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Crónica - 4 diciembre, 2019

En el candor de La Colonia

Esa tarde de 1551, la taberna de Nueva Segovia de Barquisimeto estaba apiñada de tahúres, busconas y malvivientes. Hernando de Manrique, que otros dicen de Hinojosa, allí, echaba a la suerte de los dados, la suerte de Inés, su hija mayor.

Esa tarde de 1551, la taberna de Nueva Segovia de Barquisimeto estaba apiñada de tahúres, busconas y malvivientes. Hernando de Manrique, que otros dicen de Hinojosa, allí, echaba a la suerte de los dados, la suerte de Inés, su hija mayor. Ante sí tenía al otro apostador que le iba al azar con unas onzas de oro. Su nombre era Pedro de Ávila, dueño de tierras de encomienda en La Concepción de Tocuy, Capitanía de Venezuela.

Inés, la dama del relato, era hija de madre india, una caquetía que salvó la vida de su padre Hernando, la vez que lo sacó medio ahogado cuando la barca en que viajaba se despedazó frente a la costa con unos peñascos a ras de agua. Éste, con ella había tenido dos hijas: Inés y Juana.

Pedro de Ávila que con un doble seis de dados había conseguido esposa, tampoco salía de las tabernas donde malgastaba entre damiselas de vida retozona, juegos de mesa y ron que en barriles traían de los mares antillanos. Un día, apareció un virtuoso de la vihuela que también adiestraba en danzas. Jorge Voto era su nombre. Su presencia rompió la rutina del poblado con la asistencia de damitas a los ensayos del músico y bailarín.

Con la anuencia de su esposo, doña Inés de Hinojosa asistía a la enseñanza de esas artes. Afable y cortés, Jorge Voto ganaba simpatía en ella hasta que nació una mutua pasión que con los días no tuvo medida ni freno. Los enamorados, ya más íntimos, trataron el tema de quitar de en medio al marido estorboso. Entonces concibieron el deseo del crimen.
Un día Jorge Voto hizo carga con sus ropas dando razones de montar escuela de danza en otro lugar.

En una mula hizo tres días de camino que luego deshizo en tres noches, pues volviendo sobre sus pasos llegó hasta los linderos de la población, ató su bestia en un bosquecito aledaño y como estaba sabido de los sitios y horas que frecuentaba Pedro de Ávila, se tomó el tiempo para acecharlo esa noche en una esquina, de manera que cuando aquél daba pasos a su casa, le salió y con su estoque lo pasó dejándolo tendido. Sin ser visto, tomó la cabalgadura y se fue por donde había venido.

Por cartas de condolencia los amantes se comunicaban. A poco ella malvendió los bienes de su esposo y en compañía de su hermana Juana, tomó el rumbo de Pamplona, la misma villa donde la esperaba su maestro de danza y vihuela.

Otro día deciden irse a las mesetas calvas de los zaques de Tunja. Tres carretas cargaron sus baúles hasta llegar a una casa en la calle de la Plaza de Armas, contigua con la de Pedro Bravo de Rivera, conocido dueño de encomienda por los rumbos de Chivatá. Una lista de damas con apellidos de distinción asistían a las lecciones de Jorge Voto, quien, deseando expandir su fama, de vez en cuando iba a Santafé, la capital de Nuevo Reino de Granada, en presentaciones de su arte. Inés, su esposa, que a su espera vivía, veía pasar los días sola en su casa de Tunja.

Para hacer quite a tedios buscaba el trato en visitas sociales. Así formó amistad con Pedro Bravo de Rivera, de quien admiraba su indumentaria de condotiero con plumas en sombrero de alas anchas y los toisones de su barba renegrida y abundante. De la amistad se pasó a la lisonja, de ésta a la galantería y de ésta última a un romance que por lo prohibido se volvió brioso y tormentoso. A un extremo de locura llegó la pasión, que Pedro Bravo dispuso dentro de su casa que su alcoba coincidiera con la alcoba de la casa de ella, e hizo un hueco en la pared disimulado por algún mueble de parapeto, por donde él entraba sin ser visto a cualquier hora a solazarse con ella.

Pedro Bravo, para encubrir sus amores de pecado, aparentó que estaba prendado de doña Juana. Pidió su mano en casamiento, lo que fue del inocente gusto de Jorge Voto dando puerta libre de su casa al supuesto galán de su cuñada.

