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Seis décadas atrás la Semana Mayor era un lapso de fervor, reposo, misterio y terror. Todo comenzaba el Domingo de Ramos con la bendición de las palmas que los creyentes llevaban a la misa, las que, colocadas después en los alféizares de las ventanas, tenían la virtud milagrosa de alejar pestes, maleficios y la caída de los rayos.
Seis décadas atrás la Semana Mayor era un lapso de fervor, reposo, misterio y terror. Todo comenzaba el Domingo de Ramos con la bendición de las palmas que los creyentes llevaban a la misa, las que, colocadas después en los alféizares de las ventanas, tenían la virtud milagrosa de alejar pestes, maleficios y la caída de los rayos.
Los prodigios de esos días santos nos llegaban menudeados: las apariciones en los caminos del monte de los nazarenos de la otra vida; la mula que parió pollinos gemelos un Viernes Santo en Ariguaní, una vereda serrana; la muerte de Juanario Pinto, un corralero, en el Caño de la Canoa por los colmillos de una sierpe de dos cabezas; los dos amantes que en la cópula se quedaron pegados por no guardar la abstinencia carnal; la joven desobediente que se volvió sirena en el pozo de Hurtado por bañarse allí después del mediodía, un Jueves Santo; el coro en los montes del canto gregoriano de los curas fallecidos en pecado, sin olor de santidad; las palabras sucias de un burro protestón contra un leñador que recargó sus lomos un día santo por las sabanas de La Manta; las asaduras humeantes que de un fogón se llevaron volando las catanejas de la cocina de Bartolo Daza por no comer pescado en la Cuaresma, y la floración en las llanadas petrosas del peralejo, el Jueves de Pasión a la media noche, sirviendo los pétalos para la buena ventura en los devaneos del amor. Eran estos los misterios más comentados en ese entonces.
Era un tiempo de reposo obligado. En los vecindarios había canje de turrones de paila, dulces de frijol y miel de abejas con pan y lamines de los hornos de morro. Las cantinas callaban sus picós y las dos emisoras del Valle solo emitían música sacra y de cámara. Los dobles de campanas percutían en el recorrido de las procesiones, menos el jueves y viernes, porque trepidaba el tableteo de las matracas que en las calles daban la hora del día.
La fecha grande era el lunes de Santo Eccehomo, el patrono del Valle. En la misa del amanecer asistían los notables del pueblo vestidos de lino blanco, y las damas con mantillas de luto, y con velillos las más humildes. Desde temprano, “Maconcha”, un asistente de la curia, al pie de la imagen recibía de manos de los devotos, trocitos de algodón para sobar el pie del santo, que “sudaba”, según la creencia, lo que servía como talismán milagroso para las dolencias menores, entre ellos el tabardillo, la migraña y dolores de muelas. En la tarde una muchedumbre piadosa llegaba de toda la vieja provincia del Valle de Upar, y se volcaba a las calles estrechas para venerar la imagen del flagelado, comparado, tal vez, con las multitudinarias procesiones de Vishnú en las calles de Calcuta, el dios hindú de las tres potencias en la cabeza, la piel azul, los cuatro brazos, sentado sobre una flor de loto.
Entre el abigarrado gentío en Valledupar, en la procesión de la tarde sobresalían las tinajas de Guacoche que sobre un rosquete de trapo sostenían en sus cabezas unas mujeres promeseras, repartiendo agua a los romeros sofocados en el apretuje de ese gigante rebaño humano.
De los corregimientos y veredas serranas de todo confín, bajaban nuestra gente del campo “para verle la cara al santo”, vestidos de dril blanco, sacados para la ocasión de los baúles con un terco olor de naftalina. Algunos vestían pantalones de paño bengalí, azul turquí, los cuales habían alisado con planchas calientes reflejando un tembloroso brillo de espejo. No faltaban los casos en que lucían zapatos nuevos, algunos medio botín de cuero, pero por el deshabito de calzarse se les ampollaban los talones, entonces se los quitaban atando sendos cordones detrás de la nuca para llevarlos en guinda sobre el pecho, hasta cumplir con la promesa de su caminata entre la orante muchedumbre de la tarde.
