‘‘Un golpe de ataúd en tierra, es algo perfectamente serio’’ (Antonio Machado)
Quiero hacer un pequeño homenaje a mi padre Alfonso Cotes Querúz (Poncho Cotes) con la publicación de esta hermosa elegía ocurrida el dia de la muerte de la legendaria, famosa y querida “Vieja Sara”, para que dentro del folclor vallenato haga parte de su historia.
La Vieja Sara ha muerto de muerte natural y sin ningún anuncio. Úrsula Iguarán ante la sensación de que se le iba la vida, exclamó: ¿de manera que esto es la muerte? Y Amaranta, ante la premonición nítida de que se iba a morir, tejió su propia mortaja, con dilaciones voluntarias, antes de que se cumpliera el presagio inexorable.
La Vieja Sara se nos muere de sorpresa, sin la invasión de mariposas amarillas que asediaran el baño de Renata, y la última luz que hirió sus ojos, debió ser la tenue e intermitente luminosidad de unas cuantas luciérnagas y cocuyos que, por los rumbos de la serranía, perforan la obscuridad de las noches.
La sabana debió amanecer inundada de lágrimas, con el rocío de la madrugada, así como en mejores tiempos debió de sonreír al paso de Matilde Elina.
Ahora todo es orfandad: orfandad de sus hijos con el dolor ahogado en las gargantas. Orfandad de las aves y del canto de los manantiales. Orfandad nuestra, la de Rafael Escalona y la mía, que simbolizamos en ella a nuestras propias madres. Las motivaciones espirituales de El Plan han periclitado y los parajes y los sitios del recuerdo, que fueron cuna de nuestras alegrías, se han revestido de una apariencia luctuosa.
Como sofisma de consolación decimos que todo muere. Que se mueren el mar y las estrellas y se muere la montaña. Y Federico Nietzsche, en “Así hablaba Zaratustra’’, proclamó por boca de su Superhombre, que Dios había muerto, ante un rústico campesino que adoraba férvidamente la imagen del Creador del mundo.
Pero la Vieja Sara muere y es un símbolo de eternidad en el recuerdo. La fuente inagotable de una inspiración inefable que le inspiró a Rafael Escalona sus mejores cantos. Simón Salas debe haberle perdonado su destierro y ahora se asomará en la Sierra, no para ver las luces que alumbran El Plan, sino el tenue fulgor de unos candelabros o la reverberación de sus huesos en el “cementerio campesino donde unas vacas comprensivas se echan por calentar las sepulturas”.
Retrato su risa y su parloteo, sus brazos abiertos para el abrazo como una cruz de redención, el beso maternal, su casita de bahareque y techos de paja acogedora y humilde, en cuyos rincones se diluyen las últimas notas del acordeón de Toño Salas y de Emiliano Zuleta, para perderse en las dimensiones de la serranía.
Dice Leandro Díaz que “…del cariño queda el recuerdo y del olvido queda el dolor…”. A nosotros nos queda por los lados del cariño, el recuerdo permanente de algo que formó parte de nuestras vidas y el dolor, no del olvido, sino de la imagen desaparecida que se desdibuja en la materia y se materializa en nuestros sentimientos.
En medio de la desesperanza y del pesar, Rafa y yo tendremos que modificar el verso célebre, no para cantarlo con alegría sino para decir con los ojos velados por las lágrimas: “Ese soy yo y ponchocotes, llorando a la Vieja Sara”.
Junio 17 de 1975 (Ponchocotes).
Por: Fausto Cotes.











