Algunos de sus milagros hoy son meros trucos de magia, pero una comisión de eminentes médicos franceses que nombró el gobierno en 1884, nunca pudo demostrar fraudes, declarando auténticas las curaciones para la ciencia, así como inexplicables. Sin duda Guiseppe Balsamo, alias Conde Cagliostro, embaucó a muchos a su paso por la vida, pero ya se discute si fue uno de los precursores de la sanación por los poderes psíquicos de hipnotismo y la sugestión.
Allí estaba el “conde Cagliostro” sepultado vivo en una sórdida mazmorra del ruinoso Mausoleo de Adriano, que ahora en Roma se llama el Castillo de Sant’Angelo porque en 1590 el papa Gregorio I tuvo la visión del arcángel San Miguel sobre su ápice envainando la espada, con lo cual el querube anunciaba el fin de la espantosa peste de esa época.
El prisionero estaba encadenado en un calabozo de los sótanos, “sin derecho a ver ni a ser visto por nadie”, como decía la sentencia de la Santa Inquisición Romana, por ser masón, delito de fe, por el cual había sido condenado al último suplicio, pero el papa Pío VI, en su misericordia, le había mutado la pena a presidio perpetuo.
¿Quién era este personaje de fábula? La historia se retrotrae a 1743, en Palermo, ciudad de Sicilia, isla italiana. Ese año nació en Albertgheria, antiguo barrio judío, Giuseppe Balsamo, de una familia con estrechura de bienes. Su padre se ocupaba como vigilante de tiendas y ventorros. El pizarrón con las primeras letras las vio en el seminario de San Roque, de donde se fugó.
Luego llegó de novicio al Convento de la Misericordia de Caltagirome. Un día, mientras los frailes cenaban en silencio para escuchar embebidos la lectura sagrada que leía el novicio Balsamo, se les atragantó el estofado en la garganta porque el lector cambiaba los nombres de los santos por los de las prostitutas y ladrones de Palermo. Tras los azotes, vino la expulsión. En ese entonces su apodo era ‘Bepo’.
Pero allí había aprendido a ser un diestro calígrafo con los monjes copistas del claustro, entonces se dedicó a falsificar los documentos de cambio de los prestamistas y de otros géneros. Para ese tiempo conoció a Vicenzo Marano, un rico orfebre sin sentido alguno de sensatez, alelado en declamar conjuros lunares e invocar a duendes, diablejos y demás espectros del trasmundo.
Balsamo se dio mañas para convencerlo de la existencia de un tesoro escondido en el Monte Pallegrino, que estaba guardado por duendes agresivos. Setenta piezas de plata cobró por el mapa de los cofres, y cuando ambos fueron al supuesto lugar del escondite, Balsamo, aprovechando el descuido del incauto, le golpeó la cabeza dejándolo sin conciencia, para decir después que fue obra de los celosos duendes guardianes. Con ese dinero, entonces, comenzó su vagabundeo por el mundo.
Estuvo en Rodas, El Cairo y otras partes de Egipto en donde aprendió algunas palabras en árabe y unos signos cabalísticos de los monumentos faraónicos, que le resultarían valiosos para sus timos después. En ese peregrinar de aventuras llegó a Malta presumiendo de alquimista y allí, no se sabe cómo, fue admitido como caballero de la Orden de San Juan.
Ganada la confianza de los boticarios de esta cofradía, les extrajo el conocimiento de remedios de emplastos, colirios y elixires para la cura de muchos males que allí conservaban en viejos manuscritos desde la época de Las Cruzadas.
Vuelto a Roma en 1768, logró ser secretario del cardenal Virgilio Orsini, pero aburrido de esa vida muerta, se metió a buhonero preparando cremas cosméticas, afrodisíacos y potingues que vendía a precios crecidos, y copiaba obras maestras de la pintura, falseaba billetes de bancos, pagarés y hasta testamentos que los mismos tribunales confundidos declaraban como auténticos.
