Recuerdo mucho a un gran amigo y vecino cuando, con algo de aprecio y picardía, se refería a uno de mis hijos, quien empezaba, con un grupo de amigos en sus años mozos, su afición por la música y cuyos ensayos eran frecuentes en mi casa. Cierto día, me pregunta por los “Indiferentes”, ante lo cual le respondo, confundido:
—¿Qué me quieres decir con ello?
— Simplemente es que esos muchachos cuando hacen sus ensayos musicales, no dejan dormir a nadie y, de remate, cada quien va por su lado; la falta de atención les impide la armonía y su relación con lo que quieren interpretar —me respondió con una risita burlona.
Sí, los había bautizado como ‘los indiferentes’, tal vez porque querían organizar un grupo, pero cada quien no sabía qué camino seguir. Esto me hizo pensar en el término preciso de lo que es la indiferencia en toda su magnitud en algunas de las fases en que se mueve la humanidad, y que es causa del deterioro de la armonía y de la paz con principios, que nada tienen que ver con la conformación de grupos que persiguen un fin sano. El término indiferencia es mucho más amplio y va más allá de lo que balbucía con sarcasmo mi vecino.
La indiferencia es un abismo en el que se hunden las esperanzas de los pueblos. No es un miedo silencioso, es algo peor: es la renuncia a sentir, a actuar, a importar. Vivimos en un mundo, donde como escribió Elie Wiesel, sobreviviente a las atrocidades del Holocausto: “Lo opuesto del amor no es el odio, es la indiferencia”. A lo largo de sus memorias escritas da a entender que el silencio y la pasividad permitieron su continuidad. Al leerlo inspira a evitar que algo tan horrible vuelva a ocurrir.
Desde la trinchera política, la indiferencia ha sido la fuente del autoritarismo y la injusticia, la crueldad y la infamia. Cuando la practicamos, el sistema se pudre, se desintegra y se pierde la autonomía. Nuestra historia ha sido un baile de dictaduras y democracias frágiles y la apatía ciudadana permite que se repitan los errores. Y así la política se convierte en una maquinaria que devora sueños y perpetúa desigualdades.
Con los años nos aferramos a la ilusión de justicia mientras su realidad se deteriora, entonces la soledad, esa indiferencia del Estado y la lucha silenciosa de los olvidados, retorna a la memoria del tiempo. En la gente de conducta moral firme, a pesar de la indiferencia y de los indiferentes, en medio del abandono y la pobreza, la fuerza de la esperanza como acto de rebeldía aparece, mostrando que la dignidad humana puede sostenerse incluso frente a la adversidad extrema.
Económicamente, la indiferencia legaliza la miseria. Mientras millones viven en una pobreza llena de angustias, otros millones miran hacia otro lado. La economía se ha construido sobre el olvido selectivo de los más vulnerables. Es la indiferencia de los poderosos, dueños de la vanidad y del placer donde todos sus espejos ocultan las imágenes reales de la vida mendigante.
En el plano social, la indiferencia nos deshumaniza. Nos acostumbramos a ver en las noticias: migrantes ahogados, niños hambrientos, mujeres violadas y asesinadas. “No podemos acostumbrarnos al horror”, advertía el papa Francisco. La indiferencia social por medio de la prensa, convierte las tragedias en estadísticas, y a las personas en sombras que no conmueven. En las ciudades modernas, podemos vivir años sin conocer al vecino. Lo confortable nos evita mirar a los ojos del otro, porque mirarlo es reconocerlo, y reconocerlo implica responsabilidad con la caridad humana y con el deber de la confraternidad.
La naturaleza misma, en su crisis ambiental es otra víctima de la gana más con la destrucción del árbol que ríe bajo el amparo de las lluvias, del pájaro que trina, del perro callejero que aúlla de dolor y soledad. La Tierra llora, los glaciares se derriten y las especies desaparecen, y se sigue actuando como si nada pasara.
Ya lo decía García Márquez: “después de la última explosión la era del rock y de los corazones trasplantados, estaría de regreso a su infancia glacial” … ¿Que habrá de suceder para que reaccionemos? Tal vez estamos a la espera de un suicidio colectivo disfrazado de normalidad, antes que el poder del dinero mal usado nos acabe.
En lo emocional, la indiferencia es la muerte del alma, el sentido de la existencia que no siente, que no sufre, pero tampoco ama. Nos miramos de reojo, tal como se pasea el mendigo por la mente del avaro y su dolor ni siquiera le inmuta. Y hemos dejado de mirar arriba, a los lados, al entorno y lo que nos queda debajo no existe bajo el peso de los sentimientos.
La indiferencia no es solo un defecto del alma sino una herida para la humanidad, que sufre y se desangra en la miseria. La capacidad de conmovernos, de indignarnos, de actuar debe retornar; ojalá nos hagamos muy amigos de lo rebelde donde hay causa justa.
Mas que nunca, necesitamos sentir, dejar de ser simples y discretos, necios ante lo notable, vanidosos ante la nada. Porque cuando el mundo arde, el silencio no puede representar lo neutral, la quietud, la complicidad y el desánimo. Y el amor, el verdadero amor por la vida humana, solo comienza cuando la indiferencia acaba.
Por: Fausto Cotes N.











