Quizá todos los que alguna vez hemos escuchado vallenato nos hemos tropezado con un verso que habla sobre “Moralito”. Ese mismo “Moralito” es Lorenzo Morales; una de las más grandes leyendas del vallenato que corre el riesgo de ser sepultado en el cementerio de los olvidados.
Muchos en Valledupar habrán escuchado sobre el barrio -también conocido como las torres- de Lorenzo Morales. Conocemos muy bien los mitos e historias que sobre esa urbanización se han construido; pero aún desconocemos que lleva su nombre gracias a aquel inmortal compositor nacido sólo a unos treinta minutos del Valle. Quizá todos los que alguna vez hemos escuchado vallenato nos hemos tropezado con un verso que habla sobre “Moralito”. Bueno, ese mismo “Moralito” es Lorenzo Morales; una de las más grandes leyendas del vallenato que corre el riesgo de ser sepultado en el cementerio de los olvidados.
Moralito nació en Guacoche —antiguo palenque formado entre negros e indígenas que ya habitaban el territorio antes de la llegada de los africanos— en 1914, cuando Valledupar era apenas una gran parcela llena de vacas. Pasó su niñez entre cardonales y las décimas compuestas por un tío, Félix Morales. Al no haber muchas posibilidades para entretenerse, Lorenzo Miguel pasaba gran parte del día persiguiendo turpiales guacocheros (recuerde usted que el Cesar tiene una variedad increíble de aves, la más diversa del país) y recorriendo el caserío.
Por aquel entonces todo estaba “atrasado”, empero las formas de vida eran de una u otra forma más sanas, más nobles, más colectivas; la ciudad mundialmente famosa por su canto aún no era ciudad ni su canto estaba consumado; era una práctica que incluso era denigrada por la burguesía criolla de aquel entonces. El vallenato surgía como un lenguaje colectivo, popular, a través del cual las personas (campesinos analfabetos en su mayoría) expresaban sus vivencias, ocurrencias y creencias amenizadas por un tambor, una guacharaca y un acordeón.
“Los exponentes del vallenato, que surgieron durante la primera mitad del siglo XX, fueron campesinos que no poseían mayor educación, pero que eran poseedores de una estricta ética determinada y heredada por su cultura, de tal manera que no demostraban mucho interés por la propiedad de sus cantos ni mucho menos por obtener alguna ganancia de ellos. El vallenato se convirtió en el acto por excelencia para cantarle a la vida, a la muerte, a la tristeza y la alegría, a la majestad de la naturaleza, pero sobre todo para expresar la realidad social de la época y las desigualdades en las que vivía el campesinado, lo que le permitió una identidad con las clases populares de la región, siendo despreciada por la burguesía en consolidación, quien influenciada por la música europea consideraba el vallenato como vulgar y sin elemento cultural que rescatar”.
Morales Lorenzo aprendió a los 12 años a tocar acordeón, influenciado por Chico Bolaños, conocido como el más talentoso juglar vallenato del siglo XX; ya a los 17 era bastante reconocido por su particular forma de tocar el instrumento alemán. Muchos compartían la actividad artística de interpretar el vallenato, pero para ese entonces el género no tenía la recepción ni la difusión necesaria para ser considerado como un canto de esas tierras arenosas y pedregosas. “La música de acordeón era verdaderamente anónima y se propagaba por todas partes siguiendo los senderos de la tradición oral; a las canciones no había necesidad de ponerles nombre, de esa tarea se encargaban los parranderos una vez estas se habían vuelto célebres en las cumbiambas y solitas. Los músicos se pedían prestadas las melodías y hasta los versos, a nadie le molestaba que otro tomara sus creaciones; por el contrario, era un honor y una muestra de reconocimiento; no habían llegado aún los tiempos de las grabaciones, las regalías y las trifulcas por la autoría de las canciones más famosas”.
