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Columnista - 23 mayo, 2017

Croniquilla: Historia de una Virreina granadina

Por un diario de viaje encontrado por el historiador Ernesto Tirado en el Archivo General de Indias, se sabe de los desgraciados sucesos que vivió Juan Torrezar Díaz Pimienta, cuando partió a fines de abril de 1782 de Cartagena hacía Santafé, para servir de interino el cargo de Virrey. De naturaleza campechana y bondadosa era […]

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Por un diario de viaje encontrado por el historiador Ernesto Tirado en el Archivo General de Indias, se sabe de los desgraciados sucesos que vivió Juan Torrezar Díaz Pimienta, cuando partió a fines de abril de 1782 de Cartagena hacía Santafé, para servir de interino el cargo de Virrey.

De naturaleza campechana y bondadosa era el novel virrey y en tal condición fue despedido en Cartagena, donde había sido Gobernador por ocho años, con vivo regocijo por esa alta investidura que recibió de una Real Cédula del 26 de noviembre de 1781. El viaje a Santafé lo hacía en compañía de su esposa María Ignacia Salas y Hoyos, nieta del primer marqués de Valdehoyos y del primer marqués del Premio Real, quien por su boda vendría a ser la primera y única virreina granadina.

La lenta travesía de la remonta por el río Magdalena en estrechas almadías se hizo difícil por el agobio del quemante sol y los enjambres de jejenes en el día que causaban un desesperante escozor. El 20 de mayo, en un playón conocido como Quiebracinta, la virreina se indispuso y malparió a un muchacho. Reforzado el número de bogas, dos días más tarde, alicaídos por la novedad de la pérdida, llegaron el puerto de Honda donde son recibidos por el Arzobispo, funcionarios de la provincia y algunos militares para darle a los viajeros la debida escolta y compañía de protocolo.

Nueve días después se reanudó el viaje con el ascenso a la Sabana de Bogotá por la vía de Guaduas. La señora Virreina hubo de ocupar silla de mano, lo mismo su hijo de dos años, para lo cual se emplearon cien cargadores que se suplían por turnos. A la entrada de Facatativá el oidor Mon y Velarde estaba a la espera con carruajes, y allí mismo les dio la bienvenida en un largo y tedioso discurso, pero el Virrey se sintió incómodo por un agudo dolor de pecho “que se creía era flato”. Por la noche empeoró su estado de salud y con opresión y fatiga se fue directo a Santafé sin querer detenerse en la villa vieja de Ontibón, donde lo guardaba la Real Audiencia y el clero, lo que fue motivo de desconcierto, pues se había convenido un pomposo arribo a la ciudad.

Llamado de urgencia el naturalista José Celestino Mutis, quien era la mayor autoridad médica de su tiempo, mandó que le administraran la extremaunción. Después de una noche fatigosa “hizo tres evacuaciones y en una de ellas arrojó un apostema”. Mutis se vio en el trance de anunciar un pronto desenlace fatal, por lo que el enfermo recibió el sacramento de la comunión y pasó a recomendar a su familia a Juan de Casamayor, uno de los de su comitiva y Secretario del Virreinato. El virrey de Nuevo Reino de Granada, Juan Torrezar Díaz Pimienta se entregó a la paz del Señor el 2 de junio, después de las últimas campanadas de la Catedral, a media noche.

Doña María Ignacia, viuda en tierra extraña, se hospedó en casa de la condesa del Real Agrado, mientras disponía su regreso a España con arribo en La Habana, donde la esperaba su madre, doña Inés de Hoyos, casada en segundas nupcias con un mariscal de campo, don José Diguja, ex presidente de la Audiencia de Quito.

Pero otras desgracias se sumaron a las vividas. En La Habana muere su único hijo víctima de la viruela. Un año más tarde llega a Cartagena una Real Cédula por la cual Su Majestad concedía a la viuda la mitad del sueldo que correspondía a su esposo, pero para la época también ella había fallecido, atropellada por esa sucesión de persistentes infortunios.

El sacerdote que ofició la misa de difuntos, al evocar los besamanos, los bailes de saraos, las reglas de un exquisito ceremonial y las galas de los cortesanos en que ella había vivido en su corto espacio de vida como nieta de marqueses y como virreina, sólo dijo al salpicar sobre el féretro el hisopo con agua bendecida: “Si transit gloria mundi, así pasa la gloria del mundo”.

