A edad de veinte años desafía sus temores e inicia la ejecución formal del acordeón, instrumento que lo acompañará toda su vida. Definida su vocación, su mayor deseo fue idear un estilo muy personal. Con contadas excepciones, procuró componer y tocar sus propias canciones, esto lo llevó a ser original al ejecutarlas e interpretarlas, aunque reconoce haber tomado de Víctor Silva la melodía, y la picardía del tío ‘Mendo’.
Alejandro Durán Díaz nació en El Paso, un pueblo situado entre los ríos Cesar y Ariguaní, región ganadera desde la época colonial. Juan Bautista de Mier bautizó con el nombre de Hacienda de Santa Bárbara de las Cabezas el patrimonio que recibió por su desempeño como militar. En su haber contaba además con un gran número de esclavos.
Lee también: El primer trofeo de Alejo Durán se convirtió en herencia familiar
Su familia estuvo vinculada por mucho tiempo a esta hacienda. Juan Bautista Durán, abuelo paterno, músico y tocador de pito traverso, compuso algunas canciones. También cantaba y animaba las parrandas. Alejo estuvo siempre muy cerca de él. A los nueve años montaba en el anca del burro para acompañarlo en sus labores. Fue el punto de partida, el puntal definitivo para que él forjara su talento artístico. Desde temprana edad supo descifrar lo que significaba el mundo que lo rodeaba y captó el mensaje para cantar a la naturaleza, al paisaje, a los atardeceres y de manera especial al amor.
Su progenitora Juana Francisca Díaz Villarreal, oriunda de Becerril, llevaba en sí la influencia de la gaita y los tambores. En su pueblo la gente bailaba al aire libre y ella era cantadora de tamboras y cantos de monte o pajarito. En la rueda del cumbión, Juana Francisca se enamora de Náfer Durán Mojica, quien antes de poner los dedos en el acordeón fue un gran tamborero. No fue menor la influencia de su padre en Alejandro Durán, quien siendo muy niño, en noches de cumbia, recostado en las cercas de la plaza, lo escuchaba tocar el acordeón.
Es Octavio Mendoza, ‘El negro Mendo’, su tío, otra de las personas que despierta su interés por este instrumento y a quien admira por ser en ese momento el músico más importante de la región, quien interpreta con destreza, creatividad y un estilo muy personal sones, paseos, merengues y puyas. En este ambiente nace y crece ‘El negro Alejo’. De estas raíces brota su imaginario musical que poco a poco se irá enriqueciendo.
A edad de veinte años desafía sus temores e inicia la ejecución formal del acordeón, instrumento que lo acompañará toda su vida. Definida su vocación, su mayor deseo fue idear un estilo muy personal. Con contadas excepciones, procuró componer y tocar sus propias canciones, esto lo llevó a ser original al ejecutarlas e interpretarlas, aunque reconoce haber tomado de Víctor Silva la melodía, y la picardía del tío ‘Mendo’.
Pronto emprendió un viaje que lo alejó de la casa paterna. Sale con el acordeón al hombro, y como equipaje sus canciones y melodías. Esta idea le venía dando vueltas en la cabeza hacía rato. Había oído hablar de Barranquilla y de Víctor Amórtegui, quien dirigía un estudio de grabaciones en lo cual estaba interesado. Les informa a sus padres que irá a esa ciudad.
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Ante la determinación de su hijo, el viejo Náfer siente una punzada en el corazón, las lágrimas llenaron sus ojos, nunca pensó que el acordeón que le regaló, con el que su hijo aprendió a tocar con maestría, fuera hoy, la causa de su martirio. Había sido invitado a Mompox, punto de partida de sus correrías, parte esencial de la vida de los juglares. Viaja además por El Banco, Barranquilla, El Guamo, Fundación, Pivijay, Calamar, Magangué, Plato, y otros pueblos; y a ciudades de Antioquia y Córdoba. En 1968 asistió al Festival Mundial del Folclore en México, realizado durante las Olimpiadas de ese año y trajo la única medalla de oro para Colombia como reconocimiento a su talento.