Todos los que empezaron haciendo vallenato veían el canto y los instrumentos como verdaderas pasiones; herramientas de placer que servían para cortejar muchachas y alegrar a los amigos. Ser acordeonero era una práctica de pobres para pobres, una actividad mal vista y mal remunerada. Moralito se dedicaba a tocar por donde lo cogiera la parranda; andariego como la mayoría, mantenía yendo y viniendo a los pueblos vecinos del Valle del Cacique Upar; Morales también fue un excelso carpintero hacedor de mesas, escaparates, asientos y taburetes y armador de casas de bahareque. La situación económica le exigía dedicarse a otras actividades que alternaba con su pasión, la cual les aliviaba el alma y las penas a los estudiantes provincianos del Liceo Celedón, de Santa Marta; “con el tiempo, por razones de trabajo algunas veces, otras por excusas del corazón o por motivos de cumbiambas de fiestas patronales, se convirtió en un hombre andariego. En ocasiones estaba en el Valle o en La Paz, después lo veían pasar por Patillal, algunos aseguraban haberlo oído tocar en Corral de Piedra o en Caracolí, mientras que otros lo vieron resembrando guineo en Sevilla y en Guacamayal”.
Rafael Escalona de joven escribiría un paseo (Buscando a Morales) sobre la condición andariega de su amigo guacochero, cuyo estribillo reza:
‘Porque Moralito es una fiebre mala,
que está en todas partes y en ninguna para.
Porque Moralito es hombre andariego,
que cambia de nido ni el cucarachero. Porque Moralito
es una enfermedá, que llega a toa’s partes y en ninguna está.
Lorenzo Morales desde siempre contó con el amor de su pueblo. Lo vieron como algo que les pertenecía, se identificaban con sus canciones, con su modo de ver la vida, de sentir el folclor; hacía parte de su patrimonio como grupo social. En 1946 ocurrió un hecho que confirma el amor que la gente le profesaba no solo a Moralito, sino a todos los acordeoneros y músicos de entonces. Dos combos de trabajadores, unos fanáticos de Efraín Hernández, acordeonero oriundo de Atánquez, los otros seguidores de Lorenzo Morales, se enfrentaron a machete; no entre ellos, sino para ver quién limpiaba más rápido la pista del aeropuerto que por aquel tiempo tenía Valledupar. El grupo ganador iría directamente a comprar el único acordeón que había a la tienda de Vacoluque; ganaron los seguidores de Morales, liderados por Pablo Galindo y Enemirlo Montero, quienes le regalaron ese 19 de julio el acordeón que bautizaron “Blanca Noguera”, en honor a la mamá de la cacica Consuelo Araújo Noguera. ¡Así sería el talento de Moralito que los seguidores le alcahuetearon la maleta! (ese era el nombre que por ese entonces le daban al acordeón).
“Morales fue un músico virtuoso de singular habilidad para ejecutar el acordeón y, sin lugar a dudas, un gran compositor. Cantor de la primavera, hijo del sudor y el barro, del cardón y la arcilla, lo acompaña una sencillez y humildad proverbiales a pesar de ser el inspirador de una escuela musical que tuvo como discípulo más destacado al insuperable ‘Colacho’ Mendoza(…), e impregnar las notas de los mejores acordeoneros contemporáneos, muchas veces sin que ellos mismos se percaten del origen de la savia que los nutre”. De Morales sobrevive un repertorio variado en los cuatro ritmos del vallenato: canciones como Carmen Bracho, El secreto, La primavera florecida, El errante, La mala situación, Sevilla, La nena Rondón, Amparito, El torito y Ya me están haciendo bulla, hacen parte indispensable del torrente vivo que alimenta el vallenato actual, que sobrevive en deteriorados géneros mal llamados “la nueva ola” del vallenato. Es tarea urgente de los vallenatólogos, de los jóvenes, pero principalmente de los artistas que ejecutan los instrumentos que conjugan la magia, recuperar las raíces que nutren este bello canto.
En la vida de Morales Lorenzo llegó un momento duro a pesar de su ya consagrada fama en toda la región. La mala situación económica y sentimental sumada a su progresivo aburrimiento de las parrandas lo exhortó a coger rumbo a la Serranía del Perijá, más arribita de Codazzi, donde el maestro compró una ‘tierrita’, sembró café y descansó de los jolgorios por más de veinte años.
De Moralito no sólo sobrevive el nombre de la urbanización, ni las historias que allí se especulan; también sobrevive un legado vivo en cada nota que repiten los aprendices de las escuelas del Turco Gil, en cada canción vallenata que suena en las emisoras del Valle; la herencia de Morales es insuperable si tenemos en cuenta las condiciones sociales, culturales, económicas y políticas que atravesó para convertirse en lo que realmente es: el eterno rey cimarrón de Guacoche y el mundo.
