COLUMNISTA

Una tarde en Las Ventas

Nunca imaginé que terminaría viendo una corrida de toros en la Plaza de Las Ventas, en Madrid. Pero la vida tiene estas formas curiosas de ponerte justo donde no sabías que querías estar. Me invitaron a vivir la experiencia y no solo acepté, sino que la viví como si se tratara de una escena sacada de un libro que se escribe en tiempo real.

Una tarde en Las Ventas

Una tarde en Las Ventas

Por: Brenda

@el_pilon

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Nunca imaginé que terminaría viendo una corrida de toros en la Plaza de Las Ventas, en Madrid. Pero la vida tiene estas formas curiosas de ponerte justo donde no sabías que querías estar. Me invitaron a vivir la experiencia y no solo acepté, sino que la viví como si se tratara de una escena sacada de un libro que se escribe en tiempo real.

Me tocó un lugar increíble, en el tendido de capote, muy cerca de la acción. A mi lado, un amigo que es un apasionado del mundo taurino me iba explicando cada detalle con calma, con amor por la tradición. Y eso lo cambió todo. Porque sí, una cosa es ver, y otra muy distinta es entender lo que se está viendo. Creo que, sin él, no habría tenido la sensibilidad suficiente para notar la cantidad de arte, historia y simbolismo que se esconde en esta tradición tan discutida.

Todo comienza con el paseíllo, una especie de ritual donde desfilan los protagonistas de la tarde: los toreros, sus cuadrillas, los alguacilillos a caballo, los areneros… todos saludan a la presidencia en un acto solemne, casi como si estuvieran entrando a un templo. El murmullo del público tiene algo especial, algo eléctrico, pero al mismo tiempo lleno de respeto.

Y de repente, entra el toro. Y todo cambia.

El corazón se acelera, no sabes qué va a pasar. Cada toro tiene su carácter, su fuerza, su forma de moverse. Es impredecible. La plaza se vuelve un escenario vivo, donde el público grita, opina, aplaude o reclama. Especialmente el famoso tendido 7, que no deja pasar ni un detalle.

A mi otro lado se sentó un señor elegante, que me preguntó con mucha educación si le molestaba que fumara un puro. Le dije que no, que en realidad ese olor me recordaba a mi papá. A cuando era niña y él fumaba sus habanos eternos mientras teníamos esas charlas profundas sobre la vida. Y en ese momento, entre el humo, el oro de los trajes de luces y la tensión del ruedo, sentí como si el tiempo se detuviera. Definitivamente una tarde que nunca voy a olvidar.

Vi a tres toreros esa tarde: Sébastien Castella, José María Manzanares y Borja Jiménez. Cada uno con dos toros, como manda la tradición. Fue interesante notar cómo cada faena tenía su propia personalidad, su ritmo, su emoción.

Las Ventas, donde ocurrió todo esto, no es cualquier plaza, es la más importante del mundo, el escenario soñado para cualquier torero. Y no es casualidad que esté en España. Algo que entendí es que este arte busca despertar algo en el espectador. Emoción, adrenalina, incluso contradicción. Pero algo. El arte que no te mueve, que no te remueve, está muerto. Y esto estaba muy, muy vivo.

Me llevé muchas cosas. Los trajes, que parecen hechos para un museo. La simbología de cada gesto, como la forma en la que cae la montera: si cae boca arriba, dicen que es de mala suerte, como un ataúd. Si cae boca abajo, hay esperanza.

También me puse a investigar y descubrí que esta tradición no nació solo en España. Hay quienes dicen que los primeros rastros de este tipo de espectáculos vienen de Creta, esa isla griega donde se han encontrado restos que hablan de juegos y ritos con toros. Sea como sea, la tauromaquia lleva siglos despertando emociones. Y eso ya es decir mucho.

No sé si volvería. Tal vez sí. Tal vez no. Pero sí sé que fue una tarde que no voy a olvidar. Porque más allá de estar de acuerdo o no, más allá de las posturas, sentí algo. Y cuando uno siente, es porque el arte hizo su trabajo.

Por: Brenda Barbosa Arzuza.

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