Con su voz y su acordeón inmortalizó, entre otras, ‘Alicia adorada’, de Juancho Polo Valencia; ‘Plegaria Vallenata’ de Gildardo Montoya Ortiz; ‘Cuerpo cobarde’, de Lorenzo Romero; ‘La Sanmarquera’, de Enrique Díaz; ‘A Orillas del Magdalena’, ‘Teresita’, de Náfer Durán, y ‘La Mujer que tengo’, de Julio Herazo Cuevas.
Alejo no necesitó de brujerías, sortilegios, ni maleficios, para distinguirse en su arte. Sin embargo según sus propias declaraciones, usaba “contras” para que no le entraran. En el Bajo Magdalena tuvo un encuentro con un acordeonero mulato de ojos azules, traía el acordeón colgado al hombro izquierdo. Entró a la caseta como “Pedro por su casa”, apartando gente y se plantó frente a Alejo, como quien dice “¿tú quién eres?”.
Alejo lo vio llegar y sintió que un aire frío recorría su cuerpo y los dedos de sus manos se engarrotaron. “Yo interpretaba en ese instante un porro de Náfer llamado ‘A orillas del Magdalena’ y francamente no supe qué me pasó, los dedos no me respondían, como si se me hubieran entumecido. Para estos toques en festivales usaba una sortija que un “curioso” de Tucurá, en el Alto Sinú, me había rezado, diciéndome que mientras la llevara conmigo estaría protegido. El público estaba impresionado porque yo no interpretaba fielmente los compases. De pronto mi sortija se reventó y partió en varios pedazos y el maleficio, el hechizo, pasó, dejando en el ambiente un olor a azufre concentrado”.
Él fue un enamorador empedernido y esa era su esencia. Su perenne ternura y amor los cultivó de tal manera que siempre había para él un nuevo amor. Las mujeres fueron su sendero, su camino, su destino, el centro de su larga y permanente inspiración. Ese velo misterioso se descorre al escuchar su repertorio musical. Ese fascinante desfile de mujeres que su corazón tradujo en versos inmortales en el largo camino de su vida inspirada por ellas.
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Nostálgicas a veces, otras cantando su desesperanza por ser inalcanzables, escenario de amores que transitó el juglar desde su adolescencia hasta avanzada edad. Una pléyade de estrellas brilla en este universo femenino.
Desde Gloria, Crisanta, Juliana, Gladys, Catalina, María, Reyes, Nur, Norma. Algunas las amó sólo con su canto, a otras les dio sus afectos o fueron amores frustrados y las tradujo en encantadores versos. Es el caso de Fidelina, Sielva María, Irene la del 039, Joselina Daza, Bren, Chava, Sabina, la del papelito de Ayapel. Compuso canciones que él creía alegres, pero eran nostálgicas. Por ellas no pudo zafarse de ese nudo sentimental y corporal que lo persiguió y lo apretó durante toda la vida.
Mantuvo en su alma siempre dos amores: su pedazo de acordeón, que lo inmortalizó, y las mujeres que lo amaron e inspiraron. Con su acordeón romántico, melodioso, a veces irónico y punzante, era especial para enamorar sutilmente. Fue su cómplice, su alcahuete, ya fuera en una serenata, en la parranda, o en un jolgorio. Nació a tal grado en ellos una relación erótica al cantar y hacer una declaración de amor con la melodía con versos inspirados, una mirada a veces ignorada o no percibida por la mujer a quien iba dirigida, acompañada de un bajo destacado.
Llora en el lamento en ritmo de paseo y son, es divertido en el merengue y satírico y punzante en la puya. Él afirma: “Yo en mi vida lo único que tengo es mi acordeón. Es mi amiga, mi confidente, todo se lo cuento. Después de mi madre, él. De ahí sigue el resto”.
Este pedazo de acordeón donde tengo el alma mía /
Ahí tengo mi corazón y parte del alma mía.
Muchachos si yo me muero les vengo a pedir el favor/
Me llevan al cementerio este pedazo de acordeón
Esto dicen mis amigos que eso es una vanidad /
¡Ay si nadie me da cariño como mi acordeón me da!
