Siguió Dios suspirando ante aquello que no encontraba y que le causaba emociones, las mismas que, como había dicho, transmitió a sus creaciones. Los primeros eones del universo transcurrieron en aparente normalidad, pues nada existía que pudiera afectar la presencia divina en lo que había denominado Paraíso. Sin embargo, a pesar de su omnipotencia, la intranquilidad seguía persistente por lo que lo hacía temblar y le obligaba a recordar que poseía corazón.
Como también había dicho, en ese tiempo no era necesario tener ojos para ver, aunque ya existían seres y cosas, frutos de su poder creador. Y agobiado por aquella extraña percepción de una desconocida emoción que lo agitaba, un día acudió a su ángel de luz, quien era el único capaz de ver hasta las cosas invisibles para los demás. Era de su entera confianza, al fin y al cabo, era quizás el único que podía ayudarlo. Su poder de visión entregado por él hacía muchos eones le permitía captar el aspecto físico y hasta etéreo de cualquier ente capaz de habitar en el universo. Era el único que tenía el don de encontrar las almas en los seres y eso hacía que le confiara el encargo de hallar lo que Él no había podido hallar.
Lo sentó a su diestra y le expuso su peculiar situación ante lo cual el ángel guardó silencio escuchando lo que agobiaba a su omnipotente creador. Se preguntaba que si Él, que todo lo veía, escuchaba y sentía, estaba atravesando esa sensación extraña, entonces, ¿qué podría esperarse para aquellos seres que había creado y entregado el Paraíso una vez? Debía de una vez por todas saber a qué se enfrentaba.
El ángel de luz lo escuchó con atención, pero a la vez con dejadez, con las piernas cruzadas, cual psicólogo que atiende entretenido a su paciente en el diván. Quién lo creyera. Una palabra desconocida surcó en su interior. Una palabra aún no inventada, pero que, sin duda alguna, tendría que ser tenida en cuenta por el Creador, y más que eso, más bien, debía crear lo que significaba y comprendía la misma. Amor, pero, ¿qué podía ser? Y continuó callado escuchando a Dios, sin poder interrumpirlo. ¿Se tendría que dar rostro a la palabra?, se preguntó.
Terminada aquella cita y habiéndose expuesto los requerimientos de Dios, con la advertencia de que no volviera sin cumplir lo asignado, el ángel partió a su misión, más que obligado, se sintió comprometido y solidario con el Creador para hallar lo que lo inquietaba, aunque ya lo habían nombrado “Amor”. Recorrió el universo ayudado por la fuerza mágica del poder divino, tratando de ver en lo invisible de las cosas. Iluminó la oscuridad hasta el infinito y abrió hasta montañas en nuestra Tierra sin encontrar rastro alguno de aquella presencia sublime, que incluso a él, ya lo cautivaba. Disipó nubes con su aliento y exhortó hasta al sonido a callar para hallar aquello que palpitaba diferente e independiente. Todo fue en vano.
Agotado, se dirigió al Paraíso para descansar un poco. Estaba cansado, quién lo creyera. No podía regresar sin haber cumplido lo encomendado, eso lo tenía claro. No podía defraudar a su Señor. ¿Pero qué debía hacer? ¿En dónde más debía buscar aquello que era real, pero a la vez sobrenatural? Entonces, de repente, lo iluminó una estrella cercana a la Tierra, la que parecía más la luz de un cirio humeante colocado enfrente de su rostro. Y de veras que lo iluminó.
Volteó su mirada a la única doncella creada hasta el momento por Dios, a la que vio con alma limpia y pura, y se le ocurrió tentarla con el mismo fuego que percibía su creador y ahora él. Pensó que, si le abría los ojos y su mente, la purificaría mucho más y la volvería más inmaculada, pero vaciló al considerar los riesgos y efectos colaterales que se podrían dar ante su intención y meditó algo absorto sobre el destino de aquellos que Dios había creado. Sin embargo, la decisión estaba tomada y, aunque existía un leve remordimiento y un pequeño cargo de conciencia, procedió, aunque con tristeza, a tentar aquel corazón sublime y culminar lo ideado, fundiendo la luz del cielo y unas tinieblas desconocidas, las que después se habrían de llamar infierno. “… Y me permito recordarles, queridos lectores, que este cuento continúa”.
Por: Jairo Mejía.












