Eran días de 1578. Juan Bautista de Monzón hacía su travesía por mar en el viaje a Las Indias, en ese buque de velas latinas que lo traía de un puerto español a la tan afamada Cartagena de Indias. Sería una humillación a su investidura de Visitador de Nuevo Reino de Granada si lo vieran temblando y casi desvanecido.
Eran días de 1578. Juan Bautista de Monzón hacía su travesía por mar en el viaje a Las Indias, en ese buque de velas latinas que lo traía de un puerto español a la tan afamada Cartagena de Indias. Sería una humillación a su investidura de Visitador de Nuevo Reino de Granada si lo vieran temblando y casi desvanecido.
Por eso los encierros en su camarote eran obligados donde mitigaba su mal de mareos con infusiones de una raicilla de sabor picante que los marinos llamaban jengibre, y metiendo la nariz en un tarro para aspirar el olor del anís estrujado en un majadero.
Le espantaba la idea que le sangraran las encías y se le cayeran los dientes por el mal del escorbuto a falta de verduras y alimentos frescos; o que se asomaran los galeones de los piratas ingleses que merodeaba los mares del Caribe, o que apareciera una borrasca que pusiera en apuros de hundimiento al San Simón, el velero donde venía haciendo viaje.
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Allí trabó amistad con Diego de Torres, un cacique mestizo y vivaracho que llevaba su mismo lugar de destino.
El Visitador traía instrucciones de Felipe II, para confiscar bienes y aún dar azotes, según la categoría del acusado, a los colonos y dueños de minas que les dieran maltratos a los indios, según las quejas escritas del propio Diego de Torres quien estaba devuelta de Madrid, de la mismísima Corte, en esos afanes de denuncias por los crímenes cometidos a los indios de su cacicazgo.
Después del reposo en el puerto caribe, tomó almadía para subir por el río de La Magdalena. La noticia de su misión lo había antecedido y por eso fue mal mirado de las mismas autoridades coloniales. No hubo cabalgatas, bailes de saraos, ni una misa cantada que en tales casos eran de rigor en la bienvenida de un aseñorado funcionario del rey cuando llegaba a la capital de Nuevo Reino de Granada. Con celo de su parte en el cumplimiento de su cargo y el recelo por eso mismo de los oidores, comenzó a dar penas severas. Eso le abundó sinsabores y ratos duros en su vida de riguroso juez.
Para los momentos en que él llegaba, el regreso de Diego de Torres, el quejoso cacique de Turmequé, causaba entusiasmo entre las tribus, lo que era motivo de sospecha de un alzamiento de ellos.
Para esa época, llegaban noticias de haberse visto turbas de indios que desde Los Llanos marchaban a Santafé, y otros daban testimonio que partidas de caribes subían la cordillera en apoyo en una revuelta de los muiscas. Se decía entonces que la cabeza de esa insurrección era el cacique de Turmequé, alzado en armas contra el rey de España.
Oía la primera misa Miguel de Orozco, Fiscal de la Real Audiencia, en el convento de San Agustín, todos los días, para ver a una dama que allí tenía silla. Miradas y sonrisas había entre ellos y después se pasó a recados que una criada llevaba alimentando unos amores mal visto porque la tal dama era la esposa de un capitán de caballería.
Algunos encuentros hubo entre ellos que a oídos llegó de la esposa del Fiscal. Ardida de celos, ella pidió una entrevista con el visitador Monzón, en la cual le puso al descubierto el romance de su esposo. Prometió el Visitador hacer una amonestación discreta a la dama de la aventura para hacerle quite a un escándalo que mancillara unos apellidos de buena fama, pero en los toques y respuestas cuando eso ocurrió, ella, altiva, ofendió con frases de agravios a Monzón, y no quiso poner remedio a la falta de fidelidad en el sacramento de su matrimonio.
