En Valledupar, tierra de cantos que se escapan por las ventanas como mariposas con prisa, hay una plaza desierta en el alma de sus jóvenes. Allí, entre las ceibas que no dan sombra a sus anhelos, crece una generación que no termina de nacer en su propio suelo. Los jóvenes caminan con los pies en la ciudad, pero con la mirada sembrada en otros mapas. No es que no amen su tierra. Es que aquí, la esperanza se ha vuelto un huésped fugaz.
A veces, parece que Valledupar está hecha de despedidas. Hay madres que ya no lloran cuando sus hijos se van: aprendieron a lustrar con resignación las maletas, a guardar consejos entre camisas, y a esconder oraciones en los bolsillos. En los cafés del centro, se oyen historias que comienzan con un “cuando yo me vaya”, como si el verbo habitar hubiera sido sustituido por un gerundio de fuga.
No hay revuelta ni barricadas. La juventud no grita, pero tampoco canta. El acordeón, fiel retrato del alma vallenata, se ha vuelto un instrumento de nostalgia. Ya no se le arranca un porvenir, sino una elegía. El talento que antes llenaba esquinas, festivales y parques, ahora se marcha con pasaporte en mano, buscando un sitio donde el mérito no se esconda bajo la alfombra de los apellidos ilustres ni se pierda en trámites eternos.
Y uno se pregunta, con la ingenuidad del que aún quiere creer, ¿quién decidió que aquí no caben los sueños? ¿Quién cerró la puerta del futuro a tantos que solo querían quedarse y construir? ¿Acaso no era esta la ciudad donde la música, el arte, la ciencia y la empresa podían florecer con nombres propios? ¿Qué fuerza silenciosa empuja a nuestros jóvenes a ver el exilio como salvación?
La ironía es que Valledupar se adorna con discursos sobre juventud, pero la deja desnutrida de caminos. Hay programas, claro. Hay promesas, también. Pero entre las palabras y la realidad se extiende un abismo que ni el más bravo río Cesar puede cruzar. Mientras tanto, los muchachos aprenden que para tener éxito deben irse. Que quedarse es una forma elegante de hundirse con la barca.
Los barrios están llenos de genios invisibles: poetas que nunca publicaron, diseñadores atrapados en call centers, ingenieros que reparten domicilios, soñadores que cuentan monedas en esquinas de lunes. Ellos no lo dicen, pero lo saben: aquí, el talento no basta. Hace falta un milagro o una palanca. Y como los milagros escasean y las palancas ya están oxidadas de tanto uso, optan por irse.
Y, sin embargo, no hay rabia. Solo una melancolía que se disfraza de costumbre. Se ha normalizado la despedida, como si fuera parte del ritual vallenato. “¿Y tu hijo?”, preguntan en la calle. “Está en Bogotá, en Medellín, en el exterior”, responden, con una mezcla de orgullo y resignación, como si el éxito tuviera que ver más con la distancia que con el mérito.
Pero el verdadero daño no lo sufre solo el joven que parte. Lo sufre la ciudad que se queda sin ellos. Valledupar pierde ideas, energía, diversidad. Pierde críticos, artistas, inventores, maestros. Se convierte en una postal hermosa pero inmóvil. Como una guitarra colgada en la pared: intacta, brillante, pero muda.
¿Qué será de esta tierra si sus hijos ya no creen en ella? ¿Qué cultura puede florecer donde el talento es pasajero? ¿Qué economía se sostiene cuando los emprendedores deben buscar otras plazas? Valledupar no está quedando sola, pero sí huérfana de futuro. Y lo más triste es que parece no darse cuenta.
Pero aún hay tiempo. Tal vez, si escuchamos el susurro de quienes se van, podamos construir motivos para que otros se queden. Tal vez, si se honra el mérito y se abonan los caminos, volverá el canto. Porque la esperanza, aunque a veces parezca moribunda, nunca muere del todo. Solo se esconde. Y a veces, regresa.
Porque esta ciudad no necesita más discursos: necesita más oportunidades. No más monumentos al pasado, sino puentes hacia el porvenir. Y quizás, un día, cuando volvamos a ver a los jóvenes soñando aquí, con los pies en estas calles y el corazón sin billete de salida, podamos decir que Valledupar ya no se sueña desde lejos, sino desde adentro.
Y si un día vuelven —porque el amor siempre vuelve— que los encuentre esta ciudad distinta: más justa, más abierta, más suya. Porque Valledupar no será completa hasta que no pueda abrazarlos sin empujarlos. Ustedes son su verso más hermoso, su canción inconclusa. Y todavía hay tiempo, todavía hay nota, todavía hay pueblo.
No renuncien. No se apaguen. Y si tienen que volar, que sea con el corazón amarrado al surco que los vio nacer.
Por: Jesús Daza.