En el fervor había cupo para las creencias inocentes. Se decía que el Santo había sido esculpido por un desconocido en un tiempo ya sepultado en el olvido. El forastero pidió escoplo, un tronco de madera y luego se encerró por días. Cuando la curiosidad de la gente abrió la puerta de su reclusión, no encontraron al orfebre, pero si la talla de la imagen. Igual leyenda escuché repetida en Valladolid y en Salamanca, en relación con algunas esculturas milagrosas en los templos de allá.
A más de estas costumbres y mitos, me ocuparé ahora de escribir tres episodios de nuestra Semana Mayor.
Ese Viernes Santo, los gallos, heraldos del sol naciente, trepidaron sus falsetes desabridos entre el tenue albor de la madrugada que ya insinuaba los perfiles de las elevaciones serranas. No hacía mucho que la sufrida imagen de Jesús de Nazaret había entrado de regreso por el portalón de su templo, después de una noche de recorrido por las calles a paso de quelonio, flotando sobre los hombros de los nazarenos, con el monótono toque de bolillo en un tamborcillo de uno de los fingidos soldados romanos, entre la nubecilla azulina de los sahumerios devotos.
Veloz llegó el terror esa mañana en los gritos de auxilio de tres muchachas núbiles en las calles del poblado, quienes para mitigar el desánimo de un trasnocho en la procesión del Nazareno, se fueron a tomar un baño en el rio Guatapurí. Entonces de unos matojos aparecieron cuatro nazarenos de la otra vida cubiertos con sus túnicas y capuchas, atajándoles el paso. Entre comentarios asustados, la gente se congregó en el atrio de La Concepción donde ya José Agustín Mackenzie, un tonsurado capuchino apodado Guarekú por su asistencia de cura doctrinero entre los clanes de los indígenas guajiros, con gestos de la mano pedía espacio para sus palabras tratando de disuadir al montón de gente que, armados de crucifijos y palmas bendecidas en la misa de Ramos, tomaba rumbo al rio para ser testigos, en algo, del aterrador milagro de esa aparición.
En el sitio del prodigio sólo encontraron dos botellas de ron vacías y unos cabos de tabaco. Entonces vino el dilema discutido sobre si en el más allá había espacio para tales vicios del mundo nuestro.
Por ese pánico, una de las jóvenes sufrió fiebres intensas, brotaduras en la piel y se le atrancaron las palabras por varios años. El último galeno que trató su mal, dijo que su mente tenía un “desacople con la vida” y le recetó ampolletas de barbital en la botica de Benavides y que, además, masticara bolitas de chocolate negro. Entonces su tío, desesperado, apeló al beneficio de la sabiduría oculta de los “curiosos y yerbateros de la Sierra, quienes la atendieron con bebistrajos de limonaria y la bañaron con hierbas emolientes, pero nunca devolvieron su mente al mundo. Por último, buscaron a un fraile sermonero que había llegado con la Gran Misión, quien hisopo en mano le chispeó la cabeza con agua lustral cantando un poderoso mantra en latín para que saliera el mal espíritu aposentado en ella, poseída por las malas artes luceferinas de una vecina malqueriente, según eran los comentarios a baja voz de la gente.
La menuda habladuría de allí decía que, en la última guerra civil, en el combate de El Blanco, fueron muertos algunos de la Hermandad de Jesús que con otros vallenatos se fueron a la aventura de ese alzamiento en armas y, que ahora, atrapados en el limbo gaseoso que demarca los linderos del más allá de los difuntos con el más acá de los vivos, sus almas vagaban por los montes en tiempos de la Semana Sagrada, sin poder entrar a las calles a pagar su penitencia.
