Un repique de timbal salía de los montes. Luego fueron tambores que contestaban con brío aturdiendo la tarde.
Un repique de timbal salía de los montes. Luego fueron tambores que contestaban con brío aturdiendo la tarde. A la cumbre del Gorro del Obispo, desde la explanada, subieron las percusiones a los oídos de Henri Christophe I, el rey negro de Haití, que encerrado entre las murallas de su Fortaleza, supo lo que vendría cuando abriendo los ojos, expresó: ¡Están llamando a manducumán!.
Después oyó los gritos de sus sirvientes y de su guardia de corps abandonando las garitas y almenas, cuando huían bajando la rampa empedrada hacia el puente levadizo. Más allá se abrían los caminos de los montes.
Los tambores llamaban a la rebelión. Christophe I asimiló su desastre en esos instantes de desamparo. Sus generales, los ocho duques, los veintidós condes y sus cuarenta barones de pelucas blancas que se había inventado como una imitación de la corte de Versalles lo habían abandonado. Estaba a su suerte en la Ciudadela Ferriere, por otro nombre Sans Souci, que con sudores y golpizas de negros construía en la cumbre del Gorro del Obispo, la elevación de filosos declives desde la cual en los días soleados se adivinaba el contorno borroso de Cuba.
Un desaliento lo culpaba por su poca malicia en que se gestaba una rebelión. Paseó su vista por los torreones de su fortaleza erizada de troneras por donde asomaban la boca de los cañones, para enfrentar a los franceses, si alguna vez volvieran. Sus muros los hizo amasar con barro y cal, melaza y sangre de toro, cachos y cascos de reses molidos para templarlos con dureza de piedra, pero nunca imaginó que allí lo esperaba su tumba por la rebelión de su gente.
Desde un torreón sus pupilas repitieron la candelada de sus alquerías, establos y plantaciones, allá en la llanada. Un hormiguero humano subía en su busca por la rampa empedrada con tizones en llamas entre los visos de los machetes en alto, para pasarle cuenta por años de rapiñas y brutalidades.
En los salones y pasadizos de la fortaleza no había lacayos, ujieres, cortesanos ni soldados. Sólo encontró a tres mozos que una vez compró a un barco negrero y los condenó al honor de ser sus pajes. Allí estaban atentos a su grito de amo con ojos de corderos asustados. Entonces les pidió que lo vistieran con su uniforme de ceremonias y lo sentaran en una poltrona de su alcoba. Rígido, esperaba con el bicornio napoleónico en su cabeza, entre sus piernas una pistoleta de bronce y plata que le había legado un cónsul inglés, y la mano en el gavilán de su espadín de gala. Caviló en instantes su propia historia que nacía de un padre esclavo bambara, liberado cuando a la isla llegaron los cambios de la Revolución Francesa. Volvía a su propio recuerdo de mozalbete la vez que se alistó como tamborilero en una “gens de couleur” que los colonos franceses mandaron a los colonos norteamericanos en la aventura de la independencia. Cuando regresó fue carpintero, cocinero y albañil. Entonces vino la “revolución de los negros” que le cambió la vida porque él y Alejandro Petion se alistaron bajo las órdenes de Jacques Dessalines que echó a los franceses y les dio libertad definitiva a los esclavos. Entonces como General, se tomó la parte norte de la isla para crear un reino, y Petion la parte sur para crear una república.
Ahora los tambores y gritos resonaban por los túneles y pasadizos de la Fortaleza. Pero él, ensimismado pensaba en su esposa, la reina María Luisa, en sus hijas las princesas Atenáis y Amatista protegidas por Solimán, su lacayo de confianza, quien las pondría en un buque hacia Italia. Temía por Víctor Enrique, su hijo, el Delfín, el heredero de su corona. Sabía que si caía en manos de la turba lo picarían a machete. Creyó oír, en esos momentos finales, la voz de Cornejo Braille, el Arzobispo, duque de Anse, su capuchino confesor, en el llanto de aquellas lejanas tardes cuando moribundo de hambre y sed lo maldecía en su tumba de adobes, porque ordenó que lo emparedaran en el propio palacio del Arzobispado por el delito de desear volver a Francia conociendo los secretos de su gobierno, de sus tropas y baluartes. Entonces ni la súplica de la reina abrazada a sus botas habían alcanzado el perdón para el arzobispo sentenciado. Quiso después desvanecer su crimen con la quema, bendecida por los frailes, de miles de muñecos vudú y de santería sacados de los ranchos de la negrería, aunque aún tuviera el temor recóndito en su alma de negro a Changó y Mochilanga, los dioses de carbón que se quedaron en los matorrales de África.
Los tres pajes esperaban tras la puerta del aposento. Sintieron la detonación. Ahí en la alfombra estaba el cuerpo del rey que moría entre estertores por un disparo en el corazón con una bala de oro.
Cargaron el cuerpo en una hamaca y a hombros lo sacaron. Un pie afuera le arrastraba la espuela que rayaba las baldosas. A prisa, en el patio de los aljibes colocaron su cuerpo sobre una pilastra de argamasa fresca que habían abandonado los albañiles cuando las timbas tocaban a manducumán.
La masa de mortero, sin prisa, poco a poco, se fue tragando el cuerpo. Así terminó “Su Majestad, Henri Christophe, soberano de Haití, de La Tortuga y otras islas por la gracia de Dios”, sepultado en su mausoleo de mezcla blanda, hundido en el naufragio final de su podrida grandeza, allá arriba, rasando las nubes, en el Gorro del Obispo.
