COLUMNISTA

Los privilegios de la vejez

Me contaba hace algún tiempo un amigo lo ocurrido con sus nietas, adolescentes ellas, a quienes les daba pena que sus jóvenes admiradores las vieran saludando al vecino de su abuelo. Yo le comenté: Ese es el resultado de la educación que reciben los jóvenes hoy en día. Ya no les enseñan valores ni respeto […]

Los privilegios de la vejez

Los privilegios de la vejez

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Me contaba hace algún tiempo un amigo lo ocurrido con sus nietas, adolescentes ellas, a quienes les daba pena que sus jóvenes admiradores las vieran saludando al vecino de su abuelo. Yo le comenté:

Ese es el resultado de la educación que reciben los jóvenes hoy en día. Ya no les enseñan valores ni respeto hacia los mayores.

Algunos los detestan, otros los ignoran, los de más allá apenas si los toleran. Pareciera que esos ancianos no pudieran ser los progenitores de sus padres o de sus abuelos o, lo que parece aún más aberrante, sus propios padres o, al menos, personas mayores que merecen respeto.

A veces, cuando uno observa escenas de displicencia hacia las personas mayores, le da la impresión de que esos jóvenes, que así tratan a los ancianos, olvidaran que en algún momento de sus propias vidas ellos mismos tendrían que pasar por circunstancias similares, si Dios permite que envejezcan.

Por eso, después de una profunda meditación -yo, que ya soy casi un anciano- encuentro bueno señalar que, a pesar de haber pasado por todas las etapas de la juventud y lo que ese recorrido conlleva, llego a la conclusión de que no fuimos las actuales personas mayores quienes eliminamos la melodía de la música ni el talento y el ingenio de las creaciones artísticas; ni tampoco la buena voz a la hora de cantar ni el orgullo por nuestra apariencia exterior ni la cortesía con los demás; ni el romance en las relaciones amorosas ni el compromiso de pareja ni la responsabilidad en la paternidad ni la unión de la familia; como tampoco descartamos el aprendizaje y el gusto por la cultura ni los sentimientos de patriotismo ni el rechazo a la vulgaridad; mucho menos prescindimos de la urbanidad y el sentimiento cívico en nuestras costumbres.

Tampoco fue nuestra generación la que eliminó el comportamiento intelectual ni el refinamiento del lenguaje ni la dedicación a la literatura; ni la prudencia a la hora de gastar ni la ambición por lograr ser alguien en la vida. Tampoco fue nuestra generación la que sacó a Dios del gobierno de las escuelas y de nuestra existencia. Y, por supuesto, que tampoco fuimos los que suprimimos la paciencia y la tolerancia en nuestras relaciones personales ni en la interacción con los demás.

Y, aun cuando ya soy una persona mayor, todavía sé cómo llegar a mi casa. Todavía duermo plácidamente en las noches, aunque al otro día el cuerpo se demore en permitir que me levante.

Todavía puedo reírme de las críticas, aunque en ocasiones no oiga lo que dicen de mí. Todavía soy bueno contando historias, no obstante a veces repito algunas. Y si bien hay quienes piensan que soy peleador, cascarrabias o intransigente, es porque olvidan simplemente que tengo edad para decir que hay cosas que no me gustan. Por ejemplo, no me gusta la congestión del tráfico, ni las muchedumbres, ni la música alta, ni los niños gritones, ni los perros que ladran, ni los políticos, ni las injusticias, ni la picardía, ni tantas otras cosas que ahora no recuerdo…

Y espero continuar el disfrute de mi vida al máximo, al poder seguir amando, escribiendo, leyendo, oyendo quedamente la música que me agrada y me da solaz.

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