El próximo 4 de septiembre se cumplen 17 años de la muerte del poeta Diomedes Daza, originada por las balas ciegas y sordas al clamor de la vida y a la estética imaginante de la palabra. El Poeta, también era abogado, docente universitario, gallero y caballista. En su pequeña hacienda en Valledupar, resaltaba entre sus […]
El próximo 4 de septiembre se cumplen 17 años de la muerte del poeta Diomedes Daza, originada por las balas ciegas y sordas al clamor de la vida y a la estética imaginante de la palabra. El Poeta, también era abogado, docente universitario, gallero y caballista. En su pequeña hacienda en Valledupar, resaltaba entre sus caballos de paso fino a ‘El Faraón’. En homenaje a su afición por los caballos, escribí este texto.
Al verme, algunos curiosos aficionados a la caballería rememoran los nombres de los caballos famosos de la historia: Pegaso, en la mitología griega, el caballo alado de los dioses del Olimpo. Rocinante de Don Quijote de la Mancha. Palomo del libertador Simón Bolívar. Pero yo no tengo nombre, sólo soy un caballo escuálido que arrastra el peso de una carreta por la ciudad. A pesar de ser caballo, me degradan cuando a mi carreta le dicen carro de mula. Yo prefiero el nombre de carreta de caballo, porque según algunos cristianos la mula fue castigada por comerse la hierba del pesebre en Belén, y Dios la maldijo con la esterilidad.
Es cierto que nadie debe cambiarse por otro; pero a veces yo quisiera ser ese caballo del Poeta que Valledupar recuerda, porque en aquella tarde lluviosa de agosto cuando una enlutada cabalgata acompañaba el sepelio, ‘El Faraón’ de la mano de un empleado de la hacienda iba cerca del ataúd, y al notar la ausencia de su jinete un chorro de lágrimas bañaba su cara. Sólo quisiera ser ‘El Faraón’ para demostrarle a la gente que todos los caballos somos fieles a la amistad y al jinete. No soy caballo de elegantes coches de turistas o de carrozas fúnebres; soy un equino escuálido, condenado al trabajo, y si me amo se emborracha, permanezco todo un día amarrado a una reja o a un tronco, y se olvida que yo necesito calmar la sed y el hambre. No tengo descanso ni derecho a pensionarme, y en la vejez, más me esclavizan en las ciudades.
Nadie piensa en mí, como un ser con sus derechos y sus para bienes. Vivo condenado a la soledad, no tengo la libertad del disfrute de los instintos eróticos, no hay yegua a mi alcance, ni una burra mansa. Sometido a sol y lluvia, a pesadas cargas, y lo peor, a fuetazos lacerantes, obligado a transitar en vías contrarias y a pasar semáforos en rojo. Y al final, quedo como dice un canto vallenato: “para el animal no hay un Dios que lo bendiga”. Aunque hay una Sociedad Protectora de Animales, para ella no existo. Sus miembros son indiferentes antes los frecuentes asedios de maltratos e improperios.
Por José Atuesta Mindiola
El próximo 4 de septiembre se cumplen 17 años de la muerte del poeta Diomedes Daza, originada por las balas ciegas y sordas al clamor de la vida y a la estética imaginante de la palabra. El Poeta, también era abogado, docente universitario, gallero y caballista. En su pequeña hacienda en Valledupar, resaltaba entre sus […]
El próximo 4 de septiembre se cumplen 17 años de la muerte del poeta Diomedes Daza, originada por las balas ciegas y sordas al clamor de la vida y a la estética imaginante de la palabra. El Poeta, también era abogado, docente universitario, gallero y caballista. En su pequeña hacienda en Valledupar, resaltaba entre sus caballos de paso fino a ‘El Faraón’. En homenaje a su afición por los caballos, escribí este texto.
Al verme, algunos curiosos aficionados a la caballería rememoran los nombres de los caballos famosos de la historia: Pegaso, en la mitología griega, el caballo alado de los dioses del Olimpo. Rocinante de Don Quijote de la Mancha. Palomo del libertador Simón Bolívar. Pero yo no tengo nombre, sólo soy un caballo escuálido que arrastra el peso de una carreta por la ciudad. A pesar de ser caballo, me degradan cuando a mi carreta le dicen carro de mula. Yo prefiero el nombre de carreta de caballo, porque según algunos cristianos la mula fue castigada por comerse la hierba del pesebre en Belén, y Dios la maldijo con la esterilidad.
Es cierto que nadie debe cambiarse por otro; pero a veces yo quisiera ser ese caballo del Poeta que Valledupar recuerda, porque en aquella tarde lluviosa de agosto cuando una enlutada cabalgata acompañaba el sepelio, ‘El Faraón’ de la mano de un empleado de la hacienda iba cerca del ataúd, y al notar la ausencia de su jinete un chorro de lágrimas bañaba su cara. Sólo quisiera ser ‘El Faraón’ para demostrarle a la gente que todos los caballos somos fieles a la amistad y al jinete. No soy caballo de elegantes coches de turistas o de carrozas fúnebres; soy un equino escuálido, condenado al trabajo, y si me amo se emborracha, permanezco todo un día amarrado a una reja o a un tronco, y se olvida que yo necesito calmar la sed y el hambre. No tengo descanso ni derecho a pensionarme, y en la vejez, más me esclavizan en las ciudades.
Nadie piensa en mí, como un ser con sus derechos y sus para bienes. Vivo condenado a la soledad, no tengo la libertad del disfrute de los instintos eróticos, no hay yegua a mi alcance, ni una burra mansa. Sometido a sol y lluvia, a pesadas cargas, y lo peor, a fuetazos lacerantes, obligado a transitar en vías contrarias y a pasar semáforos en rojo. Y al final, quedo como dice un canto vallenato: “para el animal no hay un Dios que lo bendiga”. Aunque hay una Sociedad Protectora de Animales, para ella no existo. Sus miembros son indiferentes antes los frecuentes asedios de maltratos e improperios.
Por José Atuesta Mindiola