Muchos años después, Pepito (nunca supe su apellido) detrás de su carrito de zapatería ambulante, con su cabello cenizo de vejez y su piel africana, me dio los nombres de los nazarenos de la otra vida, todos fallecidos, menos él, haciéndome jurar que nunca los diría. Entonces, sentado en su humilde banqueta de zapatero, con tono grave y la majestad de un negus etíope en su trono, me lo dijo todo, justificando el secreto del hecho en el seno de la Hermandad por el grave daño en la salud de la joven, lo que hizo después de más rigor la paga de la manda en los azotes de los penitentes como una reparación espiritual al mal causado por una simple broma que se les ocurrió cuando al río fueron, después de la procesión del Nazareno, para sacudir con un baño la estropeadura de la amanecida.
Con sus ojos opacos como de pescado seco, Fabio Urdiales, nonagenario, me hizo el relato en marzo de 2003. Sus encías desnudas habían escurrido sus carrillos, pero se entendía cada una de sus frases ensopadas. Me dijo que el santo patrón de Valencia de Jesús había sido Jesús Niño, remplazado después por Jesús de Nazaret. Me refirió que en tiempos de la Guerra de los Mil Días, unos muchachos de ese pueblo, buscando nidos, encontraron dormido bajo un frondoso piñón, a un fulano que no era de tales parajes. Un grupo de hombres cazó al extraño y lo amarraron en un corral acusándolo de ser espía de los godos. El Jueves Santo alguien propuso un remedo piadoso de la pasión de Cristo con el prisionero. Entonces le flagelaron la espalda con varas y lo coronaron con espinas de monte en un sitio donde fue atado a dos maderos cruzados. Alguien, (dicen que fue una mujer) le hundió la punta de la rula en un costado hasta que se desangró solo, pues la misma gente horrorizada de su hecho, corrió huyendo del lugar.
Entonces sin saberse de donde, apareció el Enviado, calzado con abarcas polvorientas de errancia, un sayo largo y raído que cubría su desnudez, una maraña de barbas sucias y el cabello caído a la cintura. Alzando su bordón de palo como un báculo de pastor, su voz se alzó con maldiciones condenando al pueblo hasta su última ruina por la sacrílega burla. Después, callado como había llegado, su cuerpo enteco como un caballo viejo, se hundió para siempre en el monte de donde había salido.
En Cercadillo, La Mina ahora, aldea kankuama, oí el relato. Fue en un tiempo de muy atrás cuando Demetrio Talco se sintió morir en su socola por allá en el río Dungakare, con vahídos y diarrea de sangre. Pronto una veintena de vecinos lo bajaban en hamaca haciendo turnos de cargueros en esa barbacoa que tomó los caminos de Valle Dupar. Una promesa hecha por la sanación de sus males, salió de los labios de Talco al decir que se daría azotes con un vergajo de ramales como nazareno el Jueves Santo, en el Valle. Ya habían transpuesto la aldea de Cercadillo, y cuando llegaron a la quebrada de Las Palomas, el enfermo mandó parar la barbacoa y, levantándose, caminó con pie firme diciendo que se sentía sano. Ordenó entonces el regreso de la comitiva. No faltó quien dijera que Demetrio, temeroso de la justicia no quiso seguir al Valle, porque era un fugado de El Mamón, una vieja cárcel de la época española, donde pagaba pena por una mala herida con un punzón que le hizo al bizco Bartolo, en una riña de un lejano carnaval.
Los años vinieron y se fueron, pero Demetrio nunca pagó la manda. La muerte le llegó otro día por otra causa. Desde entonces la gente de Cercadillo, los Jueves Santos, desde temprano trancaban puertas pues hacia la mitad de la noche se sentían pasos como de recua tronchera, y con los ojos muy abiertos de terror, por las hendijas de las puertas atisbaban el paso de una hamaca flotante entre la tropilla de cargueros, hasta cuando se disolvían en el aire detrás de las últimas lomas de la aldea en medio del chisporroteo alborotado de unas candelillas de fogón.
POR: RODOLFO ORTEGA MONTERO.
