En la historia del pensamiento humano, hay preguntas que parecen hechas para confundirnos, para abrir portales infinitos de reflexión sin salida. ¿Qué fue primero: el huevo o la gallina? Durante siglos, filósofos, biólogos y pensadores se han enfrentado a esta pregunta como si al responderla pudieran tocar el misterio de los orígenes.
En la historia del pensamiento humano, hay preguntas que parecen hechas para confundirnos, para abrir portales infinitos de reflexión sin salida. ¿Qué fue primero: el huevo o la gallina? Durante siglos, filósofos, biólogos y pensadores se han enfrentado a esta pregunta como si al responderla pudieran tocar el misterio de los orígenes. Pero en nuestra realidad, hay preguntas igual de complejas, aunque más urgentes. Una de ellas, que en el contexto colombiano toma un matiz vital, es: ¿qué nace primero, el derecho o la obligación?
Se nos repite constantemente que Colombia es un “Estado de Derecho”. Lo escuchamos en discursos, lo leemos en sentencias, se escribe en los libros de texto y se enseña en las escuelas. Pero, ¿qué significa eso realmente? ¿Qué implica para el ciudadano común y corriente que vive entre trancones, inseguridad, desempleo o violencia? ¿Qué sentido tiene proclamar un Estado de Derecho en un país donde muchas veces se exige sin haber cumplido, donde los derechos parecen estar por encima —y en ocasiones, en lugar— de las obligaciones?
Vivimos en una nación marcada por la paradoja. Por un lado, el ciudadano exige salud, educación, empleo, subsidios, seguridad y oportunidades. Por el otro, evade impuestos, no respeta la ley, arroja basura en la calle, compra productos de contrabando y hasta vota sin conciencia. Es como si en Colombia hubiésemos aprendido que tener derechos no requiere haber cumplido con ningún deber. Que reclamar es natural, pero cumplir es opcional. Y lo peor: que quien más grita es quien más tiene la razón.
Esta lógica distorsionada ha calado profundamente en nuestra cultura política y social. Hemos caído en la trampa de entender el Estado como una especie de papá proveedor, como un ente abstracto cuya única función es repartir beneficios sin preguntar nada a cambio. Se ha debilitado la idea de que la ciudadanía implica compromiso, de que no hay derechos sin responsabilidades, y de que no se puede vivir en comunidad sin un mínimo de ética cívica y sentido de pertenencia.
Un verdadero Estado de Derecho no se sostiene únicamente en la legalidad o en la existencia de una Constitución. Se edifica sobre la base del respeto mutuo entre ciudadanos y autoridades, del cumplimiento de las normas y del reconocimiento de que los deberes y los derechos son dos caras de la misma moneda. No es posible hablar de justicia social, ni de equidad, ni de desarrollo, en un país donde se piensa que el Estado tiene que darlo todo, incluso si sus ciudadanos no están dispuestos a poner nada de su parte.
Y aquí es donde la pregunta inicial cobra todo su sentido. ¿Fue primero el derecho o la obligación? Tal vez, como con el huevo y la gallina, no se trate de encontrar una respuesta definitiva, sino de entender que ambos deben existir juntos. Que no hay derecho a la salud sin el deber de cotizar. Que no hay derecho al voto sin el deber de informarse. Que no hay derecho a la protesta sin el deber de respetar al otro. Que no hay derecho a la paz sin el deber de no fomentar la violencia, así sea verbal o simbólica.
Colombia necesita un cambio de mentalidad. Uno profundo. Uno que nos lleve a asumir nuestra ciudadanía no como un conjunto de privilegios, sino como una red de responsabilidades compartidas. No podemos seguir cultivando una cultura de exigencia sin esfuerzo, de derechos sin deberes, de reclamos sin autocrítica. No se trata de negar la función del Estado como garante de mínimos vitales, sino de recordar que ese Estado somos todos. Y que su fortaleza, su legitimidad y su justicia dependen, en buena parte, de nuestra disposición a cumplir antes de exigir.
En el país del Sagrado Corazón de Jesús, donde a veces confundimos fe con irresponsabilidad, necesitamos recordar que el civismo no es una virtud de élite ni una opción para tiempos de crisis. Es el punto de partida. La base de una sociedad que aspira a ser mejor. Porque solo cuando entendamos que nuestras obligaciones como ciudadanos son tan importantes como nuestros derechos, podremos decir con dignidad que vivimos, ahora sí, en un verdadero Estado de Derecho.
Por: Hernán Restrepo.