Inés de Hinojosa con don Pedro Bravo quiso repetir en Jorge Voto la muerte que con él dio a Pedro de Ávila, su primer marido. Tratado el asunto, quisieron atraerse a don Hernando Bravo, hermano mestizo del anterior, para que ayudara en el plan del asesinato, pero éste en un principio se resistió afeando el hecho porque “no era de bien nacidos cristianos ejecutar ese acto de abominación”, con lo cual las relaciones de ellos quedaron desabridas. Pedro de Ávila entonces acudió a un sacristán muy amigo suyo llamado Pedro de Hungría para que, entrando en el plan, también convenciera al hermano esquivo.

Malos ojos ponía en esa relación, que ya estaba en los comentarios de Tunja, la madre de Pedro Bravo, lo que fue pretexto para que éste encargara a Jorge Voto de conseguir licencia de su casamiento con Juana ante el Arzobispo en Santafé, con lo cual el músico preparó viaje hacia aquella ciudad. Para cumplir lo encomendado, un medio día Jorge Voto cabalgó de Tunja hasta una venta vecina del río Teatino. Procuró pasar la noche en esa posada. A la distancia, fue seguido desde su salida por Hernán Bravo y Pedro de Hungría.

El primero con atavío de indio entró a la alcoba donde Voto dormía, pero no queriéndole apuñalar le haló de un pie para que despertara. Grandes gritos dio el vihuelista creyendo que en la posada había ladrones. Hernán Bravo huyó al monte hacia el sitio donde lo esperaba Pedro de Hungría. Fracasado el intento, regresaron. Entonces Pedro Bravo mandó posta a Jorge Voto para que en el punto de camino donde se encontrara, regresara a Tunja “por ya saber su madre el motivo oculto de su diligencia”.

Pasó el tiempo y los amantes acordaron quitarle la vida a Voto en los mismos ejidos de Tunja. Un viernes se hizo una cena en casa de doña Inés donde sólo fueron invitados los concertados para el crimen. Fue una velada feliz y en algún momento de ella, dijo Pedro Bravo a Jorge Voto:
-Queréisme acompañar esta noche a ver unas damas que me han rogado que allá os lleve?

Pedro de Hungría y Hernán Bravo pidieron dispensa y se retiraron de allí. Luego se vistieron de mujer y envueltos en unas mantas por ser noche de viento helado, se fueron a esperar en la quebrada de Santa Lucía.

Sería casi media noche cuando Pedro Bravo y Jorge Voto salieron de la casa, al encuentro de las damas que estarían esperando. Entonces encaminaron sus pasos hacia la quebrada. Dos bultos blancos aparecieron en la distancia y cuando estaban llegando a ellos, don Pedro Bravo atravesó hasta la empuñadura con una estocada al desprevenido músico.

Había madrugado la gente para proveerse de agua en la quebrada y siguiendo el rastro de sangre hallaron el cuerpo. A estos bullicios salió doña Inés de su casa dando gritos de dolor y a pedir justicia. El Corregidor, por algunas hablillas que había oído, mandó ponerla presa.

Ese sábado las campanas llamaron a misa. Entró la gente a la iglesia y con ella Pedro Bravo que se hizo en el coro. Llegóse a él el Corregidor y poniéndole grilletes de mano, le dijo: “Desde aquí oiremos misa”.

El escribano, Vaca de apellido, y cuñado de Pedro Bravo, no sabía lo que pasaba en la iglesia, y razonando que éste pudiera tener implicaciones en el asesinato, fue a su casa, pero no había nadie. Queriéndolo salvar, ensilló un caballo en la caballeriza de aquél, arrimándole una lanza y una bolsa con ochocientos pesos de oro para que huyera.

El sacristán Pedro de Hungría ayudaba al cura en la misa. Al momento de servirle en las vinajeras, viendo éste que aquél tenía la manga de la camisa manchada de sangre, díjole: “¡Traidor! ¿Por ventura has estado en la muerte de este hombre?” A lo que contestó que nada tenía que ver con ella.

