Cada cierto tiempo, el lienzo del Cesar se convierte en escenario de una ópera cromática. No es un cuadro fijo ni una pintura definitiva: es una partitura de tonos que se reacomodan, se superponen y se desafían en su afán de conquistar el espacio. El espectador atento puede advertir que no se trata de simples manchas: cada color es una fuerza, cada trazo un intento de permanencia, cada mezcla un cálculo de poder.
Entre todos, el azul parece llegar con más aplomo. No viene solo: lo acompaña una constelación de matices azules que, como coros repetidos, le dan volumen a su presencia. Allí está su verdadera fortaleza: no solo pinta con fuerza, sino que puede terminar dejando dos brochazos firmes en el lienzo, una curul más en la sinfonía. Su dilema no es la amenaza de otros tonos, sino la magnitud de su propia intensidad: con tanto pigmento, el azul podría desbordar y multiplicarse, abriendo espacio a más de un asiento en la paleta del poder.
El rojo, en cambio, se muestra inquieto. Uno de sus trazos, que lleva un tiempo en el lienzo, percibe que el espacio se le estrecha; por eso tantea la posibilidad de cambiar de paleta y buscar refugio en otro estuche de colores, antes que perder del todo la franja conquistada. El rumor corre: si las condiciones no le son propicias, ese rojo podría teñirse con otro nombre. Pero lo que verdaderamente agita al rojo es la llegada de un trazo mayor, un rojo más intenso y experimentado, que no solo promete orden, sino que encarna la astucia de un maestro del trazo político. Ese nuevo rojo conoce los pinceles, domina las mezclas, sabe cómo entrar y cómo salir. En los corrillos del lienzo se repite el adagio: píntenla, que él se las colorea. Y es esa certeza, más que el rumor, la que inquieta a los rojos que temen quedar relegados bajo su sombra.
El naranja libra una batalla singular. Desde el sur del tapiz llega un brochazo fuerte, nutrido por apoyos persistentes, que amenaza con convertirse en el naranja más visible de la temporada. Su fuerza es tan marcada que podría dejar desteñido al viejo naranja de repetidos brochazos, que poco a poco pierde la viveza en su color, un tono que alguna vez brilló pero que hoy parece gastado, ajado por el tiempo y la repetición. Aunque cuente con la brocha oficial del poder, ese naranja palaciego corre el riesgo de perder intensidad, quedando reducido a un pigmento desvaído frente a la frescura del sur. La contienda, entonces, no es tanto contra otros colores, sino entre los propios naranjas: el nuevo que irrumpe con energía y el antiguo que, pese a sus recursos, se apaga en su desgaste.
En medio de estas tensiones, desfilan los tonos alternativos. Allí aparece una candidata que se anuncia como brote de tierras, pero cuya pincelada carga más polémicas que colores, más sospechas de manchas que promesas de brillo. Otro tono, pintado con ropaje étnico, intenta legitimarse desde la memoria, pero sus trazos se notan dirigidos más por la caja de recursos que por la paleta de ideas: un color que quiere usar un tono ambiental como pincel, aunque el resultado carezca de arte. Y en la periferia, verdes, violetas y grises hacen lo posible por raspar un espacio en la tela, incluso a costa de disfrazarse, diluirse o derramarse. Son brochazos pequeños, dispersos, pero insistentes en su afán de permanecer.
Lo fascinante del espectáculo no está solo en la pugna, sino en el carácter efímero de la obra. Cada color se presenta como definitivo, cada brochazo como imborrable. Y, sin embargo, la experiencia enseña que el tiempo tiene un pincel invisible que relativiza todas las victorias. El azul puede sonar como sinfonía oceánica y aun así desteñirse mañana; el rojo puede dividirse o concentrarse, según sople el viento; el naranja, hoy luminoso en el sur, puede perder brillo; y los alternativos, aunque insistan en entrar, podrían quedar como simples manchas en los márgenes.
El lienzo del Cesar, paciente, no se inmuta. Sabe que cada ciclo repetirá la misma danza de colores. Algunos tonos se desgastarán en luchas internas, otros se multiplicarán en coros, y los alternativos seguirán intentando forjar un lugar en la partitura. Lo único seguro es que, tras cada temporada electoral, lo que parecía definitivo se revelará apenas como un ensayo más de esa gran sinfonía cromática que nunca termina.
El Cesar no es un mural terminado: es un cuadro en movimiento, una paleta en disputa, un arcoíris inconcluso que cada cuatro años vuelve a empezar. Y así, cada brochazo, por intenso que parezca, no es más que un ensayo en esta galería interminable. Porque al final, lo que se pinta en el Cesar no es un cuadro para la eternidad, sino una exposición de temporada. El verdadero dueño del lienzo es el tiempo: ese crítico silencioso que, con una simple lluvia, recuerda a todos los colores que ninguna mancha es imborrable.
Jesús Daza Castro