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Antes, por lo contrario, con el demonio en el alma, puso condición a su amante el fiscal Orozco, en no complacerlo más con sus favores de mujer si no daba muerte a ese Visitador, y a su propio marido, el capitán de caballería traicionado. Entonces el Fiscal tejió un plan para cumplir la promesa de los dos asesinatos. Fue cuando hizo correr el rumor del alzamiento indígena.
Una noche mandó repicar las campanas dando la alarma de una invasión de indios que entrarían a las calles santafereñas. Vestidos con apuro algunos de los avecindados corrieron a ocultarse a los montes y otros más tomaron refugio dentro de las iglesias. A dos arcabuceros los apostó el Fiscal en una esquina por donde se esperaba que pasara el capitán para tomar el mando de sus hombres en aquellos aprietos de invasión.
Una calentura hizo que dicho capitán enviara recado a otro para que comandara a sus hombres a caballo, por lo que no se pudo hacer gestión de su asesinato en medio del desorden y el pánico como era lo planeado. Al amanecer no había rastros de indios por el contorno con lo cual se sosegó la población con un trasnocho de terror.
Luego apareció una carta escrita con el puño de Diego de Torres, el cacique de Turmequé, pues según decían era su firma, enviada al licenciado Monzón, incitando a la rebelión. La carta fue entregada a la Real Audiencia y era una inculpación contra el Visitador para hacerlo aparecer como traidor a su rey, lo que se penaba con la muerte.
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El fiscal Orozco y los oidores, mandaron al Alguacil Mayor para poner en la cárcel a Monzón, pero cuando subió al aposento de éste en compañía de dos alguaciles más, fueron enfrentados por el mismo Visitador que armado con una partisana les tiraba tajos con palabras de insulto, con lo cual se fueron con las manos vacías.
Entonces el arzobispo Luis Zapata de Cárdenas, tomó camino en una mula a la casa de Monzón para convencerlo que se entregara a la justicia. Con frases de cortesía, el Visitador rehusó la invitación. Luego el Fiscal acompañado de más de cien hombres, se fue a hacer el apresamiento.
Salió, ante el bullicio que metía tal tropa un sobrino del Visitador para averiguar el propósito de tanta gente alebrestada en casa de su tío. Diego de Ospina, Capitán del Sello Real, le apuntó con una pistola de llave, pero como no le prendió fuego, con ella le dio un golpe entre las cejas que lo tendió a sus pies. Abajo en el patio de la casa, un mestizo, criado del Visitador, medía su espada con las de muchos hombres hasta cuando herido pudo ganar la calle. De una alcoba sacaron a Monzón alzado en brazos, haciendo protestaciones por el atropello. Preso el Visitador, el Fiscal puso la mira entonces en quitarle la vida.
Con la sospecha que tramaban su muerte, el licenciado Monzón sólo comía de la mano de fray Juan de Perquera, quien solía traerle en la manga de su sotana unos huevos cocidos, pan y vino en una vinajera, durante el tiempo de su cautiverio.
El fiscal Miguel de Orozco no cedía en su empeño de asesinarlo dando razones de tal conveniencia al oidor Pedro Zorrilla. La idea era ahorcar al Visitador y simular que se había colgado. Uno de los que estaban en tal secreto, arrepentido, en confesión lo reveló a un fraile con el encargo de que hiciera diligencia en estropear el plan.
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Dio aviso el fraile al regidor Nicolás de Sepúlveda sin revelar el nombre del confesante por ser secreto de religión. Entonces Sepúlveda, pidió al preso bajo su custodia con el ofrecimiento de una fianza. Los de la Real Audiencia consideraron un desacato esa petición y pusieron entre rejas al Regidor, amenazándole con cortarle la cabeza. Pidió éste licencia para hablar en audiencia en respuesta de los cargos que le hacían.
Entonces dejó sin máscara el amancebamiento del licenciado Orozco, el Fiscal, con la dama de un capitán de caballería diciendo nombres, haciéndolo responsable de la carta falsa que Diego de Torres le enviaba a Monzón, el invento del alzamiento de aquél con sus indios, el pánico de la población, de querer dar muerte al Visitador en secreto. Ante tales denuncias, los oidores de la Real Audiencia dejaron libre al regidor Sepúlveda pero nada definieron de la suerte de Monzón quien continuó en un calabozo.