Rodolfo Ortega Montero / EL PILÓN
Un repique de timbal salía de los montes. Luego fueron tambores que contestaban con brío aturdiendo la tarde.
Un repique de timbal salía de los montes. Luego fueron tambores que contestaban con brío aturdiendo la tarde. A la cumbre del Gorro del Obispo, desde la explanada, subieron las percusiones a los oídos de Henri Christophe I, el rey negro de Haití, que encerrado entre las murallas de su Fortaleza, supo lo que vendría cuando abriendo los ojos, expresó: ¡Están llamando a manducumán!.
Después oyó los gritos de sus sirvientes y de su guardia de corps abandonando las garitas y almenas, cuando huían bajando la rampa empedrada hacia el puente levadizo. Más allá se abrían los caminos de los montes.
Los tambores llamaban a la rebelión. Christophe I asimiló su desastre en esos instantes de desamparo. Sus generales, los ocho duques, los veintidós condes y sus cuarenta barones de pelucas blancas que se había inventado como una imitación de la corte de Versalles lo habían abandonado. Estaba a su suerte en la Ciudadela Ferriere, por otro nombre Sans Souci, que con sudores y golpizas de negros construía en la cumbre del Gorro del Obispo, la elevación de filosos declives desde la cual en los días soleados se adivinaba el contorno borroso de Cuba.
Un desaliento lo culpaba por su poca malicia en que se gestaba una rebelión. Paseó su vista por los torreones de su fortaleza erizada de troneras por donde asomaban la boca de los cañones, para enfrentar a los franceses, si alguna vez volvieran. Sus muros los hizo amasar con barro y cal, melaza y sangre de toro, cachos y cascos de reses molidos para templarlos con dureza de piedra, pero nunca imaginó que allí lo esperaba su tumba por la rebelión de su gente.
Desde un torreón sus pupilas repitieron la candelada de sus alquerías, establos y plantaciones, allá en la llanada. Un hormiguero humano subía en su busca por la rampa empedrada con tizones en llamas entre los visos de los machetes en alto, para pasarle cuenta por años de rapiñas y brutalidades.
En los salones y pasadizos de la fortaleza no había lacayos, ujieres, cortesanos ni soldados. Sólo encontró a tres mozos que una vez compró a un barco negrero y los condenó al honor de ser sus pajes. Allí estaban atentos a su grito de amo con ojos de corderos asustados. Entonces les pidió que lo vistieran con su uniforme de ceremonias y lo sentaran en una poltrona de su alcoba. Rígido, esperaba con el bicornio napoleónico en su cabeza, entre sus piernas una pistoleta de bronce y plata que le había legado un cónsul inglés, y la mano en el gavilán de su espadín de gala. Caviló en instantes su propia historia que nacía de un padre esclavo bambara, liberado cuando a la isla llegaron los cambios de la Revolución Francesa. Volvía a su propio recuerdo de mozalbete la vez que se alistó como tamborilero en una “gens de couleur” que los colonos franceses mandaron a los colonos norteamericanos en la aventura de la independencia. Cuando regresó fue carpintero, cocinero y albañil. Entonces vino la “revolución de los negros” que le cambió la vida porque él y Alejandro Petion se alistaron bajo las órdenes de Jacques Dessalines que echó a los franceses y les dio libertad definitiva a los esclavos. Entonces como General, se tomó la parte norte de la isla para crear un reino, y Petion la parte sur para crear una república.
Ahora los tambores y gritos resonaban por los túneles y pasadizos de la Fortaleza. Pero él, ensimismado pensaba en su esposa, la reina María Luisa, en sus hijas las princesas Atenáis y Amatista protegidas por Solimán, su lacayo de confianza, quien las pondría en un buque hacia Italia. Temía por Víctor Enrique, su hijo, el Delfín, el heredero de su corona. Sabía que si caía en manos de la turba lo picarían a machete. Creyó oír, en esos momentos finales, la voz de Cornejo Braille, el Arzobispo, duque de Anse, su capuchino confesor, en el llanto de aquellas lejanas tardes cuando moribundo de hambre y sed lo maldecía en su tumba de adobes, porque ordenó que lo emparedaran en el propio palacio del Arzobispado por el delito de desear volver a Francia conociendo los secretos de su gobierno, de sus tropas y baluartes. Entonces ni la súplica de la reina abrazada a sus botas habían alcanzado el perdón para el arzobispo sentenciado. Quiso después desvanecer su crimen con la quema, bendecida por los frailes, de miles de muñecos vudú y de santería sacados de los ranchos de la negrería, aunque aún tuviera el temor recóndito en su alma de negro a Changó y Mochilanga, los dioses de carbón que se quedaron en los matorrales de África.
Los tres pajes esperaban tras la puerta del aposento. Sintieron la detonación. Ahí en la alfombra estaba el cuerpo del rey que moría entre estertores por un disparo en el corazón con una bala de oro.
Cargaron el cuerpo en una hamaca y a hombros lo sacaron. Un pie afuera le arrastraba la espuela que rayaba las baldosas. A prisa, en el patio de los aljibes colocaron su cuerpo sobre una pilastra de argamasa fresca que habían abandonado los albañiles cuando las timbas tocaban a manducumán.
La masa de mortero, sin prisa, poco a poco, se fue tragando el cuerpo. Así terminó “Su Majestad, Henri Christophe, soberano de Haití, de La Tortuga y otras islas por la gracia de Dios”, sepultado en su mausoleo de mezcla blanda, hundido en el naufragio final de su podrida grandeza, allá arriba, rasando las nubes, en el Gorro del Obispo.
Rodolfo Ortega Montero / EL PILÓN