Cada vez que una sirena corta el aire de Valledupar, se estremece un silencio colectivo que apenas dura unos segundos, para luego volver a la indiferencia habitual. En nuestras calles, la muerte viaja ligera, disfrazada de imprudencia, de soberbia y de esa vana creencia de que las normas no nos conciernen. Cada cadáver sobre el asfalto es una advertencia que la ciudad parece olvidar con la velocidad con que las motos esquivan un semáforo en rojo. Y, sin embargo, ahí está: la sangre de un conciudadano como espejo, la herida que se abre en lo más profundo de nuestra conciencia común.
La tragedia no puede seguir interpretándose como una culpa ajena, como si fuese patrimonio exclusivo de las autoridades de tránsito o del capricho de las instituciones. Señalizan, controlan, advierten. Pero ninguna señal, por más luminosa que sea, puede competir contra la ceguera voluntaria de quien decide anteponer su arrogancia a la vida. Ninguna campaña puede protegernos de la indiferencia, esa epidemia silenciosa que convierte a las normas en piezas de museo y a las calles en escenarios de duelo.
¿Cuántos muertos más necesita Valledupar para comprender que la imprudencia no es una fatalidad, sino un acto consciente, reiterado, cotidiano? La muerte en la vía no es un designio del azar; es el resultado predecible de una cultura que idolatra la velocidad, que confunde la destreza con la temeridad y que cree que el respeto a las reglas es signo de debilidad. Somos una ciudad que ha hecho de la desobediencia un gesto de orgullo, sin medir que ese orgullo nos conduce, una y otra vez, al cementerio.
No, no es la moto la culpable, ni el camión, ni el carro. Es el hombre —el peatón que cruza por donde no debe, el motociclista que se arroja al vacío de la imprudencia, el conductor que mezcla licor y volante como quien firma su sentencia—. Somos nosotros, todos, cada uno, quienes hemos permitido que la vida se negocie a diario en un cruce de calles. Y cada muerte, aunque pretendamos reducirla a una cifra, nos corresponde como un duelo íntimo, porque en ella se juega la dignidad misma de nuestra condición humana.
La seguridad vial no puede seguir siendo una consigna vacía, repetida en carteles publicitarios y desoída en el primer cruce. Debe encarnarse en una ética colectiva, en un modo de vivir que no se limite a la obediencia forzada, sino que surja de una convicción profunda: cuidar la vida es cuidar la ciudad, cuidar la memoria, cuidar el futuro. No hay desarrollo posible en una sociedad que normaliza la tragedia cotidiana en sus calles. La modernidad no se mide en kilómetros de vía, sino en la capacidad de proteger lo sagrado: la existencia.
Hemos llegado a un punto en el que la indiferencia nos deshumaniza. Nos acostumbramos a las muertes como si fueran parte inevitable del paisaje urbano. Pero cada cuerpo tendido en la vía es un grito: el de la madre que no verá regresar a su hijo, el del amigo que esperará en vano, el de la ciudad que pierde un latido en su propio pulso vital. Ese grito no puede seguir siendo sofocado por la indiferencia.
Valledupar necesita un renacimiento ético y cultural. Un despertar que nos permita comprender que la norma no es opresión, sino resguardo; que el semáforo no es un capricho, sino un pacto de vida; que la señal no es un adorno, sino un recordatorio de nuestra fragilidad. El tránsito es la metáfora más clara de la convivencia: todos avanzamos, pero ninguno puede hacerlo sin atender al otro. Olvidarlo es condenarnos a seguir cavando fosas.
En palabras de Albert Camus, “la verdadera generosidad hacia el futuro consiste en entregarlo todo al presente”. Ese presente nos exige detenernos, reflexionar y asumir, de una vez por todas, que la vida en Valledupar no puede seguir pagándose con la moneda cruel de la imprudencia. “Quien salva una vida, salva al mundo entero”, enseña un antiguo proverbio. Valledupar está llamada a salvarse a sí misma en cada esquina, en cada cruce, en cada decisión. No sigamos entregando vidas al altar de la ignominia. La conciencia no puede seguir dormida: es hora de despertar antes de que el eco de las sirenas se convierta en nuestra única melodía.
Por: Jesús Daza Castro.












