Como cristianos tenemos una profunda convicción: nuestra suerte no está marcada por el sepulcro como última morada.
Por: Marlon Javier Dominguez.
“El cuerpo es la cárcel del alma”Platón.
Como cristianos tenemos una profunda convicción: nuestra suerte no está marcada por el sepulcro como última morada. Hemos sido traídos a la vida para vivir y no para que nuestra existencia se extinga sin remedio por un proceso de descomposición de la materia, ¡somos más que materia!. Somos pensamiento, sentimientos, emociones, inteligencia, intuición, trascendencia… somos espíritu. Abordar rectamente la pregunta por el hombre significa, desde la antropología cristiana, abandonar visiones parciales y truncas sobre el mismo: El alma sola no es el hombre, el cuerpo solo no es el hombre, el hombre es espíritu encarnado.
Es cierto que, a lo largo de la historia, en algunos ambientes religiosos la excesiva confianza en la filosofía platónica inclinó la balanza hacia aquello que de espiritual hay en el ser humano, en detrimento de su cuerpo. En efecto, Platón consideraba que lo único de valía que el hombre posee es el alma, que se encuentra encerrada en el cuerpo como en una cárcel de la que se quiere liberar a toda costa. Pensar así llevó a muchos al desprecio del cuerpo y a la identificación del mismo con un obstáculo a superar en el camino hacia Dios.
Hoy, solemnidad de la Ascensión del Señor, volvemos nuestros ojos sobre esta realidad para discurrir brevemente sobre ella. Partamos de la siguiente base: Dios creó al ser humano, hombre y mujer; no nos interesa aquí si se tardó un día de 24 horas o millones de años para ello, si lo modeló tal como lo conocemos hoy a partir del barro de la tierra, o si se valió de un proceso evolutivo a partir de una especie inferior. Lo que verdaderamente importa es que el ser humano no ha aparecido en el escenario del mundo por puro azar, que ninguno se ha dado la vida a sí mismo, que nuestro origen es superior a la materia irracional o incluso inanimada, que de la nada no surge nada, que la perfección – que nuestra perfección (también corporal) – tiene su origen en Dios.
Dios nos creó; el cómo lo ignoro y la verdad no me trasnocha tal cuestión. Dios quiso que fuésemos cuerpo y alma, no a la manera de un compuesto, sino como unidad sustancial; por tanto, nada más lejos de la recta antropología cristiana que pensar en el cuerpo como obstáculo o como enemigo del espíritu. Tal vez nos resulte provechoso recordar que el Verbo de Dios tomó un cuerpo humano, con él resucitó y con él ascendió, prefigurando así nuestra misma suerte. Pensemos en el cielo, pero no nos olvidemos de la tierra. Guardemos el justo equilibrio, que una religión demasiado espiritualizada podría crear en nosotros una visión errónea de lo que en verdad somos.
Como cristianos tenemos una profunda convicción: nuestra suerte no está marcada por el sepulcro como última morada.
Por: Marlon Javier Dominguez.
“El cuerpo es la cárcel del alma”Platón.
Como cristianos tenemos una profunda convicción: nuestra suerte no está marcada por el sepulcro como última morada. Hemos sido traídos a la vida para vivir y no para que nuestra existencia se extinga sin remedio por un proceso de descomposición de la materia, ¡somos más que materia!. Somos pensamiento, sentimientos, emociones, inteligencia, intuición, trascendencia… somos espíritu. Abordar rectamente la pregunta por el hombre significa, desde la antropología cristiana, abandonar visiones parciales y truncas sobre el mismo: El alma sola no es el hombre, el cuerpo solo no es el hombre, el hombre es espíritu encarnado.
Es cierto que, a lo largo de la historia, en algunos ambientes religiosos la excesiva confianza en la filosofía platónica inclinó la balanza hacia aquello que de espiritual hay en el ser humano, en detrimento de su cuerpo. En efecto, Platón consideraba que lo único de valía que el hombre posee es el alma, que se encuentra encerrada en el cuerpo como en una cárcel de la que se quiere liberar a toda costa. Pensar así llevó a muchos al desprecio del cuerpo y a la identificación del mismo con un obstáculo a superar en el camino hacia Dios.
Hoy, solemnidad de la Ascensión del Señor, volvemos nuestros ojos sobre esta realidad para discurrir brevemente sobre ella. Partamos de la siguiente base: Dios creó al ser humano, hombre y mujer; no nos interesa aquí si se tardó un día de 24 horas o millones de años para ello, si lo modeló tal como lo conocemos hoy a partir del barro de la tierra, o si se valió de un proceso evolutivo a partir de una especie inferior. Lo que verdaderamente importa es que el ser humano no ha aparecido en el escenario del mundo por puro azar, que ninguno se ha dado la vida a sí mismo, que nuestro origen es superior a la materia irracional o incluso inanimada, que de la nada no surge nada, que la perfección – que nuestra perfección (también corporal) – tiene su origen en Dios.
Dios nos creó; el cómo lo ignoro y la verdad no me trasnocha tal cuestión. Dios quiso que fuésemos cuerpo y alma, no a la manera de un compuesto, sino como unidad sustancial; por tanto, nada más lejos de la recta antropología cristiana que pensar en el cuerpo como obstáculo o como enemigo del espíritu. Tal vez nos resulte provechoso recordar que el Verbo de Dios tomó un cuerpo humano, con él resucitó y con él ascendió, prefigurando así nuestra misma suerte. Pensemos en el cielo, pero no nos olvidemos de la tierra. Guardemos el justo equilibrio, que una religión demasiado espiritualizada podría crear en nosotros una visión errónea de lo que en verdad somos.