OPINIÓN

Valledupar, patrimonio de sombras

Pienso en Sevilla, esa ciudad andaluza donde también quema el verano, pero donde el urbanismo ha entendido que el cuerpo no soporta sin belleza.

Árbol de mango de la plaza Alfonso López

Árbol de mango de la plaza Alfonso López

Por: Jesus

@el_pilon

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“La belleza no es ornamento: es la respiración del alma“: Simone Weil. A veces no se trata de inventar grandes ideas, sino de aprender a mirar con otros ojos aquellas que ya estaban sembradas, como una semilla paciente en la espera. La propuesta que leí recientemente en El Pilón, sobre hacer de Valledupar la ciudad del agua y los árboles, no me pareció una utopía: me pareció un acto de lucidez. Una revelación obvia que solo necesita voluntad para encarnarse.

La imaginé entonces: fuentes públicas en las plazas, niños corriendo entre surtidores de agua bajo el sol perdonado, árboles centenarios con placas que los nombran como se nombra a los sabios. Vi el futuro como una tarde en calma. Y entendí, con nitidez, que no se trata solo de estética: se trata de dignidad.

Porque el árbol no es ornamento: es refugio. El agua no es lujo; es derecho. Juntos no solo bajan la temperatura; también nos invitan a quedarnos. Nos reúnen. Nos devuelven el deseo de caminar la ciudad sin prisa, sin miedo, sin rabia. Son formas esenciales de hospitalidad urbana, en una época donde casi todo lo que nos rodea se ha vuelto hostil, privatizado o precario.

Pensar la ciudad desde el agua y el árbol no es una nostalgia bucólica. Es una vanguardia ética. ¿Qué más subversivo hoy que plantar una sombra? ¿Qué más revolucionario que cuidar lo que no se vende, lo que no tiene dueño, lo que sirve a todos sin distinción?

Y sin embargo, apenas alguien menciona una fuente, aparece la voz conocida: “Eso aquí no dura nada”. Y no es mentira: muchas veces se ha intentado, y muchas veces se ha perdido. Pero si solo vamos a repetir el desencanto, si vamos a rendirnos al cinismo como quien se entrega a una lepra del alma, entonces ¿para qué seguir imaginando ciudades?

Lo que nos falta no siempre es dinero. Lo que nos falta es afecto civil. Voluntad colectiva. Confianza en que el cuidado puede ser más fuerte que el deterioro. ¿Qué pasaría si cada barrio tuviera su pequeña fuente, solar y sencilla, custodiada por sus vecinos como se cuida una promesa? ¿Si el árbol de mango frente a tu casa fuese declarado monumento vivo? ¿Si los niños crecieran sabiendo que una hoja también es parte de su casa?

Pienso en Sevilla, esa ciudad andaluza donde también quema el verano, pero donde el urbanismo ha entendido que el cuerpo no soporta sin belleza. Allá, las plazas se visten de sombra como quien se viste de gala; las fuentes antiguas murmuran entre naranjos, y la arquitectura conversa con el clima sin soberbia. Allá, la sombra es herencia. Aquí, en cambio, los árboles se talan para que pase un cable o se amplíe una acera. Allá, el agua canta en público. Aquí, las pocas fuentes que existen callan entre óxido y olvido.

Y sin embargo, Valledupar tiene lo esencial: los samanes colosales, esos seres tutelares que extienden sus brazos como quien ofrece un pacto silencioso. Un pacto de amparo. Una tregua vegetal. Tenemos ya los templos naturales, pero no los reverenciamos.

¿Por qué no pensar en grande? ¿Por qué no nombrar oficialmente a Valledupar como Patrimonio de Sombras? Que no sea solo una imagen poética, sino un manifiesto. Un programa cívico. Una declaración de principios: defender el frescor como se defiende el agua; celebrar la sombra como se celebra la música.

La sombra no es oscuridad; es consuelo. Es la forma más generosa de la luz. Y en un mundo que arde —en lo climático, en lo político, en lo anímico—, el árbol que cobija y la fuente que refresca son gestos de redención. La ciudad que los preserva no solo protege su paisaje: protege la posibilidad de una vida más respirable.

Es hora de levantar un nuevo relato. No uno edulcorado, sino uno posible: una ciudad donde el progreso se mida en grados menos, en pasos lentos, en fuentes activas y árboles nombrados. Una ciudad donde no se tema al sol porque se ha sabido conversar con él.

Valledupar puede ser esa ciudad.

La ciudad donde el agua no huye, sino canta. Donde el árbol no estorba, sino abraza.

Donde la sombra no se mendiga, sino se hereda. La ciudad que supo volver sagrado lo que ya tenía.

Por Jesús Daza Castro

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