La simplicidad de conservar la considero un arte. Durante muchos años, hemos tenido la necesidad de atesorar todo aquello que, de alguna manera, nos acerca a nosotros mismos, a nuestra sensibilidad e identidades: desde el obsequio de una pequeña piedra hasta las más grandes obras arquitectónicas. Construir es el más grande reflejo del avance de nuestras culturas y de nuestros vínculos, pero destruir, la decadencia de la humanidad.
La simplicidad de conservar la considero un arte. Durante muchos años, hemos tenido la necesidad de atesorar todo aquello que, de alguna manera, nos acerca a nosotros mismos, a nuestra sensibilidad e identidades: desde el obsequio de una pequeña piedra hasta las más grandes obras arquitectónicas. Construir es el más grande reflejo del avance de nuestras culturas y de nuestros vínculos, pero destruir, la decadencia de la humanidad.
No sé si sea cultural, genético o psicológico, pero preservar no va con todos los seres humanos. Mientras algunos se esfuerzan incansablemente por resguardar hasta una diminuta flor seca dentro de un libro, otros piensan en la destrucción como pasatiempo. Supongo que la capacidad de destruir empodera en cualquier aspecto: destrucción material, mental o humana. Sentir que se tiene el control sobre cualquier otra cosa otorga poder.
Hace poco, se inauguró un parque en esta ciudad. No es un parque ordinario; está lleno de vida, es un parque en honor a la vida. Escuché a muchos y muchas hablando de que se acercaba la fecha de inauguración y de la emoción de tener un nuevo espacio así sea para entablar una amena charla. En medio de todo, es otro medio de escape a la cotidianidad, y la construcción no se aleja para nada de la idea de preservarnos culturalmente. Pero me impresiona observar que, en menos de una semana, hemos confirmado que no estamos preparados para crecer. Adultos y menores han robado y dañado algunas piezas de los espacios de la obra. Pasamos del goce de lo nuevo al descenso de la degeneración, a la pérdida del propósito y del sentido comunitario, y, por supuesto, a la falta de respeto por lo común.
La devastación masiva de algunas ciudades a causa de la guerra no tiene mucha diferencia con el vandalismo que nos sucede. No estoy exagerando al hacer las comparaciones; las dos fuerzas de destrucción provienen de la creencia de superioridad propia. Los recientes conflictos en Ucrania y el palestino-israelí me llevan a cuestionarme tantos años de progreso de la humanidad. Vivimos en un limbo constante: creamos para destruir, alentamos para pisotear, levantamos para derribar. La deshumanización completa nos aleja del compromiso y la lealtad que debemos profesar a los valores e intereses de nuestra comunidad. Y sí, lamentablemente, todo conduce a la muerte y el poder es el mejor tránsito hacia ella.
Me inquieta cómo pareciera que estuviéramos atrapados en esa ambigüedad humana: somos capaces de lo sublime y del egoísmo, de construir objetos nos unan y, a la vez, de reducir a escombros lo que nos engrandece. Puede que destruir parezca fácil, e incluso —y sin irme al extremo—, casi adictivo, pero en esa aparente simplicidad se esconde el verdadero misterio de la destrucción: que no deja nada a su paso, ni siquiera a quien la provoca.
Esta ciudad necesita personas que la reconstruyan, y eso requiere de algo más “raro” y precioso: esfuerzo, sentido de pertenencia y paciencia. Tal vez ahí esté la respuesta que tanto evadimos. Porque, si bien es cierto que la destrucción nos da poder, solo la construcción nos da sentido. Y tal vez esa sea la tarea más urgente de las nuevas generaciones: aprender a cuidar, a proteger lo que hemos creado juntos para evitar que la historia de nuestra ciudad se cuente a punta de ruinas. Insisto, necesitamos un poco más de sentido común para que conservar Valledupar también sea un arte.
Melissa Lambraño Jaimes
Docente, escritora, y promotora de lectura y escritura.
