Las cifras son, a veces, espejismos estadísticos. Una suerte de consuelo matemático que pretende darle orden al caos que no se deja contar. Dicen que Valledupar vive hoy una bonanza laboral. Que el desempleo ha caído a cifras históricamente bajas. Que nos codeamos con las grandes ciudades en esta danza de la ocupación. Que 202.000 vallenatos tienen trabajo. Que apenas 17.000 buscan empleo sin encontrarlo. Que estamos mejor. Que hay motivos para celebrar.
Pero… ¿cómo creer lo que no se siente? ¿Cómo aceptar como cierta una realidad que, en la piel de la ciudad, no palpita? ¿Qué tipo de progreso es este que no se traduce en oportunidades reales, dignas, estables? ¿Qué victoria es esta que no celebra el joven que ha de irse a otras tierras porque aquí no le abrieron la puerta que soñó durante toda su carrera? ¿Qué cifra puede abrazar el alma de quien ha estudiado, resistido, persistido… y aun así, no encuentra dónde ejercer su vocación sin traicionar su propósito?
Hay algo profundamente desconcertante en ver cifras que no se parecen a la vida. En escuchar discursos de victoria mientras las esquinas murmuran derrota. En leer estadísticas alentadoras mientras los ojos de los jóvenes siguen suplicando una oportunidad. ¿Qué clase de verdad es esta que no alcanza a tocar la carne de la ciudad?
Hay una diferencia ontológica entre el ser y el parecer. Las cifras son el parecer. Pero el desempleo, la informalidad, el desarraigo forzoso, son el ser. Las cifras dicen que estamos mejor. Pero Valledupar se sigue desangrando en su juventud, que huye. En sus profesionales, que claudican. En sus vocaciones, que son traicionadas por la necesidad de sobrevivir.
Porque no se trata solo de tener trabajo. Se trata de tener una vida que valga la pena ser vivida. Hoy, más de 128.000 vallenatos trabajan en la informalidad. Son mayoría. Están en el comercio callejero, en los oficios sin nombre, en los contratos sin firma, en los días sin descanso, en las noches sin certeza. Son quienes levantan la economía invisible de la ciudad. Son quienes hacen que la cifra de desempleo baje… a costa de sí mismos.
Y hay una injusticia sutil —pero feroz— en todo esto: la de quien estudió durante años con la esperanza de transformar su tierra, y hoy debe vender minutos, manejar una moto, hacer domicilios, improvisar una existencia sin rumbo. No porque no quiera ejercer su carrera, sino porque no lo dejan. Porque el sistema no lo acoge. Porque aquí, como en tantas otras ciudades, el mérito aún no es suficiente.
Recomendado: Desempleo cae a 7,9 % en Valledupar, pero informalidad laboral crece
Esto no es una queja. Es una contemplación crítica. Una necesidad de nombrar lo que duele para no permitir que se normalice. Valledupar, con todo su talento humano, con su riqueza cultural, con su geografía fecunda, no puede seguir siendo territorio de exilio vocacional. No puede conformarse con cifras decoradas mientras sus calles cuentan otra historia.
El filósofo Byung-Chul Han dice que el infierno contemporáneo no es el lugar del dolor, sino el de la indiferencia. Y es esa indiferencia la que debemos combatir. No podemos ser espectadores pasivos de una ciudad que se habitúa a aplaudir el espejismo mientras el espejo le devuelve una imagen rota. No podemos resignarnos a que el “mejoramiento” solo exista en informes técnicos que no se traducen en bienestar real.
Y aun así —paradójicamente— hay una fuerza que persiste. Hay algo invencible en el alma vallenata. Algo que no se doblega. Algo que no se rinde. Porque aquí, incluso en medio de la precariedad, florece el empeño. Porque aquí hay jóvenes que se levantan cada día a pelear por su futuro, aún sin garantías. Hay madres que emprenden desde cero. Hay músicos que no dejan morir la canción. Hay maestros que enseñan aunque les falten herramientas. Hay resiliencia. Y donde hay resiliencia, hay esperanza.
No estamos derrotados. Estamos en transición. En esa dolorosa, pero necesaria, gestación de una conciencia colectiva más crítica, más despierta, más exigente. Una conciencia que no se conforma con que le digan que “todo va bien”, cuando aún hay tanto por hacer.
Por eso, el desafío no es solo económico. Es espiritual. Es cultural. Es ético. No basta con reducir las tasas de desempleo: hay que dignificar la vida laboral. No basta con que los jóvenes trabajen: hay que permitirles soñar. No basta con que la ciudad crezca: tiene que crecer con sentido.
El progreso no puede ser solo una palabra. Tiene que ser una experiencia compartida. Un cambio que se vea en los rostros, que se escuche en los testimonios, que se sienta en la cotidianidad. Que sea verdad y no apariencia.
Y ese día llegará. Llegará cuando el trabajo no sea solo actividad, sino realización. Cuando el desarrollo no sea sólo dato, sino percepción. Cuando el profesional no tenga que migrar para florecer. Cuando el estudiante pueda proyectarse aquí, sin miedo, sin renuncias. Cuando el progreso, por fin, se parezca a nosotros.
Ese día —y sólo entonces— podremos decir que Valledupar ha cambiado de verdad.
Por: Jesús Daza Castro