“…Y bonitas que son las maldecías”, asevera ‘El negro Alejo’, riéndose. Aprendió a tocar el acordeón para enamorar, para prolongar así sus sentimientos. Fueron muchos los versos que salieron de sus labios como fracciones de su corazón, adornados con notas musicales: “¿Cómo me vas a dejar morir, mujer, teniendo el remedio?… Yo tengo un dolor, no sé dónde me duele; yo creo que es en el corazón, por las benditas mujeres”.
Conoce a Fidelina, mujer de la cual quedó prendado por su esplendorosa cabellera. La conoció cuando arreaba reses por los lados de Chimichagua. Ella en su casa, para coger fresco, acostumbraba sacar por las tardes un taburete que lo recostaba en la pared. Uno de esos anocheceres, Alejo con su acordeón visita a un vecino de Fidelina, llamado Medardo Angulo y mientras cantaba, la veía por la cerca con el rabito del ojo.
No necesitó de más. Era mujer enamorada. Fueron amores de esquina y de corral. Se veían en los patios, en las tiendas, en el camino real, en los callejones oscuros del pueblo. Un viernes de luna llena, cuando Alejo “se la iba a sacá”, la abuela lo echó a perder todo. Ya habían quitado las tres astillas de leña de la cerca y estaba listo el portillo, cuando oyeron la voz de la abuela que les dijo: “¿Y tu pa’ onde vai’, Fidelina? Vení pa’ cá’, si no querei’ que te dé con la mano del pilón”. Entonces la abuela comenzó a gritar: “¡Un ladrón, un ladrón, un ladrón!”. La gente acudió al escuchar los gritos, llegó la policía y preguntó: “¿Dónde está el ladrón?”. La abuela respondió: “¡Ese negro maluco que está ahí, ese negro, ese!”.
“¿Usted es el ladrón?”, preguntó la policía. “Yo soy el ladrón”, respondió Alejo. “¿Qué le iba a robar a la señora?”. “La nieta, y si la deja mal puesta me la llevo”, sentenció.
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Vivía en Chimichagua cuando recibió una carta de Fidelina. Inspirado por los recuerdos hizo una de sus más bellas canciones:
“Voy a coger mi acordeón /
pa’ que escuches mi rutina /
yo voy a hacer este son /
Pa’ que tú te diviertas Fidelina.
Fidelina, Fidelina /
Ella me mandó a decir /
Y me dice que le escriba / porque no sabe de mí.
Fidelina, Fidelina / me consuela mi acordeón /
Que tu negro no te olvida / es de todo corazón…”.
A Irene, la del 039, la conoció viajando, En esa época no había puente sobre el río San Jorge. “Me embarqué en Montelíbano en la lancha de nombre ‘La Víbora’. En eso entra una muchacha y se me sentó al lado. Yo en esa época no era mudo y enseguida le encaminé, quedé fascinado y comencé a hacerle requerimientos amorosos. Cuando llegamos a donde debía bajarse para seguir su ruta, tomé la maleta y la acompañé. Abordó en el puente del río San Jorge un bus para Buenavista (Córdoba) cuya placa era 039. Me despedí. En eso me dice el chofer, la muchacha va llorando. Cuando quise llegar a San Marcos (Sucre) ya estaba lista la canción”.
“Sabroso venía viajando / bajaba con mi morena /
Y al llegar a la carretera / allí me dejó llorando…”
Después sería Joselina Salas. Contrajo matrimonio con ella, enamorado y muy bien correspondido, pero fue una relación muy corta. La dejó instalada en Magangué, porque salía con mucha frecuencia a correrías. ‘El negro’ le mandaba razones y cumplía a cabalidad con sus obligaciones, pero ella no estaba contenta por las frecuentes ausencias. No oía su voz diciéndole palabras de amor, ni las melodías del acordeón que la cautivaron al inicio, no sentía a su lado ese cuerpo que tanto le gustaba acariciar y ser correspondida. Ella no soportó más los chismes y rumores y como hembra en celo al sentirse abandonada, sufrió la tristeza y melancolía del desengaño.
Tarde cayó en cuenta que su matrimonio había sido con un acordeonero y que ellos caminan más que las malas noticias. Pensaba, “músico es para oírle la música y hasta luego”. Lo abandonó, empacó los chécheres y corotos que le había dado y viajó en dos burros barcinos para un pueblo, cerca de Calamar. Cuando Alejo regresó encontró la casa desocupada, los vecinos envidiosos lo observaban a escondidas por los visillos y se alegraban de su calamidad.