Seis décadas atrás la Semana Mayor era un lapso de fervor, reposo, misterio y terror. Todo comenzaba el Domingo de Ramos con la bendición de las palmas que los creyentes llevaban a la misa, las que, colocadas después en los alféizares de las ventanas, tenían la virtud milagrosa de alejar pestes, maleficios y la caída de los rayos.
Seis décadas atrás la Semana Mayor era un lapso de fervor, reposo, misterio y terror. Todo comenzaba el Domingo de Ramos con la bendición de las palmas que los creyentes llevaban a la misa, las que, colocadas después en los alféizares de las ventanas, tenían la virtud milagrosa de alejar pestes, maleficios y la caída de los rayos.
Los prodigios de esos días santos nos llegaban menudeados: las apariciones en los caminos del monte de los nazarenos de la otra vida; la mula que parió pollinos gemelos un Viernes Santo en Ariguaní, una vereda serrana; la muerte de Juanario Pinto, un corralero, en el Caño de la Canoa por los colmillos de una sierpe de dos cabezas; los dos amantes que en la cópula se quedaron pegados por no guardar la abstinencia carnal; la joven desobediente que se volvió sirena en el pozo de Hurtado por bañarse allí después del mediodía, un Jueves Santo; el coro en los montes del canto gregoriano de los curas fallecidos en pecado, sin olor de santidad; las palabras sucias de un burro protestón contra un leñador que recargó sus lomos un día santo por las sabanas de La Manta; las asaduras humeantes que de un fogón se llevaron volando las catanejas de la cocina de Bartolo Daza por no comer pescado en la Cuaresma, y la floración en las llanadas petrosas del peralejo, el Jueves de Pasión a la media noche, sirviendo los pétalos para la buena ventura en los devaneos del amor. Eran estos los misterios más comentados en ese entonces.
Era un tiempo de reposo obligado. En los vecindarios había canje de turrones de paila, dulces de frijol y miel de abejas con pan y lamines de los hornos de morro. Las cantinas callaban sus picós y las dos emisoras del Valle solo emitían música sacra y de cámara. Los dobles de campanas percutían en el recorrido de las procesiones, menos el jueves y viernes, porque trepidaba el tableteo de las matracas que en las calles daban la hora del día.
La fecha grande era el lunes de Santo Eccehomo, el patrono del Valle. En la misa del amanecer asistían los notables del pueblo vestidos de lino blanco, y las damas con mantillas de luto, y con velillos las más humildes. Desde temprano, “Maconcha”, un asistente de la curia, al pie de la imagen recibía de manos de los devotos, trocitos de algodón para sobar el pie del santo, que “sudaba”, según la creencia, lo que servía como talismán milagroso para las dolencias menores, entre ellos el tabardillo, la migraña y dolores de muelas. En la tarde una muchedumbre piadosa llegaba de toda la vieja provincia del Valle de Upar, y se volcaba a las calles estrechas para venerar la imagen del flagelado, comparado, tal vez, con las multitudinarias procesiones de Vishnú en las calles de Calcuta, el dios hindú de las tres potencias en la cabeza, la piel azul, los cuatro brazos, sentado sobre una flor de loto.
Entre el abigarrado gentío en Valledupar, en la procesión de la tarde sobresalían las tinajas de Guacoche que sobre un rosquete de trapo sostenían en sus cabezas unas mujeres promeseras, repartiendo agua a los romeros sofocados en el apretuje de ese gigante rebaño humano.
De los corregimientos y veredas serranas de todo confín, bajaban nuestra gente del campo “para verle la cara al santo”, vestidos de dril blanco, sacados para la ocasión de los baúles con un terco olor de naftalina. Algunos vestían pantalones de paño bengalí, azul turquí, los cuales habían alisado con planchas calientes reflejando un tembloroso brillo de espejo. No faltaban los casos en que lucían zapatos nuevos, algunos medio botín de cuero, pero por el deshabito de calzarse se les ampollaban los talones, entonces se los quitaban atando sendos cordones detrás de la nuca para llevarlos en guinda sobre el pecho, hasta cumplir con la promesa de su caminata entre la orante muchedumbre de la tarde.
