Desde Lucitania, que fue la primera finca donde se estableció la familia, hasta llegar a Brasilia, una de las ultimas que llegó a tener antes de emigrar a las tierras de Astrea, me salté como 20 años. En este bache de tiempo ya había tenido alrededor de cinco a seis esposas, todas con hijos, que vienen a ser mis hermanos mayores, de los cuales cuatro ya fallecieron, lamentablemente, lo que demuestra que mi papá fue un mujeriego empedernido.
Entre su recuperación después de que casi lo matan en Codazzi y su llegada a Los Venados, anduvo por Santa Marta trabajando con la cervecera y, según los rumores, es que tuvo más hijos a los que nunca conoció y por supuesto no reconoció. No recuerdo de quiénes eran las tierras de Brasilia antes de comprarla, pero la finca quedó rodeada de buenos vecinos: Alfredo Cuello Dávila, los hermanos Morón, Alcides Arregocés, Checho Castro (el viejo) y, por supuesto, Santos González, quien terminó convirtiéndose en compadre de mi papá y “padrino de agua” de Diana, mi hermana. Esto, por supuesto, unos pocos años antes de la famosa historia de “Los monitos”; y digo famosa porque aún hay personas vivas que fueron testigos presenciales de lo que se vivió durante una semana, por cuenta de unos demonios que habían sembrado en una de las esquinas del patio de la casa.
Para los que tienen menos de cuarenta años y llegan a leer esta columna no tienen ni la menor idea de qué les hablo.
Todos los días a eso de las seis en punto de la tarde, empezaban a caer piedras sobre el techo. Al principio eran unas cuantas, tanto que mi papá se levantaba furioso de la mesa con el revólver en la mano a ver quién era el vago que andaba tirando piedras al techo; al día siguiente, ya eran varias, y cada vez de mayor tamaño, y con una constante, la lluvia de piedras empezaba a las seis en punto y se extendía hasta casi la medianoche. Aburrido por tres días seguidos con el mismo tema, una noche se hizo acompañar por varios de sus primos y unos socios para hacer frente al ataque de piedras que estaba sufriendo todos los días. Por supuesto, todos fueron armados a esperar que fueran las seis porque habían hecho una promesa: “el o los graciosos que estaban tirando piedras esa noche se iban a convertir en un colador por la plomera que se iban a llevar”. Pobres ilusos.
A eso de las 5:40 de la tarde decidieron cenar temprano para estar listos a la acción. Sentados alrededor de un mesón de madera donde podían caber al menos 30 personas, empezaron a cenar en medio de la repartición de las arepas asadas y agua de panela cocida aderezadas con hojas de naranja hechas por Magaly, la esposa del capataz del momento, y con las últimas luces del sol, ahí estaban los hombres bravos y supermachos que iban a “coser a plomo” a los “tira piedra” de la finca Brasilia.
A las seis en punto y aun sin terminar de cenar, cayó sobre el techo de zinc de la casa principal un saco de sal que con el impacto se abrió y se regó por todo el techo como si fuese un aguacero. El sonido que produjo fue estruendoso porque la sal corría por el techo produciendo tal ruido que parecía de otro mundo; mi papá y sus socios no alcanzaron a levantarse de la mesa cuando les cayó sobre ésta una bota vieja de cuero que hizo saltar en pedazos los platos de la mesa, y después la tapa de una empleta, y luego la quijada de un molino que golpeó la mesa y saltó a la frente de uno de los presentes abriendo una herida.
Como pelotón de guerra se atrincheraron como pudieron. Mirando siempre hacia la carretera, que suponían era de donde provenía la pedramenta, empezaron a disparar hacia la vía en una lluvia de plomo infernal que se escuchaba en toda la zona; cuando hacían una pausa, se desataba de nuevo y con más intensidad el azote, ya no solo de piedras sino de todo lo que menos se pueden imaginar. Lo curioso de esta historia es que en la zona no hay piedras por ser un terreno plano y arcilloso, lo que la hace más escalofriante y misteriosa… (Continuará).
Por: Eloy Gutiérrez Anaya.