El Presidente de la Real Audiencia, Andrés Díaz Venero de Leiva, recibió tal noticia por pliego que a sus manos llegó enviado por el Corregidor de Tunja, don Juan de Villalobos. Dos días después estaba en la Sala de Audiencias en esta última ciudad apoltronado en un sillón alto. Sobresalía su figura en el estrado vestida con casaca negra y peluca empolvada, así como el blanco de su camisa con cuello de lechuguillas. Un escribano daba lectura a las acusaciones de la causa.

Se supo entonces toda la verdad por la misma Inés. Pedro de Hungría cuando vio la mala cara del asunto, no bien acabada la misa aquella y sin saber lo que sucedía en el coro, se había ido a la casa de Pedro Bravo de Rivera tratando de comentarle la fea situación de las averiguaciones. No encontró a nadie sino un caballo que el escribano Vaca había ensillado en el patio y montándolo tomó el camino de Honda para huir corriente abajo por el río de La Magdalena sin que nunca más se supiera de él. Hernán Bravo, apenas se escondió entre una labranza de maíz. Lo descubrieron unos muchachos que dieron aviso, con lo cual lo arrearon amarrado los guardias.

El Presidente hizo lectura de su sentencia: Pedro Bravo de Rivera debía morir degollado con la confiscación de sus bienes entre ellos la encomienda de Chivatá. Su hermano Hernán Bravo de Rivera debía ser suspendido de una cuerda por el cuello en la esquina de la calle de Jorge Voto. Inés de Hinojosa debía ser ahorcada en un árbol que había frente a la puerta de su casa. Pedro de Hungría, que había huido, debía ser muerto con pena de garrote vil, si apareciera en algún punto de los dominios de España.

Por años, en horas de alta noche y de luna clara, cuando transitaban por la empedrada Calle del Árbol, los tunjanos creían ver el fantasma de Inés de Hinojosa colgado con traje blanco del arrayán donde fue ahorcada, el pelo negro libre al viento y el perro de ella al lado dando aullidos, tal como ocurrió por días hasta que murió de tristeza una noche de aquellos tiempos de candor en La Colonia.

Casa de Campo Las Trinitarias, Minakálwa (La Mina), territorio de la Sierra Nevada .

Por: Rodolfo Ortega Montero.

Crónica
4 diciembre, 2019

En el candor de La Colonia

Esa tarde de 1551, la taberna de Nueva Segovia de Barquisimeto estaba apiñada de tahúres, busconas y malvivientes. Hernando de Manrique, que otros dicen de Hinojosa, allí, echaba a la suerte de los dados, la suerte de Inés, su hija mayor.


Esa tarde de 1551, la taberna de Nueva Segovia de Barquisimeto estaba apiñada de tahúres, busconas y malvivientes. Hernando de Manrique, que otros dicen de Hinojosa, allí, echaba a la suerte de los dados, la suerte de Inés, su hija mayor. Ante sí tenía al otro apostador que le iba al azar con unas onzas de oro. Su nombre era Pedro de Ávila, dueño de tierras de encomienda en La Concepción de Tocuy, Capitanía de Venezuela.

Inés, la dama del relato, era hija de madre india, una caquetía que salvó la vida de su padre Hernando, la vez que lo sacó medio ahogado cuando la barca en que viajaba se despedazó frente a la costa con unos peñascos a ras de agua. Éste, con ella había tenido dos hijas: Inés y Juana.

Pedro de Ávila que con un doble seis de dados había conseguido esposa, tampoco salía de las tabernas donde malgastaba entre damiselas de vida retozona, juegos de mesa y ron que en barriles traían de los mares antillanos. Un día, apareció un virtuoso de la vihuela que también adiestraba en danzas. Jorge Voto era su nombre. Su presencia rompió la rutina del poblado con la asistencia de damitas a los ensayos del músico y bailarín.

Con la anuencia de su esposo, doña Inés de Hinojosa asistía a la enseñanza de esas artes. Afable y cortés, Jorge Voto ganaba simpatía en ella hasta que nació una mutua pasión que con los días no tuvo medida ni freno. Los enamorados, ya más íntimos, trataron el tema de quitar de en medio al marido estorboso. Entonces concibieron el deseo del crimen.
Un día Jorge Voto hizo carga con sus ropas dando razones de montar escuela de danza en otro lugar.