No demora en llegar a su vida Catalina, la que conoció en Oreganal, una vereda de La Guajira. Cuando Alejo la amaba, ella escuchaba quejidos de acordeón en su alma.
La canción de Joselina Daza, según Alejo, nace por la amistad de él con su compadre Víctor Julio Hinojosa. Estaba en Patillal de parranda en la casa de él y llegó Joselina, quien le pidió que le dedicara una canción. La complació. Sin embargo, ella afirma: “‘El Negro Alejo’ se fajó con una bella canción que me hizo famosa. La falla fue que yo no le paré bola, porque ya tenía novio y le era muy fiel” (Juan Rincón V). La canción dice:
En el pueblo e Patillal tengo el corazón sembrado /
Y no lo he podido arrancar, ay! tanto como he batallado /
Oye Joselina Daza lo que dice mi acordeón (bis) /
Yo no sé lo que me pasa con mi pobre corazón /
Ay! Oye Joselina Daza porque no me das tu amor…
Eso sí me ha dado duro /
yo tengo una honda herida/
ya le dije a Víctor Julio/ que me cuide a Joselina
Pobre Alejandro Durán /No le cause maravilla /
yo me voy a Patillal / en busca de Joselina
Un gesto característico de Alejo mientras tocaba era la cabeza un poco ladeada. La mirada inquisidora escrutaba de arriba abajo a las mujeres que le atraían. A veces sonreía con los ojos. El sombrero veintiuno de Tuchín (Córdoba) fue su compañero inseparable, parte de su personalidad. Su vestimenta era impecable: pantalón kaki, camisa blanca, zapatos modestos, pero lustrosos. Entre los dientes blanquísimos resplandecía el colmillo de oro que le había puesto un dentista en Sincelejo.
No dejes de leer: Antes y después del centenario de Alejo Durán
En el otoño de su vida, su último amor conocido fue ‘Goya’, Gloria María Dussán. Se enamoró de ella, de su personalidad cautivadora cuando ‘El negro’ llegó a Planeta Rica, en 1962, acompañado de una maleta pequeña de fuelle, su inseparable acordeón y un gallo fino. Le gustó el pueblo y su gente, que le dio buena acogida, cariño y aprecio, y un taburete para sentarse a conversar por las tardes, al calor de una taza de café.
Ella tenía 16 años y él 56. La miraba con disimulo. Experimentado en las lides amorosas, se ingenió la forma para decirle que la amaba y pedirle que formaran un hogar. Los padres de Goya no estaban de acuerdo por la diferencia de edades y por la fama de mujeriegos de los músicos. Pero ella dijo que sí. Vivió embriagado por este amor durante catorce años, hasta su muerte. Fruto de esta unión procrearon cinco hijos.
Para Goya como para muchas mujeres, Alejo no se ha ido de su lado. Sienten y escuchan a menudo los versos y su música. Goya conversa con él, quien la invita a que lo acompañe a los toques en las corralejas. A su tumba van en romerías amantes, a encenderle velas, a llevarle flores, amigos y admiradores a darle gracias por habernos dejado ese legado musical. Los varones le piden que les enseñe el arte de enamorar y a querer como él lo hacía. Los sinuanos aún le celebran sus cumpleaños.
En Planeta Rica, Miguel Emiro Naranjo, con las trompetas resonantes de su banda musical ‘Diecinueve de marzo’; el escritor José Manuel Vergara, con sus versos inspirados en su personalidad; la escritora Soad Louis Lakah, y el ‘Compa’e Goyo’, ahora departen con él sus cuentos y poesías en el más allá.
Es un universo pletórico de ensoñaciones que tienen como epicentro a la mujer; los recuerdos conservan nombre propio y surgen a granel en el inapreciable legado que nos dejó este original y prolífico maestro, convirtiéndose en una galería de rostros femeninos, donde cada uno es una historia, cuyo secreto solo él y su acordeón lo conocieron.