El Fiscal seguía en su afán de quitarle la vida a Monzón, para lo cual influía en el ánimo del oidor Zorrilla. Cediendo éste a las intenciones de Orozco, por ser débil y sin temple de genio, se dieron cita en la Real Audiencia a la media noche. Envuelta en una pelliza, sospechosa la esposa de Zorrilla de que algo se tramaba, se fue a la casona de la cita y allí convenció al portero que le permitiera ocultarse adentro.
A la hora convenida el Fiscal y su marido llegaron quitándose sus capas y encendiendo velas para hacer lumbre. Ella pudo oír lo que conversaban, y el toque de la campanilla cuando llamaban al portero para que fuera en busca del verdugo.
Entonces salió de su escondite gritando al Fiscal que no metiera a su esposo en asuntos tan feos. Se oyeron los gritos y pronto se amontonó la gente que se había despertado, entre ellos el Arzobispo del Nuevo Reino, los del Cabildo y algunos oficiales reales. De ahí en adelante se doblaron los centinelas del preso para evitar su asesinato.
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Un año después, en 1582, llegó a Santafé un nuevo Visitador, Juan Prieto de Orellana. Al descender del carruaje, se fue a las casas reales donde estaba preso Monzón, poniéndolo libre. Sólo entonces se ocupó de sus baúles. El liberado tomó rumbo a una capilla para hacer oración. El visitador Orellana abrió causa criminal contra el fiscal Orozco y el oidor Zorrilla, enviándolos presos a Castilla.
Al licenciado Monzón, le llegó cédula real para servir en la Real Audiencia de Lima, y para allá se fue con la misión, que iba bien con su talante, de seguir haciendo diligente y atinada justicia. Allá vivió otros tropiezos serios, pero eso son sucesos para otros folios que cualquier día escribiremos.
Casa de campo Las Trinitarias, Minakálwa (La Mina), territorio de la Sierra Nevada
Por: Rodolfo Ortega Montero / EL PILÓN
Eran días de 1578. Juan Bautista de Monzón hacía su travesía por mar en el viaje a Las Indias, en ese buque de velas latinas que lo traía de un puerto español a la tan afamada Cartagena de Indias. Sería una humillación a su investidura de Visitador de Nuevo Reino de Granada si lo vieran temblando y casi desvanecido.
Eran días de 1578. Juan Bautista de Monzón hacía su travesía por mar en el viaje a Las Indias, en ese buque de velas latinas que lo traía de un puerto español a la tan afamada Cartagena de Indias. Sería una humillación a su investidura de Visitador de Nuevo Reino de Granada si lo vieran temblando y casi desvanecido.
Por eso los encierros en su camarote eran obligados donde mitigaba su mal de mareos con infusiones de una raicilla de sabor picante que los marinos llamaban jengibre, y metiendo la nariz en un tarro para aspirar el olor del anís estrujado en un majadero.
Le espantaba la idea que le sangraran las encías y se le cayeran los dientes por el mal del escorbuto a falta de verduras y alimentos frescos; o que se asomaran los galeones de los piratas ingleses que merodeaba los mares del Caribe, o que apareciera una borrasca que pusiera en apuros de hundimiento al San Simón, el velero donde venía haciendo viaje.
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Allí trabó amistad con Diego de Torres, un cacique mestizo y vivaracho que llevaba su mismo lugar de destino.
El Visitador traía instrucciones de Felipe II, para confiscar bienes y aún dar azotes, según la categoría del acusado, a los colonos y dueños de minas que les dieran maltratos a los indios, según las quejas escritas del propio Diego de Torres quien estaba devuelta de Madrid, de la mismísima Corte, en esos afanes de denuncias por los crímenes cometidos a los indios de su cacicazgo.
