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La bonanza (primera parte)

Las tierras de Brasilia fueron volteadas con arados luego del periodo de lluvias.  Para mí, sentarme en el guardabarros del tractor y ver el espectáculo que hacían los discos cuando abrían los surcos y sentir el olor a tierra mojada, no tiene comparación.  

Eloy Gutiérrez Anaya, columnista de EL PILÓN.

Eloy Gutiérrez Anaya, columnista de EL PILÓN.

Por: Eloy

@el_pilon

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La historia dice que Los Venados tuvo dos grandes bonanzas: la primera fue la del bálsamo y luego la del algodón. Sobre la bonanza del bálsamo no hay mucha información ni testigos que puedan ampliar los detalles de esa época, pero la del algodón sí está viva en la memoria, no solo histórica sino en el recuerdo, de quienes crecimos encima de las lonas, paseamos en un zorro lleno de sacos, o nos pusimos un “campeón” para colgarnos uno en la cintura y, por supuesto, sabemos a qué huele una mota recién cortada.

Creo que hubo tres cosechas: las de 1976, 1977 y 1978.  La primera no la recuerdo porque aún estaba muy pequeño, pero la segunda  y la tercera son parte de mi infancia y de la historia más fantástica de mi vida, en medio de un sembrado con un paisaje que parecía salido de una postal. La historia del algodón es y será esa cicatriz de una gran herida que abrieron cuatro malparidos que, por una decisión egoísta, se tiraron toda la economía y el futuro no solo de una región sino del país entero; pero ya eso es llorar sobre la leche derramada y mejor recordemos lo bueno de la época del oro blanco que tuvo en mi familia un antes y un después.

Las tierras de Brasilia fueron volteadas con arados luego del periodo de lluvias.  Para mí, sentarme en el guardabarros del tractor y ver el espectáculo que hacían los discos cuando abrían los surcos y sentir el olor a tierra mojada, no tiene comparación.  

Cuando quería más acción, mandaba a parar el tractor y me bajaba para correr detrás, jugando en la tierra recién arada y sacando lombrices hasta que mi papá terminara con la labor del arado; luego, repetía el mismo ritual, pero esta vez con el rastrillo que nivelaba los surcos, rompiéndolos hasta hacerlos más finos y, después, la sembradora, que era un aparato en forma de cono gigantesco anclado en la parte trasera del tractor e iba enterrando las semillas en los surcos con una precisión que, para la época y con la edad que yo tenía, parecía tecnología de extraterrestres. 

Después de la siembra, y todos los días, salíamos tempranito a revisar el sembrado para contar cuántas habían germinado. Las siguientes semanas, las largas hileras perfectamente alineadas adornaban los campos con un espectáculo verdoso extraordinario.  

Era una experiencia fascinante para unos niños de cinco, seis, siete y ocho años de edad que tenía el suscrito y mis tres hermanas mayores. En cierta ocasión, mi papá, el piloto de la avioneta, un agrónomo, y uno de los capataces estaban revisando los sembrados porque cuando las matas iban creciendo se debían arrancar a mano los hijuelos que habían nacido deformes o muy pequeños al lado de la planta madre. 

Esto se hacía para evitar que estos pequeños hijuelos compitieran por alimentos y espacio con la planta principal.  A esto se le conocía como “Raleo” y lo hacían con personal ubicado en cada línea de siembra con una destreza y velocidad envidiable puesto que se debía hacer prácticamente encorvado con la cabeza casi pegada al suelo, precisamente, porque las matas aún eran muy pequeñas y las distancias de las líneas de sembrado eran largas.  

Por eso mismo, era un trabajo que exigía experiencia y resistencia. Mientras los señores conversaban, yo me puse a “ralear”, pero, cuando se dieron cuenta, ya había recorrido varios metros dejando la línea completamente vacía.  Creo que fue la primera vez que vi a mi papá ponerse rojo, pero tuvo que contenerse porque había visita, de no haber sido así, creo que me hubiese enseñado bajo el método de “Martín Moreno” cómo era la manera correcta de “ralear”.

Divertirnos en un sembrado de algodón era fascinante por todo lo que se vivía, desde que araban de la tierra, ver las matas germinar, luego verlas crecer, hasta que brotaran los mamones y, finalmente, ver cómo se abrían las motas. Pero el momento de la fumigación no tenía comparación a nada que se le parezca.  Créanme, hoy suena algo tonto si se compara con la última consola de videojuegos, pero ver pasar una avioneta por encima de tu cabeza a esa edad y sentir que casi la podías tocar, era el paraíso hecho realidad en la tierra (continuará).

Por: Eloy Gutiérrez Anaya

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  • Bonanza algodonera
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