En sus merodeos, un día descubrió en los barrios bajos a una bella joven de 17 años a quien conquistó para matrimonio: Lorenza Feliciani, a quien utilizará después como señuelo sexual para atraer adinerados incautos. La pareja viaja a Londres en 1777 con un caudal de 3.000 libras esterlinas. Entonces allá aparece como el afable “conde Alessandro de Cagliostro y su bella esposa, la condesa Serafina”, a la que – según él explicaba – había rescatado de un serrallo musulmán.
Ella, libretista de historias falsas, hizo aprender de memoria a su esposo y lo adiestró en la interpretación de la comedia que sacó de su mente fabuladora: “Cagliostro era hijo del rey Acharat, y por tanto príncipe heredero del lejano reino de Trebisonda. La economía del país por causas de guerra se fue al garete y Cagliostro tuvo que huir. En esas estaba cuando fue capturado por unos bandidos que lo negociaron como esclavo al jeque de La Meca. Su dueño apreciaba la inteligencia de su siervo y lo introdujo en la interpretación de la cábala, la astrología y la nigromancia. Viendo que Cagliostro anhelaba conocer el mundo, el jeque le dio la libertad.
Ya emancipado pasó una temporada con la danzante secta musulmana de los derviches turcos; compartió inquietudes con una congregación de adoradores de Osiris, la diosa egipcia, y con sabios alquimistas que buscaban la piedra filosofal. En Damasco se hizo amigo de Althotas, un sacerdote que estaba en posesión de los Arcanos Mayores. Ambos se fueron a Malta donde trabaron amistad con unos excéntricos magos denominados los Caballeros del Conocimiento. Cagliostro trabajó con ellos en una caverna y aprendió a comunicarse con los muertos, a hacer malabares con la alquimia en los matraces para variar la naturaleza de los metales”.
Todos escuchaban boquiabiertos el relato pasmoso de esa vida de aventuras y misterios. No había nada que el conde Cagliostro no pudiera hacer: duplicaba el tamaño de los diamantes, conocía el pasado y adivinaba el porvenir leyendo en una bola de cristal, convertía el plomo en oro, sus elixires curaban a los desahuciados por la ciencia. En siete años que duró su actividad en Europa, fascinó a príncipes, nobles, hombres de ciencia, dignatarios de la Iglesia y a filósofos.
Confesaba, ante selectos grupos, que Cagliostro era su nombre de ahora porque había tenido muchos otros antes. Pretendía describir el arca de Noé por haberla visto posada en el monte Ararat, haberle vendido maderas de cedro de Fenicia a los arquitectos del templo de Salomón, de haber estado en un mesón de Caná en Galilea donde servían mosto y vino, de haber libado copas en Judea con el gobernador romano Poncio Pilatos. Sus cartas las fechaba con años remotos, por ejemplo, en el año de 5555 del Diluvio.
Como en su época, el mundo culto de Europa iba de la mano con las logias de los masones, pidió entrada a una de ellas en Londres. Burlando la estricta selección de estos congregantes, el 12 de abril de 1776 fue admitido como miembro de la Logia Esperance No. 286 en Gerrat Street, persuadiendo a sus hermanos de cofradía que lo eligieran Gran Maestro. Esto le abrió las puertas de los nobles, ricos e ilustrados en todo el continente. Viajaba entonces en lujosas carrozas servido por criados vestidos con ostentosas libreas, y “la condesa” resplandecía con tantas joyas que lucía. La respuesta a esa prosperidad llevaba a Cagliostro a decir que podía convertir cualquier metal en oro y fabricar a su antojo gemas de joyería.
Tuvo la idea, entonces, de fundar por su cuenta una nueva logia de masones cuyo ceremonial fue de su invento a la que bautizó como “rito egipcio”, donde él sería el venerable maestro con el título de ‘Gran Copto’. Se atribuyó el derecho de cobrar grandes sumas que debían pagar los iniciados. Aun cuando la francmasonería era para varones, él, con la audacia imaginativa del trapacero, creó una femenina e hizo que su esposa la presidiera con el título de ‘Reina de Saba’. Las damas de abolengo y adineradas de París, se disputaban el honor de ingresar a ella.