Alejo el caminante, el trotamundos, está hoy más presente que nunca. Es el primer rey vallenato, el de 1968. Compositor, vocalista e intérprete, de los más auténticos que llevó la voz de la región con su canto de juglar, más allá de las fronteras.
Por Giomar Lucía Guerra Bonilla.
A edad de veinte años desafía sus temores e inicia la ejecución formal del acordeón, instrumento que lo acompañará toda su vida. Definida su vocación, su mayor deseo fue idear un estilo muy personal. Con contadas excepciones, procuró componer y tocar sus propias canciones, esto lo llevó a ser original al ejecutarlas e interpretarlas, aunque reconoce haber tomado de Víctor Silva la melodía, y la picardía del tío ‘Mendo’.
Alejandro Durán Díaz nació en El Paso, un pueblo situado entre los ríos Cesar y Ariguaní, región ganadera desde la época colonial. Juan Bautista de Mier bautizó con el nombre de Hacienda de Santa Bárbara de las Cabezas el patrimonio que recibió por su desempeño como militar. En su haber contaba además con un gran número de esclavos.
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Su familia estuvo vinculada por mucho tiempo a esta hacienda. Juan Bautista Durán, abuelo paterno, músico y tocador de pito traverso, compuso algunas canciones. También cantaba y animaba las parrandas. Alejo estuvo siempre muy cerca de él. A los nueve años montaba en el anca del burro para acompañarlo en sus labores. Fue el punto de partida, el puntal definitivo para que él forjara su talento artístico. Desde temprana edad supo descifrar lo que significaba el mundo que lo rodeaba y captó el mensaje para cantar a la naturaleza, al paisaje, a los atardeceres y de manera especial al amor.
Su progenitora Juana Francisca Díaz Villarreal, oriunda de Becerril, llevaba en sí la influencia de la gaita y los tambores. En su pueblo la gente bailaba al aire libre y ella era cantadora de tamboras y cantos de monte o pajarito. En la rueda del cumbión, Juana Francisca se enamora de Náfer Durán Mojica, quien antes de poner los dedos en el acordeón fue un gran tamborero. No fue menor la influencia de su padre en Alejandro Durán, quien siendo muy niño, en noches de cumbia, recostado en las cercas de la plaza, lo escuchaba tocar el acordeón.
Es Octavio Mendoza, ‘El negro Mendo’, su tío, otra de las personas que despierta su interés por este instrumento y a quien admira por ser en ese momento el músico más importante de la región, quien interpreta con destreza, creatividad y un estilo muy personal sones, paseos, merengues y puyas. En este ambiente nace y crece ‘El negro Alejo’. De estas raíces brota su imaginario musical que poco a poco se irá enriqueciendo.
A edad de veinte años desafía sus temores e inicia la ejecución formal del acordeón, instrumento que lo acompañará toda su vida. Definida su vocación, su mayor deseo fue idear un estilo muy personal. Con contadas excepciones, procuró componer y tocar sus propias canciones, esto lo llevó a ser original al ejecutarlas e interpretarlas, aunque reconoce haber tomado de Víctor Silva la melodía, y la picardía del tío ‘Mendo’.
Pronto emprendió un viaje que lo alejó de la casa paterna. Sale con el acordeón al hombro, y como equipaje sus canciones y melodías. Esta idea le venía dando vueltas en la cabeza hacía rato. Había oído hablar de Barranquilla y de Víctor Amórtegui, quien dirigía un estudio de grabaciones en lo cual estaba interesado. Les informa a sus padres que irá a esa ciudad.
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Ante la determinación de su hijo, el viejo Náfer siente una punzada en el corazón, las lágrimas llenaron sus ojos, nunca pensó que el acordeón que le regaló, con el que su hijo aprendió a tocar con maestría, fuera hoy, la causa de su martirio. Había sido invitado a Mompox, punto de partida de sus correrías, parte esencial de la vida de los juglares. Viaja además por El Banco, Barranquilla, El Guamo, Fundación, Pivijay, Calamar, Magangué, Plato, y otros pueblos; y a ciudades de Antioquia y Córdoba. En 1968 asistió al Festival Mundial del Folclore en México, realizado durante las Olimpiadas de ese año y trajo la única medalla de oro para Colombia como reconocimiento a su talento.