En la historia del pensamiento humano, hay preguntas que parecen hechas para confundirnos, para abrir portales infinitos de reflexión sin salida. ¿Qué fue primero: el huevo o la gallina? Durante siglos, filósofos, biólogos y pensadores se han enfrentado a esta pregunta como si al responderla pudieran tocar el misterio de los orígenes.
En la historia del pensamiento humano, hay preguntas que parecen hechas para confundirnos, para abrir portales infinitos de reflexión sin salida. ¿Qué fue primero: el huevo o la gallina? Durante siglos, filósofos, biólogos y pensadores se han enfrentado a esta pregunta como si al responderla pudieran tocar el misterio de los orígenes. Pero en nuestra realidad, hay preguntas igual de complejas, aunque más urgentes. Una de ellas, que en el contexto colombiano toma un matiz vital, es: ¿qué nace primero, el derecho o la obligación?
Se nos repite constantemente que Colombia es un “Estado de Derecho”. Lo escuchamos en discursos, lo leemos en sentencias, se escribe en los libros de texto y se enseña en las escuelas. Pero, ¿qué significa eso realmente? ¿Qué implica para el ciudadano común y corriente que vive entre trancones, inseguridad, desempleo o violencia? ¿Qué sentido tiene proclamar un Estado de Derecho en un país donde muchas veces se exige sin haber cumplido, donde los derechos parecen estar por encima —y en ocasiones, en lugar— de las obligaciones?
Vivimos en una nación marcada por la paradoja. Por un lado, el ciudadano exige salud, educación, empleo, subsidios, seguridad y oportunidades. Por el otro, evade impuestos, no respeta la ley, arroja basura en la calle, compra productos de contrabando y hasta vota sin conciencia. Es como si en Colombia hubiésemos aprendido que tener derechos no requiere haber cumplido con ningún deber. Que reclamar es natural, pero cumplir es opcional. Y lo peor: que quien más grita es quien más tiene la razón.
Esta lógica distorsionada ha calado profundamente en nuestra cultura política y social. Hemos caído en la trampa de entender el Estado como una especie de papá proveedor, como un ente abstracto cuya única función es repartir beneficios sin preguntar nada a cambio. Se ha debilitado la idea de que la ciudadanía implica compromiso, de que no hay derechos sin responsabilidades, y de que no se puede vivir en comunidad sin un mínimo de ética cívica y sentido de pertenencia.
Un verdadero Estado de Derecho no se sostiene únicamente en la legalidad o en la existencia de una Constitución. Se edifica sobre la base del respeto mutuo entre ciudadanos y autoridades, del cumplimiento de las normas y del reconocimiento de que los deberes y los derechos son dos caras de la misma moneda. No es posible hablar de justicia social, ni de equidad, ni de desarrollo, en un país donde se piensa que el Estado tiene que darlo todo, incluso si sus ciudadanos no están dispuestos a poner nada de su parte.
Y aquí es donde la pregunta inicial cobra todo su sentido. ¿Fue primero el derecho o la obligación? Tal vez, como con el huevo y la gallina, no se trate de encontrar una respuesta definitiva, sino de entender que ambos deben existir juntos. Que no hay derecho a la salud sin el deber de cotizar. Que no hay derecho al voto sin el deber de informarse. Que no hay derecho a la protesta sin el deber de respetar al otro. Que no hay derecho a la paz sin el deber de no fomentar la violencia, así sea verbal o simbólica.
Colombia necesita un cambio de mentalidad. Uno profundo. Uno que nos lleve a asumir nuestra ciudadanía no como un conjunto de privilegios, sino como una red de responsabilidades compartidas. No podemos seguir cultivando una cultura de exigencia sin esfuerzo, de derechos sin deberes, de reclamos sin autocrítica. No se trata de negar la función del Estado como garante de mínimos vitales, sino de recordar que ese Estado somos todos. Y que su fortaleza, su legitimidad y su justicia dependen, en buena parte, de nuestra disposición a cumplir antes de exigir.
En el país del Sagrado Corazón de Jesús, donde a veces confundimos fe con irresponsabilidad, necesitamos recordar que el civismo no es una virtud de élite ni una opción para tiempos de crisis. Es el punto de partida. La base de una sociedad que aspira a ser mejor. Porque solo cuando entendamos que nuestras obligaciones como ciudadanos son tan importantes como nuestros derechos, podremos decir con dignidad que vivimos, ahora sí, en un verdadero Estado de Derecho.
Por: Hernán Restrepo.