Los sembrados de algodón se podían ver como una sola manta hasta donde alcanzaba la vista, a lado y lado de las vías, en todos los sentidos saliendo desde Valledupar. Al llegar a Caracolí, vía a Los Venados, solo unas pocas tierras no fueron sembradas, tal vez por su geografía o por alguna razón que no tiene caso mencionar. Del resto, todas las tierras fueron cubiertas por el oro blanco.
En la finca Los Carretos, a unos 400 o 500 metros del pueblo, estaba la pista de aterrizaje desde donde se surtían los aviones para fumigar todos los cultivos de la zona. En los campos se ubicaban hombres con banderines blancos que iban guiando al piloto a través de las líneas de sembrado para que no rociara el veneno en la misma parte varias veces. El avión hacía la rutina durante unos minutos recorriendo el área, yendo y viniendo a través del sembradío a muy baja altura; por supuesto, para que los chorros no fuesen arrastrados por el viento y no se perdiera el producto.
A escondidas, nos metíamos en el cultivo dentro de una caja de cartón para ubicarnos justo en el recorrido del avión, para verla pasar con su imponencia y tan cerca que podíamos casi tocar las llantas y leer debajo de cada ala la palabra “SALA”. Era el nombre de la empresa de fumigación, y hasta mucho después creíamos que, como el piloto se llamaba “Salatiel”, él había mandado a poner su nombre debajo de las alas.
Los aviones empezaron a ser mi fascinación. De hecho, quería ser piloto cuando fuese grande y construía avioncitos de madera a los que les ponía por llantas unas tapas de plástico, y la hélice del motor la fabricaba con potes de aceite para carros. Hacer que el viento girara la hélice mientras corría por los sembrados, simulando que era mi avión el que fumigaba el algodonal, era la recompensa a la fantasía de un niño de seis años.
Cierto día, mi papá me llevó a Los Carretos porque debía organizar algo con el piloto de la aeronave, ya saben, “el viejo Sala”. Mientras conversaban, me fui para la pista a ver aterrizar y despegar los aviones. Desarmé una caja de cartón con la que hice una pancarta, y justo cuando el avión iba a despegar, me ubicaba detrás de la cola para que, cuando acelerara, levantara una polvareda junto con piedras que salían disparadas con tanta fuerza que golpeaban la pancarta y terminaba expulsándome y revolcándome contra la baranda detrás de la pista. Y así repetía el ejercicio una y otra vez mientras duró la visita. Esa noche debieron llevarme al centro de salud, intoxicado por exposición constante al veneno.
Cuando ya se acercaba la cosecha, es decir, la recolección del algodón, no había en la región suficientes trabajadores para atender todos los campos, así que debieron traer gente del interior del país en aviones de la Fuerza Aérea. Ya en el aeropuerto de Valledupar, se formaban filas de camiones y, luego que desembarcaban los trabajadores, empezaba una puja como quien está en una subasta de ganado, repartiéndose los recolectores para llevarlos a los campos.
En ese entonces, mi papá tenía un camioncito Dodge 350 rojo con blanco que llenó de gente hasta encima de la carpa. No recuerdo cuántos iban, pero puedo asegurarles que nunca había visto tanta gente montada en un carro. El espectáculo de las caravanas dirigiéndose hacia las fincas algodoneras, y la gente gritándoles: “¡Avanzaos!, ¡chupamedias!”, por donde pasaban los camiones, y la respuesta en coro de los recolectores: “¡Tu madre, hijuep…!”, eran parte de la cultura macondiana del algodón.
La primera cosecha había sido un éxito, tanto así que la finca había sido remodelada y acondicionada al nuevo estilo de vida, puesto que habíamos pasado de ser “acomodados” a ricos. Estaba llena de maquinarias de todo tipo, los corrales se hicieron de varetas de madera y las vaqueras se techaron y se les echó piso, lo cual ya era sinónimo de finca de rico. Las casas principales se construyeron de ladrillos y pañete pulido, un comisariato gigante (una especie de tienda para los trabajadores), y mi papá se había comprado una camioneta Ford 150 de último modelo, “cero kilómetros”, que era como se distinguía a los carros nuevos de la época.
En fin, la bonanza había llegado… (Continuará).
Por: Eloy Gutiérrez Anaya.











