Miguel Meza, miembro de la dinastía musical que tiene dos reyes vallenatos, hace una semblanza de Aura Reales, su madre, una mujer ejemplar que dio muestras del amor más puro por el prójimo y de los sacrificios que se pueden hacer por los hijos, familiares y amigos. “Se apagó una lámpara, pero se encendió una antorcha para la generosidad humana”.
Un ser maravilloso que practicó la solidaridad, la ayuda humanitaria en forma desprendida y sin interés distinto a cumplir con su convicción humana de la generosidad y su compromiso ante Dios y la humanidad, de ayudar al necesitado, consolar al que sufre y socorrer al enfermo, con entusiasmo y amor, o por agradecimiento en muchos casos, fue lo que hizo que Aura Reales de Meza fuera una mujer ejemplar que se ganó el cariño, respeto y aprecio de todo aquel que la conoció.
Su devoción por servir a su prójimo, que llevaba guardada en su alma y espíritu, comenzó a plasmarse cuando en una ocasión acudió a la enseñanza de una integrante del conocido y famoso para los vallenatos Circo Egred hermanos; a sabiendas de que conocía el oficio de inyectar, le solicitó que le hiciera el favor de ponerle una inyección a su suegra Francisca Monsalvo de Meza; le pidió a la señorita Egred (no recuerdo si fue a la exótica Maritza, excelsa trapecista) que le enseñara a poner inyecciones, como efectivamente sucedió, a Dios gracias, para grandeza de la vida de Aura Reales. Desde ese suceso, fue inquebrantable su convicción de ayudar a los enfermos, lo que hizo con entrega absoluta y cristiana, hasta cuando su pulso se lo permitió, porque con el discurrir de los años ya no fue lo suficientemente firme. Entonces inspirada en su amor a Dios y su Fe cristiana, visitaba a los enfermos, ya en su lecho de su residencia o bien en los centros clínicos de Valledupar, su pueblo amado, porque Aura Reales fue una vallenata raizal, descendiente de vallenatos puros, los Reales y los Socarrás, de los que heredó su bondad y los talentos que logró transmitir a sus hijos, como fue el amor a la música, que supieron llevar con honor y destreza.
Su unión con Ciro, su esposo del alma al que tanto amó, hogar del que nacieron Miguel, Cecilia (q.e.p.d.), Leonor, Ciro, Alvaro y Carlos Alberto, le permitieron aumentar contradictoriamente su convicción de servir a la humanidad y no importó nunca ni un canicular sol, ni un torrencial aguacero, ni una trasnochada, para asistir a quien la necesitara; no importaron las distancias, como fue su atención y entrega durante dos meses a Chavela Uhía en la ciudad de Bogotá; fue expresamente a eso, a darle compañía y a ayudarle a llevar sus últimos dias, porque sentía por Chavela un sentimiento infinito de agradecimiento, por lo que fue Chavela con su hijo mayor; le tendió la mano cuando se fue a estudiar a la capital.
Lo mismo hizo con su nieto amado, su primer nieto, a quién amó sin medida, fueron seis meses bajo su cuidado y amor, hasta despedirlo para siempre en sus brazos; murió en sus brazos y eso fue un premio que Dios le dio.
No hubo en el barrio Loperena de Valledupar, vecino alguno en su lecho de enfermo que no contara con la compañía de Aura Reales. Día tras día era su propósito aliviar al enfermo en donde estuviera. Travesías completas de a pie, acompañada con su inseparable sombrilla, para llevar una voz de aliento y un consuelo a familiares.
Una mujer de sacrificios y de tesón que procuró lo mejor para su familia. Grandes esfuerzos con Ciro para tener su techo propio y proporcionarle educación a su numerosa familia en la que nunca faltó el amor hacia ellos y la motivación para que fueran personas de bien.
Cuando asistía a misa en lo que fue su iglesia preferida Las Tres Avemarías, al salir recorría las clínicas para visitar sus enfermos, por quienes oraba, regresaba a su casa llena de regocijo por haber cumplido con su deseo, que lo consideraba un deber impuesto por Dios por ser Aura una escogida por el Señor para su gestión humanitaria de misericordia y amor, ayuda, aliento a quienes necesitaron de sus oraciones y atenciones. Fue una, yo la llamaría así, Apóstol del Loperena, como lo sugirió Juan Carlos Quintero. El padre Guillermo, quien ofició la misa el día de su concurrido sepelio, dijo “se apagó una lámpara” y yo en mis palabras de despedida en ese acto, agregué “pero se encendió una antorcha para la generosidad humana”. Eso fue el epílogo de Aura Reales, una mujer que nació para su prójimo y para amar. Dios le tiene un lugar separado para estar a su lado, desde donde seguirá acompañando a quienes requieran de su afecto y calidez. Aura Reales fue un compendio grandioso de solidaridad, amor y desinterés, solo la animó su firme creencia de que la humanidad necesitaba de seres dispuestos a hacer el bien sin mirar a quién. En su última morada reza en su lápida: “Se apagó una lámpara; se encendió una antorcha para la generosidad humana”.
Gracias Aura Reales por la grandeza de tú alma, tanta como el infinito del cielo que te cobijó en tú existencia.
