OPINIÓN

¿Y ahora qué viene? ¿Qué más hace falta?

Valledupar no merece convertirse en un territorio de miedo. Valledupar merece una política de seguridad integral, articulada, transparente.

Jesus Daza Castro, columnista.

Jesus Daza Castro, columnista.

Por: Jesus

@el_pilon

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Hay preguntas que nacen del agotamiento, del dolor de mirar con los ojos abiertos una realidad que parece irresoluble. Preguntas que no buscan respuesta, sino un eco, un estremecimiento colectivo. ¿Y ahora qué viene? ¿Qué más tiene que ocurrir para que las autoridades reconozcan, sin subterfugios ni retóricas evasivas, que Valledupar atraviesa una crisis de seguridad profunda y corrosiva? ¿Qué falta? ¿Cuánto más puede soportar una ciudadanía que ha aprendido a convivir con el miedo como si fuese un vecino más?

No se trata ya —aunque también importe— de si las cifras oficiales revelan un aumento o una disminución en los homicidios. No se trata de estadísticas ni de tecnicismos. Lo que hoy se juega en las calles de Valledupar no es un debate sobre curvas descendentes o incrementos porcentuales. Se trata de algo más hondo, más intangible y más difícil de reparar: la pérdida de confianza, el quiebre de la sensación de seguridad, la percepción extendida de que el Estado ha abdicado de su deber más elemental.

Los últimos asesinatos —personas halladas amarradas, con signos de tortura, en una escena que parece arrancada de otra geografía, de otra guerra— son más que hechos aislados. Son símbolos. Son espejos que devuelven una imagen inquietante: la de una ciudad que se le escapa de las manos a sus gobernantes. Porque no es solo que haya violencia. Es el tipo de violencia, su modalidad, su lenguaje. Matar no es solo matar. También es dejar un mensaje, imponer un miedo, establecer una lógica paralela que desafía la del derecho.

Valledupar tiene miedo. Y no lo oculta. Lo murmura en las esquinas, lo susurra en los pasillos de las instituciones, lo escribe en redes sociales. Es un miedo que ya no se disfraza, que no se reprime con la fe en que “todo mejorará”. Porque hay un punto en el que la esperanza no basta y la paciencia se vuelve cómplice. Ese punto, tristemente, parece haber llegado.

Entonces surge la pregunta incómoda: ¿qué más debe pasar para que el discurso oficial abandone el tono triunfalista y asuma con responsabilidad la gravedad de lo que vivimos? ¿Qué más tienen que ocultar o minimizar para no reconocer que se está ante una crisis estructural? El problema no es únicamente de seguridad. Es de verdad. De honestidad pública. De voluntad política. De asumir, sin maquillaje, que estamos mal y que no se puede construir confianza sobre una base de medias verdades.

En el fondo, lo que más duele no es el crimen en sí —que ya es devastador—, sino la sensación de desamparo institucional. Que nadie responde. Que nadie se hace cargo. Que nadie habla con la crudeza y la altura que el momento exige. Que la narrativa oficial aún insiste en tapar el sol con un dedo, mientras el ciudadano se quema con sus rayos.

Y sin embargo, algo debemos decir los que creemos en el poder de la palabra. Porque si el silencio es cómplice, el discurso debe ser testimonio. No de rabia, sino de lucidez. No de desesperanza, sino de compromiso. Hoy más que nunca se necesita pensar con claridad, sentir con profundidad y actuar con valentía. No podemos naturalizar lo que ocurre, no podemos mirar a otro lado ni caer en la resignación pasiva.

Valledupar no merece convertirse en un territorio de miedo. Valledupar merece una política de seguridad integral, articulada, transparente. Una política que escuche al ciudadano, que no le imponga verdades desde la distancia del poder, sino que construya respuestas desde la cercanía, desde la empatía, desde el reconocimiento del otro como sujeto de derechos y no como estadística.

Por eso la pregunta vuelve, persistente, dolorosa, aguda: ¿Y ahora qué viene? ¿Más cuerpos abandonados? ¿Más comunicados oficiales que niegan lo evidente? ¿Más promesas incumplidas? ¿Más indiferencia? ¿O vendrá, acaso, un momento de verdad?

Quizá el punto de inflexión sea este. Quizá hemos tocado fondo. Y desde el fondo solo queda ascender, si se tiene la voluntad. Si quienes tienen el deber de gobernar se despojan de la soberbia, si escuchan a la ciudadanía, si entienden que un pueblo atemorizado no es gobernable. Que la seguridad no se impone con discursos sino con confianza. Y la confianza se cultiva con verdad, coherencia y justicia.

Mientras tanto, mientras esperamos —porque al final siempre esperamos— no dejemos de preguntar. Porque la pregunta también es resistencia. Y resistir es una forma de no entregarse. ¿Y ahora qué viene? O mejor aún: ¿qué estamos dispuestos a exigir que venga?

Por Jesús Daza Castro

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