HISTORIAS

La tenebrosa historia del Callejón de la Purrututu

Esta crónica se adentra en el corazón de esos relatos inmortales: los mitos y leyendas que, generación tras generación, siguen tejiendo el tapiz invisible de nuestra identidad. Prepárense para cruzar el umbral donde la ficción se confronta así misma y el miedo es la única regla.

El Callejón de la Purrututu 1

El Callejón de la Purrututu 1

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Esta crónica se adentra en el corazón de esos relatos inmortales: los mitos y leyendas que, generación tras generación, siguen tejiendo el tapiz invisible de nuestra identidad. Prepárense para cruzar el umbral donde la ficción se confronta así misma y el miedo es la única regla.

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A esa hora en que el silencio pesa más que el viento y hasta los perros dejan de ladrar, el Callejón de la Purrututu se convierte en un sitio que nadie se atreve a cruzar.
Dicen que, después de las once de la noche, el aire se espesa, las luces tiemblan y las piedras del empedrado guardan los pasos de quienes nunca regresaron.

Es un callejón antiguo, de casas coloniales con muros que han escuchado más rezos que canciones y más lamentos que parrandas. Entre sus sombras, se cuenta que todavía ronda el alma de un viejo limosnero: don Rogelio, el del tarro metálico que no deja de sonar, ni siquiera después de muerto.

Cuentan los viejos que allí vivía don Rogelio, un limosnero flaco, alto, de sombrero volteado y gastado. Todos lo conocían por el ruido de su tarro metálico, donde echaba las monedas que algunos le daban.
Dicen que, cuando la ciudad dormía, el sonido de ese tarro seguía resonando por el callejón, como si el alma del viejo todavía pidiera limosna en la oscuridad.

Una noche, Arsenio González, conocido parranderito del barrio El Cañaguate, venía borracho de la plaza Alfonso López. Tomó el camino equivocado y se metió en los callejones del centro. Sin darse cuenta, había entrado al callejón de la Purrututu.

El silencio era sepulcral. El viento soplaba fuerte y los caserones viejos crujían.
De pronto, un chillido se escuchó entre las paredes, como si la brisa llorara.
Era el ruido de la muerte —contó después Arsenio.

Entre las sombras vio cómo una figura se levantaba sobre uno de los techos. Era un hombre delgado, con un bote en la mano y un sombrero volteado tan viejo que apenas le cubría la cabeza.
¿Qué más, compadre? —le dijo con voz ronca—. ¿Será que tiene una monedita que me regale?

Entonces Arsenio recordó la vieja leyenda: a quien se encuentre con el alma de don Rogelio, debe darle una moneda.
Si no lo hace, el frío de la muerte lo acompañará durante siete días hasta llevárselo a la tumba. Pero si le entrega una moneda, la suerte le cambia, y por un mes entero el dinero le llega sin explicación.

Temblando, Arsenio metió la mano al bolsillo y sacó una moneda de quinientos.
El viejo la tomó, agitó su tarro y el sonido metálico retumbó por todo el callejón. Luego desapareció entre la bruma.

A los dos días, Arsenio se ganó el chance.
Una semana después, una rifa.
Y al mes, consiguió un buen trabajo.

Desde entonces, su suerte cambió… pero también su miedo.
Porque jura que, cada vez que pasa cerca del callejón, escucha el tintineo de monedas y un murmullo que le susurra:
Gracias, compadre…

Arsenio dice que, por más dinero que le ofrezcan, nunca volverá a cruzar por el Callejón de la Purrututu después de las once de la noche.
Y los vecinos aseguran que, cuando el viento sopla fuerte y las piedras de la calle suenan, es don Rogelio moviendo su tarro, buscando otra moneda para cambiarle la suerte a algún desprevenido… o llevárselo consigo.

Por Juan David Carrillo, estudiante de Comunicación Social de la Andina

Temas tratados
  • Arsenio González
  • barrio El Cañaguate
  • Cesar
  • cuento de terror
  • El Callejón de la Purrututu
  • Fantasmas
  • leyenda vallenata
  • leyendas urbanas

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