Con su voz y su acordeón inmortalizó, entre otras, ‘Alicia adorada’, de Juancho Polo Valencia; ‘Plegaria Vallenata’ de Gildardo Montoya Ortiz; ‘Cuerpo cobarde’, de Lorenzo Romero; ‘La Sanmarquera’, de Enrique Díaz; ‘A Orillas del Magdalena’, ‘Teresita’, de Náfer Durán, y ‘La Mujer que tengo’, de Julio Herazo Cuevas.
Alejo no necesitó de brujerías, sortilegios, ni maleficios, para distinguirse en su arte. Sin embargo según sus propias declaraciones, usaba “contras” para que no le entraran. En el Bajo Magdalena tuvo un encuentro con un acordeonero mulato de ojos azules, traía el acordeón colgado al hombro izquierdo. Entró a la caseta como “Pedro por su casa”, apartando gente y se plantó frente a Alejo, como quien dice “¿tú quién eres?”.
Alejo lo vio llegar y sintió que un aire frío recorría su cuerpo y los dedos de sus manos se engarrotaron. “Yo interpretaba en ese instante un porro de Náfer llamado ‘A orillas del Magdalena’ y francamente no supe qué me pasó, los dedos no me respondían, como si se me hubieran entumecido. Para estos toques en festivales usaba una sortija que un “curioso” de Tucurá, en el Alto Sinú, me había rezado, diciéndome que mientras la llevara conmigo estaría protegido. El público estaba impresionado porque yo no interpretaba fielmente los compases. De pronto mi sortija se reventó y partió en varios pedazos y el maleficio, el hechizo, pasó, dejando en el ambiente un olor a azufre concentrado”.
Él fue un enamorador empedernido y esa era su esencia. Su perenne ternura y amor los cultivó de tal manera que siempre había para él un nuevo amor. Las mujeres fueron su sendero, su camino, su destino, el centro de su larga y permanente inspiración. Ese velo misterioso se descorre al escuchar su repertorio musical. Ese fascinante desfile de mujeres que su corazón tradujo en versos inmortales en el largo camino de su vida inspirada por ellas.
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Nostálgicas a veces, otras cantando su desesperanza por ser inalcanzables, escenario de amores que transitó el juglar desde su adolescencia hasta avanzada edad. Una pléyade de estrellas brilla en este universo femenino.
Desde Gloria, Crisanta, Juliana, Gladys, Catalina, María, Reyes, Nur, Norma. Algunas las amó sólo con su canto, a otras les dio sus afectos o fueron amores frustrados y las tradujo en encantadores versos. Es el caso de Fidelina, Sielva María, Irene la del 039, Joselina Daza, Bren, Chava, Sabina, la del papelito de Ayapel. Compuso canciones que él creía alegres, pero eran nostálgicas. Por ellas no pudo zafarse de ese nudo sentimental y corporal que lo persiguió y lo apretó durante toda la vida.
Mantuvo en su alma siempre dos amores: su pedazo de acordeón, que lo inmortalizó, y las mujeres que lo amaron e inspiraron. Con su acordeón romántico, melodioso, a veces irónico y punzante, era especial para enamorar sutilmente. Fue su cómplice, su alcahuete, ya fuera en una serenata, en la parranda, o en un jolgorio. Nació a tal grado en ellos una relación erótica al cantar y hacer una declaración de amor con la melodía con versos inspirados, una mirada a veces ignorada o no percibida por la mujer a quien iba dirigida, acompañada de un bajo destacado.
Llora en el lamento en ritmo de paseo y son, es divertido en el merengue y satírico y punzante en la puya. Él afirma: “Yo en mi vida lo único que tengo es mi acordeón. Es mi amiga, mi confidente, todo se lo cuento. Después de mi madre, él. De ahí sigue el resto”.
Este pedazo de acordeón donde tengo el alma mía /
Ahí tengo mi corazón y parte del alma mía.
Muchachos si yo me muero les vengo a pedir el favor/
Me llevan al cementerio este pedazo de acordeón
Esto dicen mis amigos que eso es una vanidad /
¡Ay si nadie me da cariño como mi acordeón me da!