Por: Andrés Cuadro
Quizá todos los que alguna vez hemos escuchado vallenato nos hemos tropezado con un verso que habla sobre “Moralito”. Ese mismo “Moralito” es Lorenzo Morales; una de las más grandes leyendas del vallenato que corre el riesgo de ser sepultado en el cementerio de los olvidados.
Muchos en Valledupar habrán escuchado sobre el barrio -también conocido como las torres- de Lorenzo Morales. Conocemos muy bien los mitos e historias que sobre esa urbanización se han construido; pero aún desconocemos que lleva su nombre gracias a aquel inmortal compositor nacido sólo a unos treinta minutos del Valle. Quizá todos los que alguna vez hemos escuchado vallenato nos hemos tropezado con un verso que habla sobre “Moralito”. Bueno, ese mismo “Moralito” es Lorenzo Morales; una de las más grandes leyendas del vallenato que corre el riesgo de ser sepultado en el cementerio de los olvidados.
Moralito nació en Guacoche —antiguo palenque formado entre negros e indígenas que ya habitaban el territorio antes de la llegada de los africanos— en 1914, cuando Valledupar era apenas una gran parcela llena de vacas. Pasó su niñez entre cardonales y las décimas compuestas por un tío, Félix Morales. Al no haber muchas posibilidades para entretenerse, Lorenzo Miguel pasaba gran parte del día persiguiendo turpiales guacocheros (recuerde usted que el Cesar tiene una variedad increíble de aves, la más diversa del país) y recorriendo el caserío.
Por aquel entonces todo estaba “atrasado”, empero las formas de vida eran de una u otra forma más sanas, más nobles, más colectivas; la ciudad mundialmente famosa por su canto aún no era ciudad ni su canto estaba consumado; era una práctica que incluso era denigrada por la burguesía criolla de aquel entonces. El vallenato surgía como un lenguaje colectivo, popular, a través del cual las personas (campesinos analfabetos en su mayoría) expresaban sus vivencias, ocurrencias y creencias amenizadas por un tambor, una guacharaca y un acordeón.
“Los exponentes del vallenato, que surgieron durante la primera mitad del siglo XX, fueron campesinos que no poseían mayor educación, pero que eran poseedores de una estricta ética determinada y heredada por su cultura, de tal manera que no demostraban mucho interés por la propiedad de sus cantos ni mucho menos por obtener alguna ganancia de ellos. El vallenato se convirtió en el acto por excelencia para cantarle a la vida, a la muerte, a la tristeza y la alegría, a la majestad de la naturaleza, pero sobre todo para expresar la realidad social de la época y las desigualdades en las que vivía el campesinado, lo que le permitió una identidad con las clases populares de la región, siendo despreciada por la burguesía en consolidación, quien influenciada por la música europea consideraba el vallenato como vulgar y sin elemento cultural que rescatar”.
Morales Lorenzo aprendió a los 12 años a tocar acordeón, influenciado por Chico Bolaños, conocido como el más talentoso juglar vallenato del siglo XX; ya a los 17 era bastante reconocido por su particular forma de tocar el instrumento alemán. Muchos compartían la actividad artística de interpretar el vallenato, pero para ese entonces el género no tenía la recepción ni la difusión necesaria para ser considerado como un canto de esas tierras arenosas y pedregosas. “La música de acordeón era verdaderamente anónima y se propagaba por todas partes siguiendo los senderos de la tradición oral; a las canciones no había necesidad de ponerles nombre, de esa tarea se encargaban los parranderos una vez estas se habían vuelto célebres en las cumbiambas y solitas. Los músicos se pedían prestadas las melodías y hasta los versos, a nadie le molestaba que otro tomara sus creaciones; por el contrario, era un honor y una muestra de reconocimiento; no habían llegado aún los tiempos de las grabaciones, las regalías y las trifulcas por la autoría de las canciones más famosas”.