Después del reposo en el puerto caribe, tomó almadía para subir por el río de La Magdalena. La noticia de su misión lo había antecedido y por eso fue mal mirado de las mismas autoridades coloniales. No hubo cabalgatas, bailes de saraos, ni una misa cantada que en tales casos eran de rigor en la bienvenida de un aseñorado funcionario del rey cuando llegaba a la capital de Nuevo Reino de Granada. Con celo de su parte en el cumplimiento de su cargo y el recelo por eso mismo de los oidores, comenzó a dar penas severas. Eso le abundó sinsabores y ratos duros en su vida de riguroso juez.
Para los momentos en que él llegaba, el regreso de Diego de Torres, el quejoso cacique de Turmequé, causaba entusiasmo entre las tribus, lo que era motivo de sospecha de un alzamiento de ellos.
Para esa época, llegaban noticias de haberse visto turbas de indios que desde Los Llanos marchaban a Santafé, y otros daban testimonio que partidas de caribes subían la cordillera en apoyo en una revuelta de los muiscas. Se decía entonces que la cabeza de esa insurrección era el cacique de Turmequé, alzado en armas contra el rey de España.
Oía la primera misa Miguel de Orozco, Fiscal de la Real Audiencia, en el convento de San Agustín, todos los días, para ver a una dama que allí tenía silla. Miradas y sonrisas había entre ellos y después se pasó a recados que una criada llevaba alimentando unos amores mal visto porque la tal dama era la esposa de un capitán de caballería.
Algunos encuentros hubo entre ellos que a oídos llegó de la esposa del Fiscal. Ardida de celos, ella pidió una entrevista con el visitador Monzón, en la cual le puso al descubierto el romance de su esposo. Prometió el Visitador hacer una amonestación discreta a la dama de la aventura para hacerle quite a un escándalo que mancillara unos apellidos de buena fama, pero en los toques y respuestas cuando eso ocurrió, ella, altiva, ofendió con frases de agravios a Monzón, y no quiso poner remedio a la falta de fidelidad en el sacramento de su matrimonio.
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Antes, por lo contrario, con el demonio en el alma, puso condición a su amante el fiscal Orozco, en no complacerlo más con sus favores de mujer si no daba muerte a ese Visitador, y a su propio marido, el capitán de caballería traicionado. Entonces el Fiscal tejió un plan para cumplir la promesa de los dos asesinatos. Fue cuando hizo correr el rumor del alzamiento indígena.
Una noche mandó repicar las campanas dando la alarma de una invasión de indios que entrarían a las calles santafereñas. Vestidos con apuro algunos de los avecindados corrieron a ocultarse a los montes y otros más tomaron refugio dentro de las iglesias. A dos arcabuceros los apostó el Fiscal en una esquina por donde se esperaba que pasara el capitán para tomar el mando de sus hombres en aquellos aprietos de invasión.
Una calentura hizo que dicho capitán enviara recado a otro para que comandara a sus hombres a caballo, por lo que no se pudo hacer gestión de su asesinato en medio del desorden y el pánico como era lo planeado. Al amanecer no había rastros de indios por el contorno con lo cual se sosegó la población con un trasnocho de terror.
Luego apareció una carta escrita con el puño de Diego de Torres, el cacique de Turmequé, pues según decían era su firma, enviada al licenciado Monzón, incitando a la rebelión. La carta fue entregada a la Real Audiencia y era una inculpación contra el Visitador para hacerlo aparecer como traidor a su rey, lo que se penaba con la muerte.
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El fiscal Orozco y los oidores, mandaron al Alguacil Mayor para poner en la cárcel a Monzón, pero cuando subió al aposento de éste en compañía de dos alguaciles más, fueron enfrentados por el mismo Visitador que armado con una partisana les tiraba tajos con palabras de insulto, con lo cual se fueron con las manos vacías.