“…Y bonitas que son las maldecías”, asevera ‘El negro Alejo’, riéndose. Aprendió a tocar el acordeón para enamorar, para prolongar así sus sentimientos. Fueron muchos los versos que salieron de sus labios como fracciones de su corazón, adornados con notas musicales: “¿Cómo me vas a dejar morir, mujer, teniendo el remedio?… Yo tengo un dolor, no sé dónde me duele; yo creo que es en el corazón, por las benditas mujeres”.
Conoce a Fidelina, mujer de la cual quedó prendado por su esplendorosa cabellera. La conoció cuando arreaba reses por los lados de Chimichagua. Ella en su casa, para coger fresco, acostumbraba sacar por las tardes un taburete que lo recostaba en la pared. Uno de esos anocheceres, Alejo con su acordeón visita a un vecino de Fidelina, llamado Medardo Angulo y mientras cantaba, la veía por la cerca con el rabito del ojo.
No necesitó de más. Era mujer enamorada. Fueron amores de esquina y de corral. Se veían en los patios, en las tiendas, en el camino real, en los callejones oscuros del pueblo. Un viernes de luna llena, cuando Alejo “se la iba a sacá”, la abuela lo echó a perder todo. Ya habían quitado las tres astillas de leña de la cerca y estaba listo el portillo, cuando oyeron la voz de la abuela que les dijo: “¿Y tu pa’ onde vai’, Fidelina? Vení pa’ cá’, si no querei’ que te dé con la mano del pilón”. Entonces la abuela comenzó a gritar: “¡Un ladrón, un ladrón, un ladrón!”. La gente acudió al escuchar los gritos, llegó la policía y preguntó: “¿Dónde está el ladrón?”. La abuela respondió: “¡Ese negro maluco que está ahí, ese negro, ese!”.
“¿Usted es el ladrón?”, preguntó la policía. “Yo soy el ladrón”, respondió Alejo. “¿Qué le iba a robar a la señora?”. “La nieta, y si la deja mal puesta me la llevo”, sentenció.
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Vivía en Chimichagua cuando recibió una carta de Fidelina. Inspirado por los recuerdos hizo una de sus más bellas canciones:
“Voy a coger mi acordeón /
pa’ que escuches mi rutina /
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Pa’ que tú te diviertas Fidelina.
Fidelina, Fidelina /
Ella me mandó a decir /
Y me dice que le escriba / porque no sabe de mí.
Fidelina, Fidelina / me consuela mi acordeón /
Que tu negro no te olvida / es de todo corazón…”.
A Irene, la del 039, la conoció viajando, En esa época no había puente sobre el río San Jorge. “Me embarqué en Montelíbano en la lancha de nombre ‘La Víbora’. En eso entra una muchacha y se me sentó al lado. Yo en esa época no era mudo y enseguida le encaminé, quedé fascinado y comencé a hacerle requerimientos amorosos. Cuando llegamos a donde debía bajarse para seguir su ruta, tomé la maleta y la acompañé. Abordó en el puente del río San Jorge un bus para Buenavista (Córdoba) cuya placa era 039. Me despedí. En eso me dice el chofer, la muchacha va llorando. Cuando quise llegar a San Marcos (Sucre) ya estaba lista la canción”.
“Sabroso venía viajando / bajaba con mi morena /
Y al llegar a la carretera / allí me dejó llorando…”
Después sería Joselina Salas. Contrajo matrimonio con ella, enamorado y muy bien correspondido, pero fue una relación muy corta. La dejó instalada en Magangué, porque salía con mucha frecuencia a correrías. ‘El negro’ le mandaba razones y cumplía a cabalidad con sus obligaciones, pero ella no estaba contenta por las frecuentes ausencias. No oía su voz diciéndole palabras de amor, ni las melodías del acordeón que la cautivaron al inicio, no sentía a su lado ese cuerpo que tanto le gustaba acariciar y ser correspondida. Ella no soportó más los chismes y rumores y como hembra en celo al sentirse abandonada, sufrió la tristeza y melancolía del desengaño.