Por Miguel Meza Reales
Miguel Meza, miembro de la dinastía musical que tiene dos reyes vallenatos, hace una semblanza de Aura Reales, su madre, una mujer ejemplar que dio muestras del amor más puro por el prójimo y de los sacrificios que se pueden hacer por los hijos, familiares y amigos. “Se apagó una lámpara, pero se encendió una antorcha para la generosidad humana”.
Un ser maravilloso que practicó la solidaridad, la ayuda humanitaria en forma desprendida y sin interés distinto a cumplir con su convicción humana de la generosidad y su compromiso ante Dios y la humanidad, de ayudar al necesitado, consolar al que sufre y socorrer al enfermo, con entusiasmo y amor, o por agradecimiento en muchos casos, fue lo que hizo que Aura Reales de Meza fuera una mujer ejemplar que se ganó el cariño, respeto y aprecio de todo aquel que la conoció.
Su devoción por servir a su prójimo, que llevaba guardada en su alma y espíritu, comenzó a plasmarse cuando en una ocasión acudió a la enseñanza de una integrante del conocido y famoso para los vallenatos Circo Egred hermanos; a sabiendas de que conocía el oficio de inyectar, le solicitó que le hiciera el favor de ponerle una inyección a su suegra Francisca Monsalvo de Meza; le pidió a la señorita Egred (no recuerdo si fue a la exótica Maritza, excelsa trapecista) que le enseñara a poner inyecciones, como efectivamente sucedió, a Dios gracias, para grandeza de la vida de Aura Reales. Desde ese suceso, fue inquebrantable su convicción de ayudar a los enfermos, lo que hizo con entrega absoluta y cristiana, hasta cuando su pulso se lo permitió, porque con el discurrir de los años ya no fue lo suficientemente firme. Entonces inspirada en su amor a Dios y su Fe cristiana, visitaba a los enfermos, ya en su lecho de su residencia o bien en los centros clínicos de Valledupar, su pueblo amado, porque Aura Reales fue una vallenata raizal, descendiente de vallenatos puros, los Reales y los Socarrás, de los que heredó su bondad y los talentos que logró transmitir a sus hijos, como fue el amor a la música, que supieron llevar con honor y destreza.
Su unión con Ciro, su esposo del alma al que tanto amó, hogar del que nacieron Miguel, Cecilia (q.e.p.d.), Leonor, Ciro, Alvaro y Carlos Alberto, le permitieron aumentar contradictoriamente su convicción de servir a la humanidad y no importó nunca ni un canicular sol, ni un torrencial aguacero, ni una trasnochada, para asistir a quien la necesitara; no importaron las distancias, como fue su atención y entrega durante dos meses a Chavela Uhía en la ciudad de Bogotá; fue expresamente a eso, a darle compañía y a ayudarle a llevar sus últimos dias, porque sentía por Chavela un sentimiento infinito de agradecimiento, por lo que fue Chavela con su hijo mayor; le tendió la mano cuando se fue a estudiar a la capital.
Lo mismo hizo con su nieto amado, su primer nieto, a quién amó sin medida, fueron seis meses bajo su cuidado y amor, hasta despedirlo para siempre en sus brazos; murió en sus brazos y eso fue un premio que Dios le dio.
No hubo en el barrio Loperena de Valledupar, vecino alguno en su lecho de enfermo que no contara con la compañía de Aura Reales. Día tras día era su propósito aliviar al enfermo en donde estuviera. Travesías completas de a pie, acompañada con su inseparable sombrilla, para llevar una voz de aliento y un consuelo a familiares.
Una mujer de sacrificios y de tesón que procuró lo mejor para su familia. Grandes esfuerzos con Ciro para tener su techo propio y proporcionarle educación a su numerosa familia en la que nunca faltó el amor hacia ellos y la motivación para que fueran personas de bien.
Cuando asistía a misa en lo que fue su iglesia preferida Las Tres Avemarías, al salir recorría las clínicas para visitar sus enfermos, por quienes oraba, regresaba a su casa llena de regocijo por haber cumplido con su deseo, que lo consideraba un deber impuesto por Dios por ser Aura una escogida por el Señor para su gestión humanitaria de misericordia y amor, ayuda, aliento a quienes necesitaron de sus oraciones y atenciones. Fue una, yo la llamaría así, Apóstol del Loperena, como lo sugirió Juan Carlos Quintero. El padre Guillermo, quien ofició la misa el día de su concurrido sepelio, dijo “se apagó una lámpara” y yo en mis palabras de despedida en ese acto, agregué “pero se encendió una antorcha para la generosidad humana”. Eso fue el epílogo de Aura Reales, una mujer que nació para su prójimo y para amar. Dios le tiene un lugar separado para estar a su lado, desde donde seguirá acompañando a quienes requieran de su afecto y calidez. Aura Reales fue un compendio grandioso de solidaridad, amor y desinterés, solo la animó su firme creencia de que la humanidad necesitaba de seres dispuestos a hacer el bien sin mirar a quién. En su última morada reza en su lápida: “Se apagó una lámpara; se encendió una antorcha para la generosidad humana”.
Gracias Aura Reales por la grandeza de tú alma, tanta como el infinito del cielo que te cobijó en tú existencia.
Por Miguel Meza Reales