Sobre el mostrador de Le François Parfum un cofrecito de hierro con café tostado, usado por los clientes para neutralizar los aromas y decidir cuál de las “fragancias inspiradas” en los perfumes más célebres de Carolina Herrera, Hugo Boss y Cartier, entre otras que componen el abanico de esencias que se ofrecen en frasquitos de una o dos onzas en el almacén, se llevarán a su casa; por ejemplo, la esencia basada en la roja de Lacoste vale catorce mil, pero alguna Calvin Klein puede costar doce mil, la onza claro está.
La señora que atiende es una pitonisa de efluvios que, con un misticismo único, despacha y responde las dudas de cada uno de sus clientes; sugiriendo y desaprobando según su percepción, lo más conveniente de acuerdo con la química de la dermis y la sensibilidad a los olores de su cliente: “Santos es una fragancia deliciosa pero es un aroma fuerte, a usted le recomiendo mejor el Eau de Cartier, que es más suave; el hecho de que de niño le haya gustado no quiere decir nada, lo que nos gustaba de niños no es lo que nos gusta de adultos, además, si no soporta ni los olores de los detergentes domésticos mucho menos ese olor tan intenso, olor que a mi particularmente me evoca los años de la bonanza marimbera”.
Los frasquitos se van llenando y vendiendo, esparciendo en el aire de los pueblos vecinos y barrios ricos y populares de Valledupar, las versiones corronchas de lo más fino de los perfumes de Francia, Italia, UK y USA. Algunos clientes llegan con necesidad de una marca específica, otros vienen a decidir entre varias, cuál de ellas se llevarán y esparcirán sobre su piel, como un primer vestido antes de la ropa. La señora sólo envasa, ella misma me contó cuando le pregunté si era ingeniera química: “Aquí no elaboramos las fragancias, ellas ya vienen listas del extranjero”. La labor ocurre con discreción, detrás de un módulo mal acomodado sobre un escritorio desvencijado, que sirve como área de preparación y que cumple la labor de proteger el pudor de la señora ante sus torpezas al envasar los aromas. Al fondo, una puerta medio abierta deja ver un triste trapero curtido, embutido junto a una escoba, un recogedor de basura y un balde, entre un bañito que sirve de depósito de elementos de aseo y sanitario de la señora.
En la vitrina de Le François Parfum se exhiben semidesnudas botellitas marcadas con rótulos que indican la esencia que contienen, fragancias que se evaporarán sobre las carnes ardientes del pueblo en las próximas noches de carnaval. En cada frasquito late el deseo, la vanidad clama vivir a través del cuerpo de otro, del olor de otro. El sentido del gusto depende del olfato. Cada olor es una película que se repite en el instante mismo que dura el aroma. Excitación de los sentidos, el placer de oler y ser olido.