En una mula hizo tres días de camino que luego deshizo en tres noches, pues volviendo sobre sus pasos llegó hasta los linderos de la población, ató su bestia en un bosquecito aledaño y como estaba sabido de los sitios y horas que frecuentaba Pedro de Ávila, se tomó el tiempo para acecharlo esa noche en una esquina, de manera que cuando aquél daba pasos a su casa, le salió y con su estoque lo pasó dejándolo tendido. Sin ser visto, tomó la cabalgadura y se fue por donde había venido.

Por cartas de condolencia los amantes se comunicaban. A poco ella malvendió los bienes de su esposo y en compañía de su hermana Juana, tomó el rumbo de Pamplona, la misma villa donde la esperaba su maestro de danza y vihuela.

Otro día deciden irse a las mesetas calvas de los zaques de Tunja. Tres carretas cargaron sus baúles hasta llegar a una casa en la calle de la Plaza de Armas, contigua con la de Pedro Bravo de Rivera, conocido dueño de encomienda por los rumbos de Chivatá. Una lista de damas con apellidos de distinción asistían a las lecciones de Jorge Voto, quien, deseando expandir su fama, de vez en cuando iba a Santafé, la capital de Nuevo Reino de Granada, en presentaciones de su arte. Inés, su esposa, que a su espera vivía, veía pasar los días sola en su casa de Tunja.

Para hacer quite a tedios buscaba el trato en visitas sociales. Así formó amistad con Pedro Bravo de Rivera, de quien admiraba su indumentaria de condotiero con plumas en sombrero de alas anchas y los toisones de su barba renegrida y abundante. De la amistad se pasó a la lisonja, de ésta a la galantería y de ésta última a un romance que por lo prohibido se volvió brioso y tormentoso. A un extremo de locura llegó la pasión, que Pedro Bravo dispuso dentro de su casa que su alcoba coincidiera con la alcoba de la casa de ella, e hizo un hueco en la pared disimulado por algún mueble de parapeto, por donde él entraba sin ser visto a cualquier hora a solazarse con ella.

Pedro Bravo, para encubrir sus amores de pecado, aparentó que estaba prendado de doña Juana. Pidió su mano en casamiento, lo que fue del inocente gusto de Jorge Voto dando puerta libre de su casa al supuesto galán de su cuñada.

Inés de Hinojosa con don Pedro Bravo quiso repetir en Jorge Voto la muerte que con él dio a Pedro de Ávila, su primer marido. Tratado el asunto, quisieron atraerse a don Hernando Bravo, hermano mestizo del anterior, para que ayudara en el plan del asesinato, pero éste en un principio se resistió afeando el hecho porque “no era de bien nacidos cristianos ejecutar ese acto de abominación”, con lo cual las relaciones de ellos quedaron desabridas. Pedro de Ávila entonces acudió a un sacristán muy amigo suyo llamado Pedro de Hungría para que, entrando en el plan, también convenciera al hermano esquivo.

Malos ojos ponía en esa relación, que ya estaba en los comentarios de Tunja, la madre de Pedro Bravo, lo que fue pretexto para que éste encargara a Jorge Voto de conseguir licencia de su casamiento con Juana ante el Arzobispo en Santafé, con lo cual el músico preparó viaje hacia aquella ciudad. Para cumplir lo encomendado, un medio día Jorge Voto cabalgó de Tunja hasta una venta vecina del río Teatino. Procuró pasar la noche en esa posada. A la distancia, fue seguido desde su salida por Hernán Bravo y Pedro de Hungría.

El primero con atavío de indio entró a la alcoba donde Voto dormía, pero no queriéndole apuñalar le haló de un pie para que despertara. Grandes gritos dio el vihuelista creyendo que en la posada había ladrones. Hernán Bravo huyó al monte hacia el sitio donde lo esperaba Pedro de Hungría. Fracasado el intento, regresaron. Entonces Pedro Bravo mandó posta a Jorge Voto para que en el punto de camino donde se encontrara, regresara a Tunja “por ya saber su madre el motivo oculto de su diligencia”.

Pasó el tiempo y los amantes acordaron quitarle la vida a Voto en los mismos ejidos de Tunja. Un viernes se hizo una cena en casa de doña Inés donde sólo fueron invitados los concertados para el crimen. Fue una velada feliz y en algún momento de ella, dijo Pedro Bravo a Jorge Voto:
-Queréisme acompañar esta noche a ver unas damas que me han rogado que allá os lleve?

