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Las uvas del tiempo

Por Mary Daza Orozco  Hace años, cuando era una niña y vivía en la casa paterna,  en un día como hoy, era infaltable. En la vieja radiola  se alistaba un disco grande, negro, sagrado, era de los poemas que gustaban a mi padre. El de esta noche era especial: “Las uvas del tiempo”, de Andrés […]

Las uvas del tiempo

Las uvas del tiempo

Por: Mary

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Por Mary Daza Orozco

 Hace años, cuando era una niña y vivía en la casa paterna,  en un día como hoy, era infaltable. En la vieja radiola  se alistaba un disco grande, negro, sagrado, era de los poemas que gustaban a mi padre.

El de esta noche era especial: “Las uvas del tiempo”, de Andrés Eloy Blanco, de quien aprendí  los magistrales versos del  ‘dulce mal con que me estoy muriendo’.

La voz  recia por momentos, bronca, en otros; emocionada siempre, desgranaba versos, quince minutos antes de las doce y al terminar nos mirábamos y los cuatros nos abrazábamos y nos deseábamos  el Feliz Año.

Los cuatro: mis padres, mi hermano y yo.  Después escuchábamos el barullo en el pueblo: las detonaciones al aire sonaban como chorrillos de aire comprimido y los estallidos, la música  se filtraba a borbotones de los radios y radiolas de las casas cercanas, llegaban los vecinos  y nos gritaban ¡Feliz Año!, y cuando pasaba el tiroteo nos íbamos  calle arriba a abrazar a los abuelos, a los tíos y a todos los que encontrábamos en el camino.

Eran otros tiempos, tiempos en los que la familia era tan compacta como una piña, todos unidos, palpitando con un solo corazón rebosante de buenos deseos;  y el pueblo con su historia acuestas en la que acumula  tantas noches viejas y  tantas noches nuevas, se estremecía con los recuerdos.

Eso parecido lo describe Andrés Eloy Blanco, en el universal poema Las uvas del tiempo: “¡Oh nuestras plazas, adonde van las gentes, sin conocerse, con la buena nueva! Las manos que se buscan con la efusión unánime de ser hormigas de la misma cueva; y al hombre que está solo, le dicen cosas de honda fortaleza: ¡Venid compadre, que las horas pasan; pero aprendamos a pasar con ellas! Y el cañonazo en la planicie, y el Himno Nacional desde la iglesia, y el amigo que viene a saludarnos: ¡feliz año, señores!…”

Ahora cuando mi vida es otra, ¡el cambio de los tiempos!, sin pueblo, sin padres, sin la radiola vieja, sin calles que remontar porque no hay abuelos,.

Sino la ciudad, luces, bailaderos atestados, abrazos fugaces,  y la ausencia de los que quisimos y queremos, de esos que no están para contar con ellos una por una las uvas de los meses y  por cada una el anhelo de lograr cosas nuevas, me embarga la molestia de tanta añoranza y me carcome el mal para el que no hay remedio: la nostalgia.

Sé que en los corazones de muchos está pasando esto, pero se alivian con el licor, o hacen, quizás, lo mismo que yo: observarlos a ellos, a los hijos, alegres, con vestidos nuevos, felices, porque no hay añoranzas, no supieron de campanas al vuelo en la humilde iglesia, ni de voladores, ni de Himno Nacional, ni de esos poemas  que se quedan para siempre; viven su época, pero no se escaparán, cuando los años pasen, de sentir la melancolía por lo eran sus noches viejas o sus noches nueva,.

Mientras tanto disfrutan la “algarabía de la ciudad borracha, donde va mi emoción sin compañera, mientras los hombres comen las uvas de los meses, yo me acojo al recuerdo como un niño a una puerta. “

A mis lectores, fieles amigos, gracias por leer mis columnas que son girones de vida, de mi vida que se las comparto, hoy con el deseo inmenso de que sean felices y aunque esta noche se nos muere un año, aparece otro con toda las expectativas de lo que puede pasar o no, pero hay que vivirlo; y los invito a que, un poco antes de las doces, brindemos  por la vida, con las uvas, con licor o con la ambrosía de los recuerdos lindos.

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