La simplicidad de conservar la considero un arte. Durante muchos años, hemos tenido la necesidad de atesorar todo aquello que, de alguna manera, nos acerca a nosotros mismos, a nuestra sensibilidad e identidades: desde el obsequio de una pequeña piedra hasta las más grandes obras arquitectónicas. Construir es el más grande reflejo del avance de nuestras culturas y de nuestros vínculos, pero destruir, la decadencia de la humanidad.
La simplicidad de conservar la considero un arte. Durante muchos años, hemos tenido la necesidad de atesorar todo aquello que, de alguna manera, nos acerca a nosotros mismos, a nuestra sensibilidad e identidades: desde el obsequio de una pequeña piedra hasta las más grandes obras arquitectónicas. Construir es el más grande reflejo del avance de nuestras culturas y de nuestros vínculos, pero destruir, la decadencia de la humanidad.
No sé si sea cultural, genético o psicológico, pero preservar no va con todos los seres humanos. Mientras algunos se esfuerzan incansablemente por resguardar hasta una diminuta flor seca dentro de un libro, otros piensan en la destrucción como pasatiempo. Supongo que la capacidad de destruir empodera en cualquier aspecto: destrucción material, mental o humana. Sentir que se tiene el control sobre cualquier otra cosa otorga poder.
Hace poco, se inauguró un parque en esta ciudad. No es un parque ordinario; está lleno de vida, es un parque en honor a la vida. Escuché a muchos y muchas hablando de que se acercaba la fecha de inauguración y de la emoción de tener un nuevo espacio así sea para entablar una amena charla. En medio de todo, es otro medio de escape a la cotidianidad, y la construcción no se aleja para nada de la idea de preservarnos culturalmente. Pero me impresiona observar que, en menos de una semana, hemos confirmado que no estamos preparados para crecer. Adultos y menores han robado y dañado algunas piezas de los espacios de la obra. Pasamos del goce de lo nuevo al descenso de la degeneración, a la pérdida del propósito y del sentido comunitario, y, por supuesto, a la falta de respeto por lo común.
La devastación masiva de algunas ciudades a causa de la guerra no tiene mucha diferencia con el vandalismo que nos sucede. No estoy exagerando al hacer las comparaciones; las dos fuerzas de destrucción provienen de la creencia de superioridad propia. Los recientes conflictos en Ucrania y el palestino-israelí me llevan a cuestionarme tantos años de progreso de la humanidad. Vivimos en un limbo constante: creamos para destruir, alentamos para pisotear, levantamos para derribar. La deshumanización completa nos aleja del compromiso y la lealtad que debemos profesar a los valores e intereses de nuestra comunidad. Y sí, lamentablemente, todo conduce a la muerte y el poder es el mejor tránsito hacia ella.
Me inquieta cómo pareciera que estuviéramos atrapados en esa ambigüedad humana: somos capaces de lo sublime y del egoísmo, de construir objetos nos unan y, a la vez, de reducir a escombros lo que nos engrandece. Puede que destruir parezca fácil, e incluso —y sin irme al extremo—, casi adictivo, pero en esa aparente simplicidad se esconde el verdadero misterio de la destrucción: que no deja nada a su paso, ni siquiera a quien la provoca.
Esta ciudad necesita personas que la reconstruyan, y eso requiere de algo más “raro” y precioso: esfuerzo, sentido de pertenencia y paciencia. Tal vez ahí esté la respuesta que tanto evadimos. Porque, si bien es cierto que la destrucción nos da poder, solo la construcción nos da sentido. Y tal vez esa sea la tarea más urgente de las nuevas generaciones: aprender a cuidar, a proteger lo que hemos creado juntos para evitar que la historia de nuestra ciudad se cuente a punta de ruinas. Insisto, necesitamos un poco más de sentido común para que conservar Valledupar también sea un arte.
Melissa Lambraño Jaimes
Docente, escritora, y promotora de lectura y escritura.