INFORME

Condenaron al barrio Dangond de Valledupar a cien años de soledad carcelaria con La Judicial

En 1998, el alcalde Jhonny Pérez Oñate formalizó la donación del nuevo lote al INPEC mediante la escritura pública No. 310, con una cláusula resolutoria: si en cinco años no se construía la nueva cárcel, el terreno debía volver al municipio

Foto de la fachada de la cárcel judicial.

Foto de la fachada de la cárcel judicial.

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La historia de la Cárcel Judicial de Valledupar es un ejemplo muy evidente de cómo las decisiones políticas mal ejecutadas pueden generar consecuencias que se vuelven persistentes en el tiempo; incertidumbre jurídica y, lo más importante, socava el desarrollo de una ciudad. Esta historia que se extiende por varias décadas involucra a varias administraciones municipales, que, en lugar de solucionar un problema estructural, han perpetuado una situación llena de muchas inconsistencias, pérdidas patrimoniales y, sobre todo, falta de claridad en la destinación de los bienes públicos.

Hoy, gracias a la rigurosa investigación del abogado Daniel Daza que inició con el performance del “mojón de oro” se hace más que evidente que este no es un problema aislado ni un simple descuido administrativo, sino una deuda histórica con Valledupar. Esta no es una historia de culpables individuales, sino de una cadena sistemática de negligencias en la que cada administración ha tenido una cuota de responsabilidad – por acción u omisión –.

Desde 1970, Valledupar ha estado escribiendo una crónica de desidia institucional alrededor de su sistema penitenciario. Esta historia no es solo de rejas y barrotes, sino de omisiones políticas, del mismo silencio cómplice y de decisiones administrativas que han deteriorado sistemáticamente la calidad de vida de los habitantes del barrio Dangond. Y lo más grave: con plena consciencia de sus implicaciones.

La historia

En 1970, el Concejo Municipal de Valledupar adoptó el Acuerdo No. 5, autorizando la compra de terrenos para desarrollar viviendas populares. Esta decisión representaba un paso hacia la dignificación del acceso a la vivienda para viudas, madres solteras, trabajadores y ciudadanos vulnerables. Sin embargo, en 1973, sobre una parte de ese terreno, sin modificar el acuerdo ni obtener autorización legal para el cambio de uso, se construyó la Cárcel Judicial de Valledupar. Este fue el primer acto de traición institucional contra el barrio Dangond.

¿Cómo puede la administración municipal decidir, arbitrariamente, convertir un espacio destinado a hogares en un centro penitenciario? ¿Qué garantías le quedan a la ciudadanía cuando el Estado mismo burla sus propias normas?

Desde entonces, el barrio Dangond ha estado obligado a convivir con la inseguridad, el estigma, el miedo y la desvalorización de su entorno. La cárcel, pensada para ser una solución temporal, se convirtió en una carga permanente, impuesta sin consulta ni planificación.

Abril de 1997. Doce días de caos. Un motín dentro de la Cárcel Judicial dejó cinco muertos, dieciséis rehenes y un saldo emocional incalculable para los habitantes del barrio. La crisis evidenció que la cárcel no cumplía con el aislamiento legal mínimo de 200 metros respecto a zonas urbanas, como lo exige la Ley 65 de 1993. La cárcel estaba separada de las casas por una simple calle.

¿Era necesario esperar una tragedia para reconocer el error? ¿Cuántas vidas más debían estar en riesgo para que las autoridades actuaran?

Lo cierto es que, tras la crisis, el discurso político cambió. El alcalde Elías Ochoa Daza adquirió un terreno fuera del perímetro urbano y, junto con el Concejo, reconoció públicamente la necesidad urgente del traslado. Parecía el inicio de la solución. Pero faltó voluntad política para garantizar su ejecución a largo plazo.

Un terreno, pero…

En 1998, el alcalde Jhonny Pérez Oñate formalizó la donación del nuevo lote al INPEC mediante la escritura pública No. 310, con una cláusula resolutoria: si en cinco años no se construía la nueva cárcel, el terreno debía volver al municipio. La intención parecía clara: construir una cárcel municipal, cerrar la del barrio Dangond, y proteger a la comunidad.

Pero lo que ocurrió fue otra cosa. El INPEC construyó una penitenciaría nacional de máxima seguridad —(La Tramacúa), modificando unilateralmente el objeto de la donación. La cláusula resolutoria nunca fue ejecutada. Y el silencio de la Alcaldía fue absoluto.

¿Por qué ningún alcalde posterior exigió el cumplimiento de esta cláusula? ¿Qué intereses se interpusieron para aceptar que el compromiso original se desvirtuara por completo? ¿Acaso el abandono institucional también es una forma de complicidad?

Durante años, la administración municipal ha mantenido un silencio sepulcral. Ni uno solo de los sucesores de Ochoa y Pérez reclamó el cumplimiento del acuerdo. Ni una acción judicial, ni un proceso administrativo, ni una declaración pública. La cárcel sigue allí. Y Dangond sigue esperando justicia.

‘La Tramacúa’, entregada en el año 2000, fue concebida como un centro de máxima seguridad. Ni siquiera tenía como objetivo principal atender a la población carcelaria del municipio. Se diseñó con el apoyo del gobierno estadounidense y bajo lógicas de seguridad nacional, no de desarrollo local.

¿En qué momento se decidió que era más importante construir una cárcel nacional que resolver el hacinamiento local? ¿Quién autorizó que se traicionara el sentido original de la donación?