La condesa frisaba los 30 años, no obstante, decía tener 60, con lo cual las duquesas, marquesas, baronesas y damas de alcurnia, adquirían a precios prohibitivos las gotas de un elixir que preparaba su esposo para conservar una juventud sin fin. El éxito es increíble. En Curlandia, Letonia, ducado báltico de Rusia, los nobles de allí solicitan a la emperatriz Catalina la Grande, que nombrara al conde Cagliostro como gobernador, a lo que ella no accede, pero él con la confianza de sus dones de persuasión, viajó a San Petersburgo, donde residía la soberana, a quien logra divertir con sus trucos.
Los cortesanos rusos toman en serio eso de sus poderes. Uno de ellos, con rango de ministro de la zarina, rogó al maestro que librara a su hermano de los abismos de la locura en que había caído pues era furioso y lo mantenían atado. Cuando Cagliostro pidió que lo desataran, el orate hecho una furia se le vino encima dando rugidos. El prestidigitador lo derribó de un puñetazo e hizo que lo lanzaran a un río helado ordenando que lo sacaran a rastras. El demente se calmó, pidió disculpas y quedó curado de su mal.
Catalina de Rusia entreviendo como peligro la influencia que el personaje estaba ejerciendo sobre su atontado hijo, el zarévich Pablo, heredero al trono, y además ante la sospecha de que aquél era un espía de Prusia, ordenó la expulsión de Cagliostro del territorio ruso.
Ya en Estrasburgo, su llegada fue un acontecimiento tumultuoso en donde hizo curaciones famosas. También allí se encuentra con el cardenal Rohan, uno de los nobles más ricos de Francia con fama de arrogante y presuntuoso. Enterado de la presencia allí de Cagliostro, lo hizo llamar a su palacio con un emisario.
Conocedor de las reacciones humanas, el conde contestó así: “Si el cardenal del reino está enfermo que venga donde estoy y lo curaré. Si no lo está, no necesita de mí ni yo de él”. Nadie había hablado así a este poderoso de Francia. El cardenal enmudeció un buen instante y luego dijo: “¡Sublime!”.
Para asombro de todos, pretextó un viejo problema de asma para salvar apariencias, y concurrió en visita al misterioso conde. Ambos quedaron satisfechos y muy hermanados de ese encuentro. Otro día el cardenal le pidió que salvara la vida de su primo, el príncipe de Subise, que se moría por una escarlatina. Los médicos de París habían confesado su impotencia en el caso. Cagliostro, después de un examen al enfermo, extrajo un frasco de su maletín con un líquido y dio instrucciones de unas gotas a suministrar, predicando con antelación la mejoría que presentaría día por día hasta llegar a 20, lo que se cumplió con exactitud matemática. Desde entonces se hizo moda llevar el rostro del conde en las cajetillas de rapé, en las hebillas de zapatos y cinturones, anillos y sombreros.
En la cumbre de sus mejores momentos estaban estos “condes” cuando se fue desboronando el suelo que pisaban. La causa de su caída fue la amistad con el cardenal que lo había afamado muchísimo. Este se vio implicado en un turbio caso de estafa del cual Cagliostro salió salpicado como sospechoso de la maquinación de tal suceso. Una estafadora que había logrado ser amiga de Rohan, fingió una amistad estrecha con María Antonieta, la soberana consorte, con una enemistad disimulada con el cardenal.
Este, deseoso de reconciliar con la reina, se tragó la artimaña de que ella deseaba un collar de diamantes con el elevadísimo costo de dos millones de luises que dos joyeros habían hecho por encargo de Luis XV para regalarlo a una de sus favoritas, pero fallecido este soberano, los joyeros quedaron con ese encarte pues el negocio quedó en el limbo. Aparece entonces la estafadora, la falsa condesa María de La Mota de Valois, amante de Cagliostro, para convencer al cardenal que la reina deseaba la joya, pero que sumida en otras deudas, necesitaba un avalista por esa suma para pagar a plazos el collar de los joyeros.