Tarde cayó en cuenta que su matrimonio había sido con un acordeonero y que ellos caminan más que las malas noticias. Pensaba, “músico es para oírle la música y hasta luego”. Lo abandonó, empacó los chécheres y corotos que le había dado y viajó en dos burros barcinos para un pueblo, cerca de Calamar. Cuando Alejo regresó encontró la casa desocupada, los vecinos envidiosos lo observaban a escondidas por los visillos y se alegraban de su calamidad.
No demora en llegar a su vida Catalina, la que conoció en Oreganal, una vereda de La Guajira. Cuando Alejo la amaba, ella escuchaba quejidos de acordeón en su alma.
La canción de Joselina Daza, según Alejo, nace por la amistad de él con su compadre Víctor Julio Hinojosa. Estaba en Patillal de parranda en la casa de él y llegó Joselina, quien le pidió que le dedicara una canción. La complació. Sin embargo, ella afirma: “‘El Negro Alejo’ se fajó con una bella canción que me hizo famosa. La falla fue que yo no le paré bola, porque ya tenía novio y le era muy fiel” (Juan Rincón V). La canción dice:
En el pueblo e Patillal tengo el corazón sembrado /
Y no lo he podido arrancar, ay! tanto como he batallado /
Oye Joselina Daza lo que dice mi acordeón (bis) /
Yo no sé lo que me pasa con mi pobre corazón /
Ay! Oye Joselina Daza porque no me das tu amor…
Eso sí me ha dado duro /
yo tengo una honda herida/
ya le dije a Víctor Julio/ que me cuide a Joselina
Pobre Alejandro Durán /No le cause maravilla /
yo me voy a Patillal / en busca de Joselina
Un gesto característico de Alejo mientras tocaba era la cabeza un poco ladeada. La mirada inquisidora escrutaba de arriba abajo a las mujeres que le atraían. A veces sonreía con los ojos. El sombrero veintiuno de Tuchín (Córdoba) fue su compañero inseparable, parte de su personalidad. Su vestimenta era impecable: pantalón kaki, camisa blanca, zapatos modestos, pero lustrosos. Entre los dientes blanquísimos resplandecía el colmillo de oro que le había puesto un dentista en Sincelejo.
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En el otoño de su vida, su último amor conocido fue ‘Goya’, Gloria María Dussán. Se enamoró de ella, de su personalidad cautivadora cuando ‘El negro’ llegó a Planeta Rica, en 1962, acompañado de una maleta pequeña de fuelle, su inseparable acordeón y un gallo fino. Le gustó el pueblo y su gente, que le dio buena acogida, cariño y aprecio, y un taburete para sentarse a conversar por las tardes, al calor de una taza de café.
Ella tenía 16 años y él 56. La miraba con disimulo. Experimentado en las lides amorosas, se ingenió la forma para decirle que la amaba y pedirle que formaran un hogar. Los padres de Goya no estaban de acuerdo por la diferencia de edades y por la fama de mujeriegos de los músicos. Pero ella dijo que sí. Vivió embriagado por este amor durante catorce años, hasta su muerte. Fruto de esta unión procrearon cinco hijos.
Para Goya como para muchas mujeres, Alejo no se ha ido de su lado. Sienten y escuchan a menudo los versos y su música. Goya conversa con él, quien la invita a que lo acompañe a los toques en las corralejas. A su tumba van en romerías amantes, a encenderle velas, a llevarle flores, amigos y admiradores a darle gracias por habernos dejado ese legado musical. Los varones le piden que les enseñe el arte de enamorar y a querer como él lo hacía. Los sinuanos aún le celebran sus cumpleaños.
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Es un universo pletórico de ensoñaciones que tienen como epicentro a la mujer; los recuerdos conservan nombre propio y surgen a granel en el inapreciable legado que nos dejó este original y prolífico maestro, convirtiéndose en una galería de rostros femeninos, donde cada uno es una historia, cuyo secreto solo él y su acordeón lo conocieron.
Alejo el caminante, el trotamundos, está hoy más presente que nunca. Es el primer rey vallenato, el de 1968. Compositor, vocalista e intérprete, de los más auténticos que llevó la voz de la región con su canto de juglar, más allá de las fronteras.
Por Giomar Lucía Guerra Bonilla.