadas con una cerca de tablas. Tenían una característica inolvidable: Eliecer Fragozo, además de acordeonero y compositor, era criador de ovejas, y el corral lo tenía en el patio. Pero además tenían un perro pastor al que muy convenientemente llamaban “Fiera”.

(Continuará)

Por: Eloy Gutiérrez Anaya.

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