La historia dice que la impostora condesa de La Mota de Valois hasta preparó un furtivo encuentro amoroso entre María Antonieta y el cardenal, una noche, en los jardines de Versalles, pero que esta había sido suplantada por una prostituta que tenía un asombroso parecido con ella. Cuando se venció el primer plazo, los joyeros, que ya habían entregado la prenda a la falsa condesa, y esta al cardenal, quien a su vez la remitió con ella misma más una carta de amor a María Antonieta, la que, por supuesto nada había recibido, se descubrió la estafa pues la soberana negó, como era lógico, tal compromiso de compra.
La soberana montó en cólera y exigió el castigo para el cardenal Rohan aduciendo un complot para desprestigiar su honor. El rey furioso ordena la prisión en La Bastilla del cardenal y de Cagliostro de quien se sospechaba que había ideado el plan. Pero por increíble que parezca, este era inocente aquella vez. El Parlamento hace de juez y tras nueve meses de prisión, ambos son absueltos por no habérseles comprobado la autoría del delito.
Miles de antimonárquicos llevaron en triunfo a Cagliostro hasta su casa. A la mañana siguiente llegó la orden del rey: el conde Cagliostro debe abandonar Francia para siempre. Su prestigio se venía en picada porque durante su prisión, la condesa Serafina algo dijo de sus componendas y malas mañas. Se rompió el encanto. Entonces el dinero y la fama fueron huyendo de él y la vida se tornó desagradable porque la gente seguía a la expectativa de que fabricara todo el oro que necesitaba para subsistir, como había predicado por años.
Desde Londres Cagliostro escribe una carta abierta a los franceses difamando la monarquía y exhortándolos a la necesidad de convocar a los Estados Generales para darse un nuevo orden a favor de una revolución. Para esos momentos la condesa Serafina le asestó el golpe de gracia. Nunca lo había amado y lo soportó mientras la vida fue emocionante y agradable. Lo convenció de regresar a Roma, lo que fue la mayor imprudencia que cometieron en su existencia. Había sido masón y por tanto pesaba sobre él la excomunión como hereje, según la legislación del Vaticano, bajo cuya jurisdicción estaban ahora. Al instante la policía pontificia los detiene. Su esposa Serafina, viendo el desastre para ella, reveló más secretos de él creyendo con eso salvarse.
La encerraron en un convento de claustro de por vida. Quince meses duró el Tribunal de la Inquisición en la causa contra Cagliostro. En abril de 1791, leyeron en público la sentencia: pena de muerte, aunque por gracia del papa se le cambió esta por encierro perpetúo. Intentó escaparse del Castillo de Sant’Angelo, pero capturado otra vez, lo confinaron en la fortaleza de San Leo, cerca de Urbino, con una guardia doble que no le quitaba los ojos de encima por ser fama que tenía el poder de convertirse en un vencejo o en otro pájaro. Murió el 26 de agosto de 1795. Tenía 57 años.
Aun cuando se había extendido en Europa la creencia que había vivido desde las épocas bíblicas, en alguna medida había logrado la inmortalidad pues aún no se ha apagado la polémica de sus poderes sobrenaturales. Algunos de sus milagros hoy son meros trucos de magia, pero una comisión de eminentes médicos franceses que nombró el gobierno en 1884, nunca pudo demostrar fraudes, declarando auténticas las curaciones para la ciencia, así como inexplicables. Sin duda Guiseppe Balsamo, alias Conde Cagliostro, embaucó a muchos a su paso por la vida, pero ya se discute si fue uno de los precursores de la sanación por los poderes psíquicos de hipnotismo y la sugestión.
Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar, julio 17, 2020
Por Rodolfo Ortega Montero
Algunos de sus milagros hoy son meros trucos de magia, pero una comisión de eminentes médicos franceses que nombró el gobierno en 1884, nunca pudo demostrar fraudes, declarando auténticas las curaciones para la ciencia, así como inexplicables. Sin duda Guiseppe Balsamo, alias Conde Cagliostro, embaucó a muchos a su paso por la vida, pero ya se discute si fue uno de los precursores de la sanación por los poderes psíquicos de hipnotismo y la sugestión.
Allí estaba el “conde Cagliostro” sepultado vivo en una sórdida mazmorra del ruinoso Mausoleo de Adriano, que ahora en Roma se llama el Castillo de Sant’Angelo porque en 1590 el papa Gregorio I tuvo la visión del arcángel San Miguel sobre su ápice envainando la espada, con lo cual el querube anunciaba el fin de la espantosa peste de esa época.
El prisionero estaba encadenado en un calabozo de los sótanos, “sin derecho a ver ni a ser visto por nadie”, como decía la sentencia de la Santa Inquisición Romana, por ser masón, delito de fe, por el cual había sido condenado al último suplicio, pero el papa Pío VI, en su misericordia, le había mutado la pena a presidio perpetuo.
¿Quién era este personaje de fábula? La historia se retrotrae a 1743, en Palermo, ciudad de Sicilia, isla italiana. Ese año nació en Albertgheria, antiguo barrio judío, Giuseppe Balsamo, de una familia con estrechura de bienes. Su padre se ocupaba como vigilante de tiendas y ventorros. El pizarrón con las primeras letras las vio en el seminario de San Roque, de donde se fugó.
Luego llegó de novicio al Convento de la Misericordia de Caltagirome. Un día, mientras los frailes cenaban en silencio para escuchar embebidos la lectura sagrada que leía el novicio Balsamo, se les atragantó el estofado en la garganta porque el lector cambiaba los nombres de los santos por los de las prostitutas y ladrones de Palermo. Tras los azotes, vino la expulsión. En ese entonces su apodo era ‘Bepo’.
Pero allí había aprendido a ser un diestro calígrafo con los monjes copistas del claustro, entonces se dedicó a falsificar los documentos de cambio de los prestamistas y de otros géneros. Para ese tiempo conoció a Vicenzo Marano, un rico orfebre sin sentido alguno de sensatez, alelado en declamar conjuros lunares e invocar a duendes, diablejos y demás espectros del trasmundo.
Balsamo se dio mañas para convencerlo de la existencia de un tesoro escondido en el Monte Pallegrino, que estaba guardado por duendes agresivos. Setenta piezas de plata cobró por el mapa de los cofres, y cuando ambos fueron al supuesto lugar del escondite, Balsamo, aprovechando el descuido del incauto, le golpeó la cabeza dejándolo sin conciencia, para decir después que fue obra de los celosos duendes guardianes. Con ese dinero, entonces, comenzó su vagabundeo por el mundo.
Estuvo en Rodas, El Cairo y otras partes de Egipto en donde aprendió algunas palabras en árabe y unos signos cabalísticos de los monumentos faraónicos, que le resultarían valiosos para sus timos después. En ese peregrinar de aventuras llegó a Malta presumiendo de alquimista y allí, no se sabe cómo, fue admitido como caballero de la Orden de San Juan.
Ganada la confianza de los boticarios de esta cofradía, les extrajo el conocimiento de remedios de emplastos, colirios y elixires para la cura de muchos males que allí conservaban en viejos manuscritos desde la época de Las Cruzadas.
Vuelto a Roma en 1768, logró ser secretario del cardenal Virgilio Orsini, pero aburrido de esa vida muerta, se metió a buhonero preparando cremas cosméticas, afrodisíacos y potingues que vendía a precios crecidos, y copiaba obras maestras de la pintura, falseaba billetes de bancos, pagarés y hasta testamentos que los mismos tribunales confundidos declaraban como auténticos.