Entonces el arzobispo Luis Zapata de Cárdenas, tomó camino en una mula a la casa de Monzón para convencerlo que se entregara a la justicia. Con frases de cortesía, el Visitador rehusó la invitación. Luego el Fiscal acompañado de más de cien hombres, se fue a hacer el apresamiento.
Salió, ante el bullicio que metía tal tropa un sobrino del Visitador para averiguar el propósito de tanta gente alebrestada en casa de su tío. Diego de Ospina, Capitán del Sello Real, le apuntó con una pistola de llave, pero como no le prendió fuego, con ella le dio un golpe entre las cejas que lo tendió a sus pies. Abajo en el patio de la casa, un mestizo, criado del Visitador, medía su espada con las de muchos hombres hasta cuando herido pudo ganar la calle. De una alcoba sacaron a Monzón alzado en brazos, haciendo protestaciones por el atropello. Preso el Visitador, el Fiscal puso la mira entonces en quitarle la vida.
Con la sospecha que tramaban su muerte, el licenciado Monzón sólo comía de la mano de fray Juan de Perquera, quien solía traerle en la manga de su sotana unos huevos cocidos, pan y vino en una vinajera, durante el tiempo de su cautiverio.
El fiscal Miguel de Orozco no cedía en su empeño de asesinarlo dando razones de tal conveniencia al oidor Pedro Zorrilla. La idea era ahorcar al Visitador y simular que se había colgado. Uno de los que estaban en tal secreto, arrepentido, en confesión lo reveló a un fraile con el encargo de que hiciera diligencia en estropear el plan.
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Entonces dejó sin máscara el amancebamiento del licenciado Orozco, el Fiscal, con la dama de un capitán de caballería diciendo nombres, haciéndolo responsable de la carta falsa que Diego de Torres le enviaba a Monzón, el invento del alzamiento de aquél con sus indios, el pánico de la población, de querer dar muerte al Visitador en secreto. Ante tales denuncias, los oidores de la Real Audiencia dejaron libre al regidor Sepúlveda pero nada definieron de la suerte de Monzón quien continuó en un calabozo.
El Fiscal seguía en su afán de quitarle la vida a Monzón, para lo cual influía en el ánimo del oidor Zorrilla. Cediendo éste a las intenciones de Orozco, por ser débil y sin temple de genio, se dieron cita en la Real Audiencia a la media noche. Envuelta en una pelliza, sospechosa la esposa de Zorrilla de que algo se tramaba, se fue a la casona de la cita y allí convenció al portero que le permitiera ocultarse adentro.
A la hora convenida el Fiscal y su marido llegaron quitándose sus capas y encendiendo velas para hacer lumbre. Ella pudo oír lo que conversaban, y el toque de la campanilla cuando llamaban al portero para que fuera en busca del verdugo.
Entonces salió de su escondite gritando al Fiscal que no metiera a su esposo en asuntos tan feos. Se oyeron los gritos y pronto se amontonó la gente que se había despertado, entre ellos el Arzobispo del Nuevo Reino, los del Cabildo y algunos oficiales reales. De ahí en adelante se doblaron los centinelas del preso para evitar su asesinato.
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Un año después, en 1582, llegó a Santafé un nuevo Visitador, Juan Prieto de Orellana. Al descender del carruaje, se fue a las casas reales donde estaba preso Monzón, poniéndolo libre. Sólo entonces se ocupó de sus baúles. El liberado tomó rumbo a una capilla para hacer oración. El visitador Orellana abrió causa criminal contra el fiscal Orozco y el oidor Zorrilla, enviándolos presos a Castilla.
Al licenciado Monzón, le llegó cédula real para servir en la Real Audiencia de Lima, y para allá se fue con la misión, que iba bien con su talante, de seguir haciendo diligente y atinada justicia. Allá vivió otros tropiezos serios, pero eso son sucesos para otros folios que cualquier día escribiremos.
Casa de campo Las Trinitarias, Minakálwa (La Mina), territorio de la Sierra Nevada
Por: Rodolfo Ortega Montero / EL PILÓN