Todos los que empezaron haciendo vallenato veían el canto y los instrumentos como verdaderas pasiones; herramientas de placer que servían para cortejar muchachas y alegrar a los amigos. Ser acordeonero era una práctica de pobres para pobres, una actividad mal vista y mal remunerada. Moralito se dedicaba a tocar por donde lo cogiera la parranda; andariego como la mayoría, mantenía yendo y viniendo a los pueblos vecinos del Valle del Cacique Upar; Morales también fue un excelso carpintero hacedor de mesas, escaparates, asientos y taburetes y armador de casas de bahareque. La situación económica le exigía dedicarse a otras actividades que alternaba con su pasión, la cual les aliviaba el alma y las penas a los estudiantes provincianos del Liceo Celedón, de Santa Marta; “con el tiempo, por razones de trabajo algunas veces, otras por excusas del corazón o por motivos de cumbiambas de fiestas patronales, se convirtió en un hombre andariego. En ocasiones estaba en el Valle o en La Paz, después lo veían pasar por Patillal, algunos aseguraban haberlo oído tocar en Corral de Piedra o en Caracolí, mientras que otros lo vieron resembrando guineo en Sevilla y en Guacamayal”.
Rafael Escalona de joven escribiría un paseo (Buscando a Morales) sobre la condición andariega de su amigo guacochero, cuyo estribillo reza:
‘Porque Moralito es una fiebre mala,
que está en todas partes y en ninguna para.
Porque Moralito es hombre andariego,
que cambia de nido ni el cucarachero. Porque Moralito
es una enfermedá, que llega a toa’s partes y en ninguna está.
Lorenzo Morales desde siempre contó con el amor de su pueblo. Lo vieron como algo que les pertenecía, se identificaban con sus canciones, con su modo de ver la vida, de sentir el folclor; hacía parte de su patrimonio como grupo social. En 1946 ocurrió un hecho que confirma el amor que la gente le profesaba no solo a Moralito, sino a todos los acordeoneros y músicos de entonces. Dos combos de trabajadores, unos fanáticos de Efraín Hernández, acordeonero oriundo de Atánquez, los otros seguidores de Lorenzo Morales, se enfrentaron a machete; no entre ellos, sino para ver quién limpiaba más rápido la pista del aeropuerto que por aquel tiempo tenía Valledupar. El grupo ganador iría directamente a comprar el único acordeón que había a la tienda de Vacoluque; ganaron los seguidores de Morales, liderados por Pablo Galindo y Enemirlo Montero, quienes le regalaron ese 19 de julio el acordeón que bautizaron “Blanca Noguera”, en honor a la mamá de la cacica Consuelo Araújo Noguera. ¡Así sería el talento de Moralito que los seguidores le alcahuetearon la maleta! (ese era el nombre que por ese entonces le daban al acordeón).
“Morales fue un músico virtuoso de singular habilidad para ejecutar el acordeón y, sin lugar a dudas, un gran compositor. Cantor de la primavera, hijo del sudor y el barro, del cardón y la arcilla, lo acompaña una sencillez y humildad proverbiales a pesar de ser el inspirador de una escuela musical que tuvo como discípulo más destacado al insuperable ‘Colacho’ Mendoza(…), e impregnar las notas de los mejores acordeoneros contemporáneos, muchas veces sin que ellos mismos se percaten del origen de la savia que los nutre”. De Morales sobrevive un repertorio variado en los cuatro ritmos del vallenato: canciones como Carmen Bracho, El secreto, La primavera florecida, El errante, La mala situación, Sevilla, La nena Rondón, Amparito, El torito y Ya me están haciendo bulla, hacen parte indispensable del torrente vivo que alimenta el vallenato actual, que sobrevive en deteriorados géneros mal llamados “la nueva ola” del vallenato. Es tarea urgente de los vallenatólogos, de los jóvenes, pero principalmente de los artistas que ejecutan los instrumentos que conjugan la magia, recuperar las raíces que nutren este bello canto.
En la vida de Morales Lorenzo llegó un momento duro a pesar de su ya consagrada fama en toda la región. La mala situación económica y sentimental sumada a su progresivo aburrimiento de las parrandas lo exhortó a coger rumbo a la Serranía del Perijá, más arribita de Codazzi, donde el maestro compró una ‘tierrita’, sembró café y descansó de los jolgorios por más de veinte años.
De Moralito no sólo sobrevive el nombre de la urbanización, ni las historias que allí se especulan; también sobrevive un legado vivo en cada nota que repiten los aprendices de las escuelas del Turco Gil, en cada canción vallenata que suena en las emisoras del Valle; la herencia de Morales es insuperable si tenemos en cuenta las condiciones sociales, culturales, económicas y políticas que atravesó para convertirse en lo que realmente es: el eterno rey cimarrón de Guacoche y el mundo.
Por: Andrés Cuadro