En sus merodeos, un día descubrió en los barrios bajos a una bella joven de 17 años a quien conquistó para matrimonio: Lorenza Feliciani, a quien utilizará después como señuelo sexual para atraer adinerados incautos. La pareja viaja a Londres en 1777 con un caudal de 3.000 libras esterlinas. Entonces allá aparece como el afable “conde Alessandro de Cagliostro y su bella esposa, la condesa Serafina”, a la que – según él explicaba – había rescatado de un serrallo musulmán.
Ella, libretista de historias falsas, hizo aprender de memoria a su esposo y lo adiestró en la interpretación de la comedia que sacó de su mente fabuladora: “Cagliostro era hijo del rey Acharat, y por tanto príncipe heredero del lejano reino de Trebisonda. La economía del país por causas de guerra se fue al garete y Cagliostro tuvo que huir. En esas estaba cuando fue capturado por unos bandidos que lo negociaron como esclavo al jeque de La Meca. Su dueño apreciaba la inteligencia de su siervo y lo introdujo en la interpretación de la cábala, la astrología y la nigromancia. Viendo que Cagliostro anhelaba conocer el mundo, el jeque le dio la libertad.
Ya emancipado pasó una temporada con la danzante secta musulmana de los derviches turcos; compartió inquietudes con una congregación de adoradores de Osiris, la diosa egipcia, y con sabios alquimistas que buscaban la piedra filosofal. En Damasco se hizo amigo de Althotas, un sacerdote que estaba en posesión de los Arcanos Mayores. Ambos se fueron a Malta donde trabaron amistad con unos excéntricos magos denominados los Caballeros del Conocimiento. Cagliostro trabajó con ellos en una caverna y aprendió a comunicarse con los muertos, a hacer malabares con la alquimia en los matraces para variar la naturaleza de los metales”.
Todos escuchaban boquiabiertos el relato pasmoso de esa vida de aventuras y misterios. No había nada que el conde Cagliostro no pudiera hacer: duplicaba el tamaño de los diamantes, conocía el pasado y adivinaba el porvenir leyendo en una bola de cristal, convertía el plomo en oro, sus elixires curaban a los desahuciados por la ciencia. En siete años que duró su actividad en Europa, fascinó a príncipes, nobles, hombres de ciencia, dignatarios de la Iglesia y a filósofos.
Confesaba, ante selectos grupos, que Cagliostro era su nombre de ahora porque había tenido muchos otros antes. Pretendía describir el arca de Noé por haberla visto posada en el monte Ararat, haberle vendido maderas de cedro de Fenicia a los arquitectos del templo de Salomón, de haber estado en un mesón de Caná en Galilea donde servían mosto y vino, de haber libado copas en Judea con el gobernador romano Poncio Pilatos. Sus cartas las fechaba con años remotos, por ejemplo, en el año de 5555 del Diluvio.
Como en su época, el mundo culto de Europa iba de la mano con las logias de los masones, pidió entrada a una de ellas en Londres. Burlando la estricta selección de estos congregantes, el 12 de abril de 1776 fue admitido como miembro de la Logia Esperance No. 286 en Gerrat Street, persuadiendo a sus hermanos de cofradía que lo eligieran Gran Maestro. Esto le abrió las puertas de los nobles, ricos e ilustrados en todo el continente. Viajaba entonces en lujosas carrozas servido por criados vestidos con ostentosas libreas, y “la condesa” resplandecía con tantas joyas que lucía. La respuesta a esa prosperidad llevaba a Cagliostro a decir que podía convertir cualquier metal en oro y fabricar a su antojo gemas de joyería.
Tuvo la idea, entonces, de fundar por su cuenta una nueva logia de masones cuyo ceremonial fue de su invento a la que bautizó como “rito egipcio”, donde él sería el venerable maestro con el título de ‘Gran Copto’. Se atribuyó el derecho de cobrar grandes sumas que debían pagar los iniciados. Aun cuando la francmasonería era para varones, él, con la audacia imaginativa del trapacero, creó una femenina e hizo que su esposa la presidiera con el título de ‘Reina de Saba’. Las damas de abolengo y adineradas de París, se disputaban el honor de ingresar a ella.
