Amado río,
Hoy escribo como quien se arranca el alma de las manos.
Hoy te escribo como se escribe a un amor imposible,
ese que la vida separa no porque falte amor,
sino porque abundan los verdugos de la indiferencia.
No es que yo quiera dejarte, Guatapurí,
es que me obligan a verte morir.
Me arrebatan tu canto con la excusa de progreso,
me arrancan tu frescura para vestirla de asfalto,
me condenan a recordarte como se recuerda
al amor perdido en una esquina de la memoria.
¡Qué rabia la mía, tan llena de amor!
Rabia de saber que quienes te amamos
no tenemos fuerza suficiente para salvarte,
que la voz del ciudadano pesa menos
que el interés del poderoso.
Rabia de ver a tantos resignados,
a quienes caminan a tu lado sin mirarte,
como si fueras paisaje y no herida,
como si tu vida abundara tanto
que pudieran permitirse gastarla.
Nosotros, los que aún te sentimos,
alzamos palabras que se estrellan contra muros,
gritamos con versos lo que la ley calla,
pero parece no bastar.
Y mientras tanto, tú sigues corriendo,
inocente, ignorando la sentencia
que ya se cierne sobre tus aguas.
Dicen que abundas, Guatapurí,
que siempre estarás ahí,
como si la abundancia fuera eterna
y no se agotara con cada piedra removida,
con cada árbol talado,
con cada metro de cemento que invade tu orilla.
Yo sé —lo sé con el dolor de quien ama—
que tu ausencia será un vacío irremediable.
Entonces vendrán los lamentos,
cuando ya no quede nada que llorar.
Y se escuchará la frase cruel de siempre:
“no supimos lo que teníamos hasta que lo perdimos”.
Por eso esta carta no es solo despedida,
es también memoria anticipada.
Quiero que quede escrito que te amé,
que peleé por ti con las armas de mi voz,
que no acepté en silencio tu condena.
Si la indiferencia logra arrancarte de nosotros,
al menos que quede claro:
no fue porque no te amáramos,
sino porque en esta ciudad
los amores más grandes mueren primero,
y mueren de olvido.
Guatapurí, amor mío,
si te vas, me iré contigo.
Porque ¿qué es Valledupar sin ti,
si no un cuerpo sin sangre,
una ciudad sin alma,
un pueblo huérfano de río?
Con rabia y amor,
con lágrimas que no cesan,
te escribo esta despedida que no quiero escribir,
te abrazo en palabras como quien se aferra al último beso,
y te confieso:
aun en tu ausencia,
seguiré nombrándote como se nombra al amor verdadero:
con reverencia, con ternura, con dolor.
Por: Jesús Daza Castro.












