No es novedad el lenguaje incendiario que está en el centro del debate que pone el atentado contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay. Si nos remontamos 25 años atrás, Medios para la Paz, un colectivo de periodistas, publicó un diccionario llamado Para desarmar la palabra, con ocasión del uso de adjetivos ofensivos para referirse a grupos en conflicto, empleados por muchos medios y comunicadores, lenguaje con el que se descalificaba a actores armados con epítetos como “terroristas”, “delincuentes”, etc.
Todo este esfuerzo por frenar la incontinencia verbal y desarmar la palabra ha sido letra muerta en un país que nunca ha conocido la normalidad, tras la sucesiva y escalada violencia política, agitada por la supremacía del poder. Un detonante, si nos detenemos en la ejemplarizante frase de Henry Kissinger, exsecretario de Estado de los Estados Unidos: “La guerra de las armas siempre va precedida de la guerra de las lenguas”, hoy igual de incendiarias que ayer por su connotación cíclica: Guerra de los Mil Días, violencia liberal-conservadora, carteles del narcotráfico y el eterno conflicto armado. Sin embargo, la invitación es a cambiar este paradigma inalienable de la condición humana.
El fenómeno ha escalado con el auge de las redes sociales, a través de las cuales se comparten y emiten informaciones en un espectro universal y de masas, lo que no puede ser replicado de la misma manera en WhatsApp, que está más enfocado en la comunicación directa entre individuos o grupos. Sin embargo, es el mismo mundo virtual con aplicaciones que llegaron para democratizar la noticia.
Sobre este impacto de la tecnología digital se habló mucho antes de la aparición del COVID-19, lo que corroboró en Valledupar el científico Moisés Wasserman, en desarrollo de la primera Feria del Libro (Felva), y agregó: “Y no solamente democratizar la noticia, las redes sociales llegaron para quedarse, por su aporte a la interconectividad y al tráfico de noticias, información y recreación”, lo que le quita espacio y margen de operación a los medios tradicionales, muchos en crisis porque no se reinventaron.
Periodísticamente, escriben en WhatsApp lo que ya está publicado en las redes sociales, un desgaste innecesario que no edifica ni aporta, excepto el rifirrafe por imponer tu ideología, hacer el mandado e irrespetar a quien no comulga con tu criterio osado. Aunque tenemos que aprender a estar en desacuerdo en armonía y con altura, en reverencia al derecho a disentir sin irrespetar. Regla que se desborda en algunos grupos de WhatsApp, lo que también contribuye a exacerbar el clima de violencia.
No creo que sea un afán por escalar socialmente el papel del periodista. Sería rayar con la identidad y el histrionismo, como si fuera vergüenza ser un asalariado digno, o de pronto por el temor a la retaliación; dictados que son más marcados en la élite y las grandes ligas de la comunicación social.
Hay quienes se ruborizan porque aún quedan rezagos del método dialéctico practicado por Sócrates, basado en el diálogo y la argumentación; postura que lo convirtió en una de las primeras víctimas célebres de la libertad de expresión y de pensamiento. Para bien de la nación, la dialéctica de pensamiento político aún pervive.
Entre las ventajas de WhatsApp destacan la comunicación instantánea, facilidad de uso, mensajería gratuita, llamadas de voz y video, compatibilidad con múltiples dispositivos y herramientas para negocios como WhatsApp Business (bisne), lo que implica cierta responsabilidad en su uso. Con mayor razón debe utilizarse esta herramienta para temas de interés y no para pintorescos o frivolidades como el comadreo parroquiano.
Es ejemplar el grupo de WhatsApp conformado por los columnistas de EL PILÓN; mucho que aprender de ellos por el contenido y análisis de los temas que se abordan con pluralidad ideológica, y los acuerdos y desacuerdos que surgen, pero con respeto y altura, lo que en suma enriquece el debate en torno a sucesos que ocupan las primeras páginas de los rotativos más influyentes del planeta.
Lo cierto es que la revolución digital no solo ha sacudido los cimientos de los medios, sino de la cultura misma. Innovación tecnológica que le ha permitido a los colombianos ser más cautelosos para no dejarse manipular por las emociones y menos por quienes han instrumentalizado históricamente el dolor y la muerte para fines políticos.
Pero, en buena hora y en virtud de estos avances de la tecnología emergente, convergente y disruptiva, el país no ha perdido la sensibilidad humana y se sobrepone a un marketing de errores y horrores. Y en ese contexto podemos documentar una gama de hechos con la intención de lograr un periodismo desapasionado, alejado de la guerra de la desinformación, donde sea un referente la neutralidad y la objetividad, como profesionales de la verdad. Pero ello necesariamente implica desbordar todas las capacidades para no dejarnos arrastrar por el sectarismo ideológico.
Por: Miguel Aroca Yepes.












