Septiembre se nos anuncia como el mes del patrimonio, una cita con la memoria, una invitación a reconocernos en las huellas del tiempo. Sin embargo, en Valledupar ese llamado resuena como eco quebrado en un espacio que, siendo el epicentro de nuestra historia, yace hoy como un territorio de sombras: el centro histórico.
Ese corazón de piedra y cal que debiera palpitar con orgullo, vibra en cambio con la fatiga de la indiferencia. Sus calles, otrora arterias de la vida social, se han convertido en senderos desiertos donde el silencio se mezcla con la basura, la inseguridad y el miedo. Lo que en tantas ciudades del mundo es altar de la memoria colectiva y motor del porvenir, entre nosotros se ha tornado en exilio, en un centro que ya no congrega, sino que dispersa, un corazón que ya no late, sino que se consume en un murmullo de abandono.
La última intervención oficial, presentada como promesa de renacer, no fue sino un gesto estético condenado a la superficialidad. Pintamos fachadas, alisamos aceras, encendimos luminarias. Mas la vida no volvió. Aquella obra, celebrada con cifras grandilocuentes, resultó ser apenas la firma de un acta de defunción: “la última gota de tinta que selló el libro y lo dejó cerrado para siempre”. Embellecimos la herida, pero no la curamos.
Y así, hoy el centro histórico se ha vuelto un testimonio triste de lo que pudo ser y no fue. Sus casas coloniales, mudos testigos de un origen que debería llenarnos de orgullo, exhiben en sus paredes el lenguaje del deterioro. Sus corredores, que guardaron voces de poetas, músicos y cronistas, se han tornado refugios del vacío. En sus noches, donde debería desplegarse la liturgia de la convivencia, se cierne un miedo que desalienta la presencia humana. Allí donde debiera escucharse la sinfonía del encuentro, no queda más que un silencio desolador.
Pero el centro histórico no es un cúmulo de ruinas. Es, en realidad, la encarnación misma de nuestra memoria. En esas piedras gravita el relato colectivo de Valledupar; allí se inscribieron los pasos fundacionales, las gestas, las músicas, las voces que modelaron nuestra identidad. Desoír su clamor equivale a mutilarnos, a condenarnos a una orfandad simbólica que nos priva de raíces. Una ciudad que desprecia su patrimonio se vuelve prisionera de un presente sin horizonte, condenada a repetir su vacío sin hallar sentido.
La marginalización de este espacio no es únicamente fruto de la inercia institucional. Es también el resultado de nuestra complicidad ciudadana, de la displicencia con la que aceptamos caminar entre ruinas sin exigir dignidad para ellas. Nos hemos acostumbrado a mirar hacia otro lado, como si el desmoronamiento de nuestras piedras fundacionales fuese inexorable y no, como en verdad lo es, una consecuencia de nuestra negligencia colectiva.
Las grandes ciudades que hoy ostentan con ufanía sus centros históricos —Cusco, Cartagena, Quito, La Habana— también conocieron el polvo del olvido. Pero supieron escuchar a tiempo la voz de su memoria. Comprendieron que el patrimonio no es un adorno del pasado, sino una semilla de futuro. Allí donde nosotros vemos lastre, ellos vieron oportunidad; donde nosotros percibimos ruina, ellos edificaron prosperidad.
Valledupar aún no ha perdido esa posibilidad. Todavía late, en lo profundo del abandono, una energía dormida que podría despertar si hubiese voluntad. No bastan, empero, los gestos cosméticos ni los efímeros espectáculos que maquillan la herida. Se requiere un pacto de dignificación, un compromiso serio donde confluyan la visión de las autoridades, la audacia de la empresa privada, la constancia del sector cultural y, sobre todo, la apropiación ciudadana. Sin ese concierto, cualquier intento será apenas una puesta en escena destinada al fracaso.
La gran pregunta que hoy nos interpela no es solamente qué hará el poder público, sino qué estamos dispuestos a hacer nosotros como comunidad. Porque la memoria, si no se habita, se pierde. Y cada calle vacía, cada fachada vencida, cada noche oscura del centro histórico es también reflejo de nuestra propia renuncia a custodiar lo que nos define.
El centro histórico de Valledupar es, en realidad, un corazón exiliado que espera su retorno al cuerpo de la ciudad. No se trata solo de salvar fachadas antiguas, sino de reconciliarnos con nuestro propio relato, con nuestra remembranza, con nuestra identidad. La memoria no es un lujo decorativo, es la savia que da sentido a la existencia colectiva. Que este mes del patrimonio no pase como un rito burocrático más, sino como una epifanía que nos obligue a escuchar el clamor de nuestras piedras. Valledupar debe decidir si su centro histórico será un epitafio melancólico o la semilla de un renacer luminoso. Que no quede registrado como la ruina de nuestra indiferencia, sino como la raíz de nuestra eternidad.
Por Jesús Daza Castro