Pedro de Hungría y Hernán Bravo pidieron dispensa y se retiraron de allí. Luego se vistieron de mujer y envueltos en unas mantas por ser noche de viento helado, se fueron a esperar en la quebrada de Santa Lucía.

Sería casi media noche cuando Pedro Bravo y Jorge Voto salieron de la casa, al encuentro de las damas que estarían esperando. Entonces encaminaron sus pasos hacia la quebrada. Dos bultos blancos aparecieron en la distancia y cuando estaban llegando a ellos, don Pedro Bravo atravesó hasta la empuñadura con una estocada al desprevenido músico.

Había madrugado la gente para proveerse de agua en la quebrada y siguiendo el rastro de sangre hallaron el cuerpo. A estos bullicios salió doña Inés de su casa dando gritos de dolor y a pedir justicia. El Corregidor, por algunas hablillas que había oído, mandó ponerla presa.

Ese sábado las campanas llamaron a misa. Entró la gente a la iglesia y con ella Pedro Bravo que se hizo en el coro. Llegóse a él el Corregidor y poniéndole grilletes de mano, le dijo: “Desde aquí oiremos misa”.

El escribano, Vaca de apellido, y cuñado de Pedro Bravo, no sabía lo que pasaba en la iglesia, y razonando que éste pudiera tener implicaciones en el asesinato, fue a su casa, pero no había nadie. Queriéndolo salvar, ensilló un caballo en la caballeriza de aquél, arrimándole una lanza y una bolsa con ochocientos pesos de oro para que huyera.

El sacristán Pedro de Hungría ayudaba al cura en la misa. Al momento de servirle en las vinajeras, viendo éste que aquél tenía la manga de la camisa manchada de sangre, díjole: “¡Traidor! ¿Por ventura has estado en la muerte de este hombre?” A lo que contestó que nada tenía que ver con ella.

El Presidente de la Real Audiencia, Andrés Díaz Venero de Leiva, recibió tal noticia por pliego que a sus manos llegó enviado por el Corregidor de Tunja, don Juan de Villalobos. Dos días después estaba en la Sala de Audiencias en esta última ciudad apoltronado en un sillón alto. Sobresalía su figura en el estrado vestida con casaca negra y peluca empolvada, así como el blanco de su camisa con cuello de lechuguillas. Un escribano daba lectura a las acusaciones de la causa.

Se supo entonces toda la verdad por la misma Inés. Pedro de Hungría cuando vio la mala cara del asunto, no bien acabada la misa aquella y sin saber lo que sucedía en el coro, se había ido a la casa de Pedro Bravo de Rivera tratando de comentarle la fea situación de las averiguaciones. No encontró a nadie sino un caballo que el escribano Vaca había ensillado en el patio y montándolo tomó el camino de Honda para huir corriente abajo por el río de La Magdalena sin que nunca más se supiera de él. Hernán Bravo, apenas se escondió entre una labranza de maíz. Lo descubrieron unos muchachos que dieron aviso, con lo cual lo arrearon amarrado los guardias.

El Presidente hizo lectura de su sentencia: Pedro Bravo de Rivera debía morir degollado con la confiscación de sus bienes entre ellos la encomienda de Chivatá. Su hermano Hernán Bravo de Rivera debía ser suspendido de una cuerda por el cuello en la esquina de la calle de Jorge Voto. Inés de Hinojosa debía ser ahorcada en un árbol que había frente a la puerta de su casa. Pedro de Hungría, que había huido, debía ser muerto con pena de garrote vil, si apareciera en algún punto de los dominios de España.

Por años, en horas de alta noche y de luna clara, cuando transitaban por la empedrada Calle del Árbol, los tunjanos creían ver el fantasma de Inés de Hinojosa colgado con traje blanco del arrayán donde fue ahorcada, el pelo negro libre al viento y el perro de ella al lado dando aullidos, tal como ocurrió por días hasta que murió de tristeza una noche de aquellos tiempos de candor en La Colonia.

Casa de Campo Las Trinitarias, Minakálwa (La Mina), territorio de la Sierra Nevada .

Por: Rodolfo Ortega Montero.