Por Rodolfo Ortega Montero

 

Columnista
23 mayo, 2017

Croniquilla: Historia de una Virreina granadina

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Rodolfo Ortega Montero

Por un diario de viaje encontrado por el historiador Ernesto Tirado en el Archivo General de Indias, se sabe de los desgraciados sucesos que vivió Juan Torrezar Díaz Pimienta, cuando partió a fines de abril de 1782 de Cartagena hacía Santafé, para servir de interino el cargo de Virrey. De naturaleza campechana y bondadosa era […]


Por un diario de viaje encontrado por el historiador Ernesto Tirado en el Archivo General de Indias, se sabe de los desgraciados sucesos que vivió Juan Torrezar Díaz Pimienta, cuando partió a fines de abril de 1782 de Cartagena hacía Santafé, para servir de interino el cargo de Virrey.

De naturaleza campechana y bondadosa era el novel virrey y en tal condición fue despedido en Cartagena, donde había sido Gobernador por ocho años, con vivo regocijo por esa alta investidura que recibió de una Real Cédula del 26 de noviembre de 1781. El viaje a Santafé lo hacía en compañía de su esposa María Ignacia Salas y Hoyos, nieta del primer marqués de Valdehoyos y del primer marqués del Premio Real, quien por su boda vendría a ser la primera y única virreina granadina.

La lenta travesía de la remonta por el río Magdalena en estrechas almadías se hizo difícil por el agobio del quemante sol y los enjambres de jejenes en el día que causaban un desesperante escozor. El 20 de mayo, en un playón conocido como Quiebracinta, la virreina se indispuso y malparió a un muchacho. Reforzado el número de bogas, dos días más tarde, alicaídos por la novedad de la pérdida, llegaron el puerto de Honda donde son recibidos por el Arzobispo, funcionarios de la provincia y algunos militares para darle a los viajeros la debida escolta y compañía de protocolo.

Nueve días después se reanudó el viaje con el ascenso a la Sabana de Bogotá por la vía de Guaduas. La señora Virreina hubo de ocupar silla de mano, lo mismo su hijo de dos años, para lo cual se emplearon cien cargadores que se suplían por turnos. A la entrada de Facatativá el oidor Mon y Velarde estaba a la espera con carruajes, y allí mismo les dio la bienvenida en un largo y tedioso discurso, pero el Virrey se sintió incómodo por un agudo dolor de pecho “que se creía era flato”. Por la noche empeoró su estado de salud y con opresión y fatiga se fue directo a Santafé sin querer detenerse en la villa vieja de Ontibón, donde lo guardaba la Real Audiencia y el clero, lo que fue motivo de desconcierto, pues se había convenido un pomposo arribo a la ciudad.

Llamado de urgencia el naturalista José Celestino Mutis, quien era la mayor autoridad médica de su tiempo, mandó que le administraran la extremaunción. Después de una noche fatigosa “hizo tres evacuaciones y en una de ellas arrojó un apostema”. Mutis se vio en el trance de anunciar un pronto desenlace fatal, por lo que el enfermo recibió el sacramento de la comunión y pasó a recomendar a su familia a Juan de Casamayor, uno de los de su comitiva y Secretario del Virreinato. El virrey de Nuevo Reino de Granada, Juan Torrezar Díaz Pimienta se entregó a la paz del Señor el 2 de junio, después de las últimas campanadas de la Catedral, a media noche.

Doña María Ignacia, viuda en tierra extraña, se hospedó en casa de la condesa del Real Agrado, mientras disponía su regreso a España con arribo en La Habana, donde la esperaba su madre, doña Inés de Hoyos, casada en segundas nupcias con un mariscal de campo, don José Diguja, ex presidente de la Audiencia de Quito.

Pero otras desgracias se sumaron a las vividas. En La Habana muere su único hijo víctima de la viruela. Un año más tarde llega a Cartagena una Real Cédula por la cual Su Majestad concedía a la viuda la mitad del sueldo que correspondía a su esposo, pero para la época también ella había fallecido, atropellada por esa sucesión de persistentes infortunios.

El sacerdote que ofició la misa de difuntos, al evocar los besamanos, los bailes de saraos, las reglas de un exquisito ceremonial y las galas de los cortesanos en que ella había vivido en su corto espacio de vida como nieta de marqueses y como virreina, sólo dijo al salpicar sobre el féretro el hisopo con agua bendecida: “Si transit gloria mundi, así pasa la gloria del mundo”.

Por Rodolfo Ortega Montero