En el fervor había cupo para las creencias inocentes. Se decía que el Santo había sido esculpido por un desconocido en un tiempo ya sepultado en el olvido. El forastero pidió escoplo, un tronco de madera y luego se encerró por días. Cuando la curiosidad de la gente abrió la puerta de su reclusión, no encontraron al orfebre, pero si la talla de la imagen. Igual leyenda escuché repetida en Valladolid y en Salamanca, en relación con algunas esculturas milagrosas en los templos de allá.
A más de estas costumbres y mitos, me ocuparé ahora de escribir tres episodios de nuestra Semana Mayor.
Ese Viernes Santo, los gallos, heraldos del sol naciente, trepidaron sus falsetes desabridos entre el tenue albor de la madrugada que ya insinuaba los perfiles de las elevaciones serranas. No hacía mucho que la sufrida imagen de Jesús de Nazaret había entrado de regreso por el portalón de su templo, después de una noche de recorrido por las calles a paso de quelonio, flotando sobre los hombros de los nazarenos, con el monótono toque de bolillo en un tamborcillo de uno de los fingidos soldados romanos, entre la nubecilla azulina de los sahumerios devotos.
Veloz llegó el terror esa mañana en los gritos de auxilio de tres muchachas núbiles en las calles del poblado, quienes para mitigar el desánimo de un trasnocho en la procesión del Nazareno, se fueron a tomar un baño en el rio Guatapurí. Entonces de unos matojos aparecieron cuatro nazarenos de la otra vida cubiertos con sus túnicas y capuchas, atajándoles el paso. Entre comentarios asustados, la gente se congregó en el atrio de La Concepción donde ya José Agustín Mackenzie, un tonsurado capuchino apodado Guarekú por su asistencia de cura doctrinero entre los clanes de los indígenas guajiros, con gestos de la mano pedía espacio para sus palabras tratando de disuadir al montón de gente que, armados de crucifijos y palmas bendecidas en la misa de Ramos, tomaba rumbo al rio para ser testigos, en algo, del aterrador milagro de esa aparición.
En el sitio del prodigio sólo encontraron dos botellas de ron vacías y unos cabos de tabaco. Entonces vino el dilema discutido sobre si en el más allá había espacio para tales vicios del mundo nuestro.
Por ese pánico, una de las jóvenes sufrió fiebres intensas, brotaduras en la piel y se le atrancaron las palabras por varios años. El último galeno que trató su mal, dijo que su mente tenía un “desacople con la vida” y le recetó ampolletas de barbital en la botica de Benavides y que, además, masticara bolitas de chocolate negro. Entonces su tío, desesperado, apeló al beneficio de la sabiduría oculta de los “curiosos y yerbateros de la Sierra, quienes la atendieron con bebistrajos de limonaria y la bañaron con hierbas emolientes, pero nunca devolvieron su mente al mundo. Por último, buscaron a un fraile sermonero que había llegado con la Gran Misión, quien hisopo en mano le chispeó la cabeza con agua lustral cantando un poderoso mantra en latín para que saliera el mal espíritu aposentado en ella, poseída por las malas artes luceferinas de una vecina malqueriente, según eran los comentarios a baja voz de la gente.
La menuda habladuría de allí decía que, en la última guerra civil, en el combate de El Blanco, fueron muertos algunos de la Hermandad de Jesús que con otros vallenatos se fueron a la aventura de ese alzamiento en armas y, que ahora, atrapados en el limbo gaseoso que demarca los linderos del más allá de los difuntos con el más acá de los vivos, sus almas vagaban por los montes en tiempos de la Semana Sagrada, sin poder entrar a las calles a pagar su penitencia.