La condesa frisaba los 30 años, no obstante, decía tener 60, con lo cual las duquesas, marquesas, baronesas y damas de alcurnia, adquirían a precios prohibitivos las gotas de un elixir que preparaba su esposo para conservar una juventud sin fin. El éxito es increíble. En Curlandia, Letonia, ducado báltico de Rusia, los nobles de allí solicitan a la emperatriz Catalina la Grande, que nombrara al conde Cagliostro como gobernador, a lo que ella no accede, pero él con la confianza de sus dones de persuasión, viajó a San Petersburgo, donde residía la soberana, a quien logra divertir con sus trucos.
Los cortesanos rusos toman en serio eso de sus poderes. Uno de ellos, con rango de ministro de la zarina, rogó al maestro que librara a su hermano de los abismos de la locura en que había caído pues era furioso y lo mantenían atado. Cuando Cagliostro pidió que lo desataran, el orate hecho una furia se le vino encima dando rugidos. El prestidigitador lo derribó de un puñetazo e hizo que lo lanzaran a un río helado ordenando que lo sacaran a rastras. El demente se calmó, pidió disculpas y quedó curado de su mal.
Catalina de Rusia entreviendo como peligro la influencia que el personaje estaba ejerciendo sobre su atontado hijo, el zarévich Pablo, heredero al trono, y además ante la sospecha de que aquél era un espía de Prusia, ordenó la expulsión de Cagliostro del territorio ruso.
Ya en Estrasburgo, su llegada fue un acontecimiento tumultuoso en donde hizo curaciones famosas. También allí se encuentra con el cardenal Rohan, uno de los nobles más ricos de Francia con fama de arrogante y presuntuoso. Enterado de la presencia allí de Cagliostro, lo hizo llamar a su palacio con un emisario.
Conocedor de las reacciones humanas, el conde contestó así: “Si el cardenal del reino está enfermo que venga donde estoy y lo curaré. Si no lo está, no necesita de mí ni yo de él”. Nadie había hablado así a este poderoso de Francia. El cardenal enmudeció un buen instante y luego dijo: “¡Sublime!”.
Para asombro de todos, pretextó un viejo problema de asma para salvar apariencias, y concurrió en visita al misterioso conde. Ambos quedaron satisfechos y muy hermanados de ese encuentro. Otro día el cardenal le pidió que salvara la vida de su primo, el príncipe de Subise, que se moría por una escarlatina. Los médicos de París habían confesado su impotencia en el caso. Cagliostro, después de un examen al enfermo, extrajo un frasco de su maletín con un líquido y dio instrucciones de unas gotas a suministrar, predicando con antelación la mejoría que presentaría día por día hasta llegar a 20, lo que se cumplió con exactitud matemática. Desde entonces se hizo moda llevar el rostro del conde en las cajetillas de rapé, en las hebillas de zapatos y cinturones, anillos y sombreros.
En la cumbre de sus mejores momentos estaban estos “condes” cuando se fue desboronando el suelo que pisaban. La causa de su caída fue la amistad con el cardenal que lo había afamado muchísimo. Este se vio implicado en un turbio caso de estafa del cual Cagliostro salió salpicado como sospechoso de la maquinación de tal suceso. Una estafadora que había logrado ser amiga de Rohan, fingió una amistad estrecha con María Antonieta, la soberana consorte, con una enemistad disimulada con el cardenal.
Este, deseoso de reconciliar con la reina, se tragó la artimaña de que ella deseaba un collar de diamantes con el elevadísimo costo de dos millones de luises que dos joyeros habían hecho por encargo de Luis XV para regalarlo a una de sus favoritas, pero fallecido este soberano, los joyeros quedaron con ese encarte pues el negocio quedó en el limbo. Aparece entonces la estafadora, la falsa condesa María de La Mota de Valois, amante de Cagliostro, para convencer al cardenal que la reina deseaba la joya, pero que sumida en otras deudas, necesitaba un avalista por esa suma para pagar a plazos el collar de los joyeros.