La alcaldía guardó silencio cuando se modificaron irregularmente las especificaciones del proyecto. Guardó silencio cuando no construyeron la cárcel municipal ni reubicaron la Judicial fuera del perímetro urbano. Y volvió a guardar silencio cuando, en 2006, cedió al INPEC el lote original del barrio Dangond sin que existiera un desistimiento formal del compromiso anterior, ni autorización del concejo municipal.

Lo que era una cárcel temporal, terminó siendo una institución intocable. Dangond pasó de ser un barrio residencial a ser el patio trasero del sistema penitenciario nacional.

Mientras ‘La Tramacúa’ permanece subutilizada, la Cárcel Judicial de Dangond sigue hacinada. Los motines se repiten: en 2014, en 2016, en 2021. La comunidad vive entre sirenas, helicópteros y balas. Las casas se desvalorizan, los niños crecen con miedo, las oportunidades desaparecen.

¿De qué sirve construir una nueva cárcel si la antigua nunca se cierra? ¿A qué lógica responde mantener dos cárceles cuando una sola fue siempre el objetivo? ¿Qué mensaje envía el Estado cuando prioriza la seguridad de los reclusos sobre la seguridad de los ciudadanos libres?

La administración local se excusa en la sobrepoblación penitenciaria. Dice que el aumento de detenidos impide el cierre de la cárcel de Dangond. Pero este argumento no es una solución: es una coartada. Una excusa que prolonga la tragedia urbana.

La condena del Dangond

La historia de esta cárcel es la historia del olvido. De la indolencia. De una cadena de funcionarios que prefirieron no incomodar al INPEC, que optaron por la pasividad en lugar de defender el interés colectivo. Que aceptaron que el barrio Dangond se sacrificara para que el sistema penitenciario no colapsara.

¿Quién le responde hoy a las familias que compraron su terreno con la esperanza de vivir en un barrio residencial y terminaron al lado de un penal? ¿Quién repara el daño colectivo? ¿Cuándo el Estado se atreverá a corregir su error?

Valledupar no necesita más cárceles. Necesita justicia urbanística. Necesita que se respete el uso del suelo. Que se protejan los barrios. Que los acuerdos se cumplan y que las promesas no sean papel mojado.

Porque si una comunidad puede ser obligada a vivir al lado de una cárcel por más de 50 años, ¿qué le impide al Estado imponer otra cárcel en cualquier barrio mañana? ¿Cuánto vale la palabra del gobierno local? ¿Qué tan frágil es el concepto de moralidad administrativa?

Esta no es solo una columna sobre una cárcel. Es sobre la capacidad de una comunidad para resistir el olvido. Sobre el deber que tienen los ciudadanos de exigir memoria, responsabilidad y acción. Sobre el derecho de un barrio entero a vivir sin miedo.

Y sobre la urgente necesidad de que, de una vez por todas, la Cárcel Judicial de Valledupar sea retirada del corazón del barrio Dangond. No como un favor. Como una obligación incumplida por demasiado tiempo.

Alcalde de Valledupar: Usted tiene en sus manos la oportunidad de cambiar el rumbo de una historia marcada por la desidia, el abandono y la complicidad silenciosa. Durante más de cinco décadas, la Cárcel Judicial del barrio Dangond ha sido el símbolo de todo lo que no debe ser una ciudad: la imposición sobre el diálogo, el castigo sobre el bienestar, la costumbre sobre la justicia.

Valledupar no puede seguir edificando su futuro sobre las ruinas de las promesas incumplidas. Usted no está obligado a repetir la negligencia de sus antecesores. Pero si guarda silencio, si se limita a administrar sin transformar, si opta por la inacción cómoda en lugar de la dignidad difícil, será inevitablemente parte del mismo archivo del olvido.

Tiene frente a usted un punto de quiebre: hacer valer el convenio interadministrativo 1550 de 1998, exigir el traslado definitivo de la cárcel, recuperar el terreno para devolverle al barrio Dangond lo que alguna vez se le prometió —una zona residencial digna, segura y libre del estigma carcelario. Tiene la oportunidad de escribir con acciones lo que tantos otros dejaron en borradores.

Esta no es una simple disputa sobre un predio. Es una deuda histórica con una comunidad que ha sido usada como escudo del sistema penitenciario nacional. Es una herida abierta que sangra cada vez que el Estado gira la mirada.

La moralidad administrativa no es solo cumplir la ley. Es actuar con valentía ética. Es ejercer el poder público con el corazón en el pueblo y la mirada en el porvenir. No basta con no hacer daño: hay que reparar el que ya se hizo.

Usted puede ser recordado como otro nombre más en la cadena del abandono. O puede ser el alcalde que —por fin— se atrevió a actuar. Que no tuvo miedo de enfrentarse al INPEC. Que prefirió honrar el mandato ciudadano en lugar de rendirse al peso de las costumbres institucionales.

Valledupar no necesita otro alcalde que administre con prudencia. Necesita un líder que gobierne con coraje. Resulta irónico que fuera precisamente Daniel Daza ( ese ciudadano injustamente tachado de ‘payaso’) quien demostrara con acciones lo que significa defender con determinación a un municipio. Con inteligencia, creatividad y valor cívico, probó que la verdadera gestión pública nace de la convicción, no de los títulos ni las apariencias.

Y Dangond, después de medio siglo de espera, merece algo más que promesas: merece justicia.

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