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¿Ciudad de grandes eventos o eventos de ciudad?

No es un anhelo menor. En ello hay una pulsión legítima por prolongar la identidad vallenata más allá del calendario del Festival.

Jesus Daza Castro, columnista.

Jesus Daza Castro, columnista.

Por: Jesus

@el_pilon

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Hay ciudades que se cuentan por su historia, otras por su paisaje, y unas cuantas más por su vocación industrial o académica. Pero hay una categoría aún más esquiva, más etérea, más moderna: la de las ciudades que se narran por sus eventos. Aquellas que se elevan, efervescentes, como un destello cíclico de luces, aplausos, multitudes y cámaras. Valledupar, tierra de cantores y epifanías culturales, se acaricia con esa idea desde hace años. Sueña —con una fuerza casi telúrica— con convertirse en la ciudad de los eventos.

No es un anhelo menor. En ello hay una pulsión legítima por prolongar la identidad vallenata más allá del calendario del Festival. Un deseo ferviente de que el Parque de la Leyenda no sea un monumento al silencio once meses al año, sino un escenario múltiple de celebración y encuentro. Hay una corriente vital que recorre la administración, el empresariado, los medios e incluso algunos ciudadanos, que susurran con fervor la posibilidad de consolidar una economía del espectáculo, del arte, del flujo continuo de visitantes y consumo cultural.

Pero en ese gran relato —lúcido, deseable— aún falta el centavo para el peso.
Porque la ciudad que aspira a convertirse en el epicentro de grandes eventos no puede vivir del sobresalto intermitente. La música, por excelsa que sea, no sustituye a la estructura. El fervor no reemplaza a la planeación. El carisma de un artista no basta para maquillar las fracturas del espacio urbano. Convertir a Valledupar en la ciudad de los eventos exige más que fechas brillantes: demanda una visión de largo aliento, una narrativa urbana robusta, un tejido articulado de movilidad, seguridad, cultura ciudadana, infraestructura y gobernanza.

Hoy, nos encontramos en un punto bisagra. Hacemos, sí, eventos de gran formato. Y algunos, como el Festival de Silvestre Dangond, son verdaderos ensayos de lo que podría ser un circuito sostenido de acontecimientos que dinamicen la economía local. Pero el dilema no está en la voluntad de hacer. Está en el cómo, en el cuándo y en el para qué.
Porque no hay ciudad de eventos sin ciudad modelo. No hay experiencia cultural que florezca en un espacio público con dificultades, en una urbe que no ha resuelto lo básico: la conexión entre sus nodos urbanos, el acceso universal a los espacios, el respeto al medio ambiente, la seguridad del visitante y del residente. La ciudad del espectáculo solo es posible si existe primero la ciudad funcional, la ciudad vivible.

¿Queremos ser Cartagena sin mar, Medellín sin metro, Cali sin feria, Bogotá sin su vocación institucional? ¿O deseamos construir una Valledupar con sello propio, donde el evento no sea un paréntesis, sino una consecuencia lógica de un proyecto urbano bien concebido?

La pregunta es esencial. Porque el riesgo mayor no está en fracasar en el intento, sino en confundir el ruido con la transformación. En creer que una seguidilla de conciertos reemplaza a un modelo sostenible de desarrollo cultural. Celebramos los pactos visibles, pero la ciudad que soñamos requiere cimientos invisibles: políticas públicas sólidas, constantes y medibles.

Lo que se avecina, por tanto, no es una disyuntiva fácil. Construir la ciudad de los eventos puede ser un proyecto de corto plazo si se limita a una agenda de espectáculos. Puede ser de mediano plazo si se vincula al turismo, a la hotelería, al emprendimiento. Y puede ser —como debería ser— de largo aliento si se enraíza en una visión integral de ciudad creativa, donde el talento local florezca, la educación artística tenga cimientos, y el espacio público se configure como un teatro abierto a la vida.

En tanto eso llega, lo que necesitamos con urgencia es un modelo urbano atractivo, de impacto, de escala humana y vocación internacional. Un urbanismo que no se limite a embellecer fachadas o repavimentar calles, sino que piense la ciudad como un organismo complejo donde el arte, la movilidad, la inclusión y la sostenibilidad dialoguen.

Sí, queremos que Valledupar sea la ciudad de los eventos. Pero antes —y con más hondura— queremos que sea la ciudad del encuentro, del orden, del sueño colectivo y de la belleza urbana. Porque solo así, cuando la forma acompañe al fondo, cuando la estructura respalde la inspiración, podremos decir con certeza que ya no nos falta el centavo para el peso. Y entonces, y solo entonces, el evento no será solo una fiesta: será una expresión madura de una ciudad que supo soñarse y, lo que es aún más difícil, supo construirse.

Por Jesús Daza Castro

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