La historia dice que la impostora condesa de La Mota de Valois hasta preparó un furtivo encuentro amoroso entre María Antonieta y el cardenal, una noche, en los jardines de Versalles, pero que esta había sido suplantada por una prostituta que tenía un asombroso parecido con ella. Cuando se venció el primer plazo, los joyeros, que ya habían entregado la prenda a la falsa condesa, y esta al cardenal, quien a su vez la remitió con ella misma más una carta de amor a María Antonieta, la que, por supuesto nada había recibido, se descubrió la estafa pues la soberana negó, como era lógico, tal compromiso de compra.
La soberana montó en cólera y exigió el castigo para el cardenal Rohan aduciendo un complot para desprestigiar su honor. El rey furioso ordena la prisión en La Bastilla del cardenal y de Cagliostro de quien se sospechaba que había ideado el plan. Pero por increíble que parezca, este era inocente aquella vez. El Parlamento hace de juez y tras nueve meses de prisión, ambos son absueltos por no habérseles comprobado la autoría del delito.
Miles de antimonárquicos llevaron en triunfo a Cagliostro hasta su casa. A la mañana siguiente llegó la orden del rey: el conde Cagliostro debe abandonar Francia para siempre. Su prestigio se venía en picada porque durante su prisión, la condesa Serafina algo dijo de sus componendas y malas mañas. Se rompió el encanto. Entonces el dinero y la fama fueron huyendo de él y la vida se tornó desagradable porque la gente seguía a la expectativa de que fabricara todo el oro que necesitaba para subsistir, como había predicado por años.
Desde Londres Cagliostro escribe una carta abierta a los franceses difamando la monarquía y exhortándolos a la necesidad de convocar a los Estados Generales para darse un nuevo orden a favor de una revolución. Para esos momentos la condesa Serafina le asestó el golpe de gracia. Nunca lo había amado y lo soportó mientras la vida fue emocionante y agradable. Lo convenció de regresar a Roma, lo que fue la mayor imprudencia que cometieron en su existencia. Había sido masón y por tanto pesaba sobre él la excomunión como hereje, según la legislación del Vaticano, bajo cuya jurisdicción estaban ahora. Al instante la policía pontificia los detiene. Su esposa Serafina, viendo el desastre para ella, reveló más secretos de él creyendo con eso salvarse.
La encerraron en un convento de claustro de por vida. Quince meses duró el Tribunal de la Inquisición en la causa contra Cagliostro. En abril de 1791, leyeron en público la sentencia: pena de muerte, aunque por gracia del papa se le cambió esta por encierro perpetúo. Intentó escaparse del Castillo de Sant’Angelo, pero capturado otra vez, lo confinaron en la fortaleza de San Leo, cerca de Urbino, con una guardia doble que no le quitaba los ojos de encima por ser fama que tenía el poder de convertirse en un vencejo o en otro pájaro. Murió el 26 de agosto de 1795. Tenía 57 años.
Aun cuando se había extendido en Europa la creencia que había vivido desde las épocas bíblicas, en alguna medida había logrado la inmortalidad pues aún no se ha apagado la polémica de sus poderes sobrenaturales. Algunos de sus milagros hoy son meros trucos de magia, pero una comisión de eminentes médicos franceses que nombró el gobierno en 1884, nunca pudo demostrar fraudes, declarando auténticas las curaciones para la ciencia, así como inexplicables. Sin duda Guiseppe Balsamo, alias Conde Cagliostro, embaucó a muchos a su paso por la vida, pero ya se discute si fue uno de los precursores de la sanación por los poderes psíquicos de hipnotismo y la sugestión.
Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar, julio 17, 2020
Por Rodolfo Ortega Montero