Hace algún tiempo vengo lidiando con la Muerte, silenciosa, coqueta, misteriosa e inoportuna. No le temo, tal vez, nunca le he temido, creería.
Desde que era un niño, el tema escatológico ha llamado siempre mi atención y el susurro constante de esa fuerza tan real como lo es la vida, ha zigzagueado a mi lado entre el viento y el silencio, en el bullicio y en la calma, dejando un murmullo de tranquilidad.
La mayoría de la gente no la tiene en cuenta ni se acuerda de ella sino de forma esporádica o hasta cuando llega y los abraza. Cuando toca a nuestra puerta y pregunta por alguien que quizá la esté esperando o se sorprenda ante su llamado. Tal vez somos un poco desagradecidos o tal vez por el miedo o el temor a ella nos hacemos los de la vista gorda y pensamos que nunca llegará, deseando tal vez que siga de largo o se olvide de nosotros.
Pero la realidad es otra. Desde que nacimos, ella ha estado siempre a nuestro lado, como hermana inseparable de la vida, caminando juntas, e inevitablemente un día tocará de nuevo, así como llegó, marcharse junto a ella, volviendo a la oscuridad y al enigma del origen de todo ser que un día nació para vivir, pero también para morir.
Somos egoístas ante su llegada, la aborrecemos y hasta la odiamos y a veces la maldecimos, ignorantes de nuestro destino y naturaleza humana, pues no somos inmortales, tampoco somos dioses, aunque deberíamos de serlo porque fuimos creados a imagen y semejanza de un Gran Eterno, y si así fuera, entonces seríamos omniscientes, omnipotentes y eternos como Él, pero no lo somos. Solo somos simples hojas que se aferran a un árbol mientras se disfruta de su savia. Desafiamos el viento cuando intenta tumbarnos, como si jamás fuéramos a caer algún día, porque creemos que solo llega como una suave brisa y nos sentimos fuertes en la tormenta al sentirnos asidos por siempre a ese inmenso árbol llamado vida.
Pero no, mis queridos lectores, la vida es un camino que a veces cuesta transitarlo, sobrellevando los vaivenes y vericuetos de este, evadiendo obstáculos y tomando atajos, creyendo que con ello saldremos triunfantes. ¿De qué? Me pregunto. Si al final de los días, el de los nuestros, solo seremos polvo de estrellas y seguiremos esparciéndonos en el vasto universo desconocido e infinito, aunque queramos atarnos solo al espacio y al tiempo que creemos que la vida nos dio, pero estamos equivocados, pues no existe tiempo ni espacio que la Muerte no recorra junto a su hermana, la Vida.
Cuando leí la novela “Las intermitencias de la muerte” del premio Nobel de literatura José Saramago, en donde en un país sin nombre, esta decide suspender su trabajo y las personas dejan de morir, creando un caos social, económico y ético, cuestionándose entonces el propósito de la vida sin la finitud y en donde aquí la Muerte personificada debe enfrentarse a las consecuencias de su decisión, reflexioné sobre lo efímero que debemos ser, entendí la sátira filosófica que el autor pretende que entendamos sobre la condición humana y la dependencia que tenemos de la muerte para dar sentido a nuestra existencia.
Imaginémonos un mundo donde nadie muera, en donde todos somos inmortales, generaríamos, sin duda alguna, un sentimiento de desesperación al no tener un final. Por eso, mis apreciados lectores, la muerte es necesaria para la vida, así como la noche lo es para el día y como el sueño a la vigilia, mostrándonos cómo la finitud da sentido a la existencia, a la trascendencia y a la civilización misma. Nos enseña a reflexionar sobre el miedo a perder la vida.
Tal vez deseamos, así como se narra en la novela, que la carta que nos escribe la muerte anunciando su llegada jamás llegue o que ella misma la destruya. Tal vez deseamos, que la muerte sienta la necesidad de dormir y que se olvide de nosotros, porque al final creemos que todos nuestros sueños se pueden hacer realidad.
Por: Jairo Mejía.