Muchos años después, Pepito (nunca supe su apellido) detrás de su carrito de zapatería ambulante, con su cabello cenizo de vejez y su piel africana, me dio los nombres de los nazarenos de la otra vida, todos fallecidos, menos él, haciéndome jurar que nunca los diría. Entonces, sentado en su humilde banqueta de zapatero, con tono grave y la majestad de un negus etíope en su trono, me lo dijo todo, justificando el secreto del hecho en el seno de la Hermandad por el grave daño en la salud de la joven, lo que hizo después de más rigor la paga de la manda en los azotes de los penitentes como una reparación espiritual al mal causado por una simple broma que se les ocurrió cuando al río fueron, después de la procesión del Nazareno, para sacudir con un baño la estropeadura de la amanecida.
Con sus ojos opacos como de pescado seco, Fabio Urdiales, nonagenario, me hizo el relato en marzo de 2003. Sus encías desnudas habían escurrido sus carrillos, pero se entendía cada una de sus frases ensopadas. Me dijo que el santo patrón de Valencia de Jesús había sido Jesús Niño, remplazado después por Jesús de Nazaret. Me refirió que en tiempos de la Guerra de los Mil Días, unos muchachos de ese pueblo, buscando nidos, encontraron dormido bajo un frondoso piñón, a un fulano que no era de tales parajes. Un grupo de hombres cazó al extraño y lo amarraron en un corral acusándolo de ser espía de los godos. El Jueves Santo alguien propuso un remedo piadoso de la pasión de Cristo con el prisionero. Entonces le flagelaron la espalda con varas y lo coronaron con espinas de monte en un sitio donde fue atado a dos maderos cruzados. Alguien, (dicen que fue una mujer) le hundió la punta de la rula en un costado hasta que se desangró solo, pues la misma gente horrorizada de su hecho, corrió huyendo del lugar.
Entonces sin saberse de donde, apareció el Enviado, calzado con abarcas polvorientas de errancia, un sayo largo y raído que cubría su desnudez, una maraña de barbas sucias y el cabello caído a la cintura. Alzando su bordón de palo como un báculo de pastor, su voz se alzó con maldiciones condenando al pueblo hasta su última ruina por la sacrílega burla. Después, callado como había llegado, su cuerpo enteco como un caballo viejo, se hundió para siempre en el monte de donde había salido.
En Cercadillo, La Mina ahora, aldea kankuama, oí el relato. Fue en un tiempo de muy atrás cuando Demetrio Talco se sintió morir en su socola por allá en el río Dungakare, con vahídos y diarrea de sangre. Pronto una veintena de vecinos lo bajaban en hamaca haciendo turnos de cargueros en esa barbacoa que tomó los caminos de Valle Dupar. Una promesa hecha por la sanación de sus males, salió de los labios de Talco al decir que se daría azotes con un vergajo de ramales como nazareno el Jueves Santo, en el Valle. Ya habían transpuesto la aldea de Cercadillo, y cuando llegaron a la quebrada de Las Palomas, el enfermo mandó parar la barbacoa y, levantándose, caminó con pie firme diciendo que se sentía sano. Ordenó entonces el regreso de la comitiva. No faltó quien dijera que Demetrio, temeroso de la justicia no quiso seguir al Valle, porque era un fugado de El Mamón, una vieja cárcel de la época española, donde pagaba pena por una mala herida con un punzón que le hizo al bizco Bartolo, en una riña de un lejano carnaval.
Los años vinieron y se fueron, pero Demetrio nunca pagó la manda. La muerte le llegó otro día por otra causa. Desde entonces la gente de Cercadillo, los Jueves Santos, desde temprano trancaban puertas pues hacia la mitad de la noche se sentían pasos como de recua tronchera, y con los ojos muy abiertos de terror, por las hendijas de las puertas atisbaban el paso de una hamaca flotante entre la tropilla de cargueros, hasta cuando se disolvían en el aire detrás de las últimas lomas de la aldea en medio del chisporroteo alborotado de unas candelillas de fogón.
POR: RODOLFO ORTEGA MONTERO.