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Crónica - 14 septiembre, 2019

Un expediente por lepra

Fue por sus pecados que Sancho Sánchez de Girón se cubrió de lepra. Así lo comentaban en las fondas, en las tabernas, en las pulperías y en los grandes portales a cuya sombra los tenderos de cachivaches y las vendedoras de dulces se acogían en las horas de calor.

Rodolfo Ortega Montero
Rodolfo Ortega Montero

Fue por sus pecados que Sancho Sánchez de Girón se cubrió de lepra. Así lo comentaban en las fondas, en las tabernas, en las pulperías y en los grandes portales a cuya sombra los tenderos de cachivaches y las vendedoras de dulces se acogían en las horas de calor.

¡Quién lo pudiera creer!, lepra en don Sancho, aquel apuesto señor que tenía su tieso andar de engreído principal, que vestía bombachos extremeños, capa de trama flamenca y botas altas de cuero borgoñés, a cuya espalda como una sombra, un criado celoso y atento caminaba siempre en afanes de paje y recadero.

Era el tal, el mismo que no ha mucho hacía suspirar hondo a más de una dama cuando pasaba por las calles con paso de reto, luciendo un bucle de pelo bermejo sobre la fontanela que le daba esa apariencia de duque sajón.

Un buque velero lo bajó en una playa donde se quedó para siempre. Nadie podía adivinar que ese mozuelo que apenas se le insinuaba el bigote con unos pelillos de cobre, sería un próspero revendedor de esclavos carabalíes y bantúes que de Biafra y Angola eran traídos en los navíos negreros de Nicolás Porcio, lusitano y judío.

La fama de cruel que bien ganada tuvo, nació por su gusto en dar mal trato a los negros que compraba en el muelle de la Aduana y los hacinaba en barracones y corrales. Palo les daba y fuete de “musinga” a los que se mostraban quisquillosos y obstinados, y él en persona hacía el “carimbeo”, es decir, marcaba a los esclavos amarrados para lo cual le frotaba con grasa la tetilla, o el seno según el sexo, cubriendo el sitio con un trapo aceitado para aplicarle un herrete de plata al rojo vivo con el monograma del Rey. Después hacía lo mismo en un omoplato del negro con la marca propia, entre los gritos de desgarrado dolor del desdichado, el fuerte olor de carne asada y las columnillas de humo que se deshacían en el hediondo aire del corralón.

Un día los alguaciles le echaron mano porque habían dado unas puñaladas a Gonzalo de Andía quien era cobrador de los quintos de la Corona, de cuyas resultas agonizó el día seguido. Dos años habían transcurrido desde ese aciago día y aún no había terminado la causa criminal que soportaba en las bóvedas de un presidio, cuando le apareció la lepra.

Entonces, sus apoderados judiciales hicieron argumentos de su mal. Antecedentes de su caso se buscó en el rastreo que los licenciados hicieron en viejísimos documentos en latín, leyendo sentencias y criterios de jurisperitos que pudieran liberar a un reo por causa de un mal contagioso. Muchos folios de derecho romano ocuparon la investigación, desde las Institutas de Gayo; el Codex de Roderico, la bula del papa Clemente VI que ordenaba a los leprosos bajo pena de excomunión recogerse en los lazaretos de la Orden de los Hospitalarios, cuando abandonaron Tierra Santa después de Las Cruzadas; y los textos de un preboste de París que en 1371 ordenaba a los leprosos, que abandonaran la ciudad bajo pena de presidio de por vida. Por último, se aplicaron en estudiar el Corpus Iuris de Castilla y lo que pudieron encontrar en el derecho Indiano para darle una salida a su caso de presidiario con lepra.

Fue en los renglones de un libraco hallado en los estantes de un convento de franciscanos que contenía los fueros de Vizcaya en donde se encontró la sentencia de un caso parecido. Entonces se ordenó que al caso de don Sancho Sánchez de Girón, le dieran el mismo trato.    

Los cirujanos jurados del Hospital de San Lázaro ya habían confirmado la lepra de don Sancho. El último párrafo del informe decía:

“También lo hemos visto desnudo y hemos encontrado su piel granujienta y desigual como la de un ganso flaco desplumado, y en algunos sitios mucho salpullido. Además, le hemos pinchado muy profundamente con una aguja en el tendón del talón, sin que apenas lo haya sentido. Asimismo, hemos estirado y arrancado algunos de sus cabellos y pelos de su barba, viendo que en la raíz quedaba pegada la carne”  

El Juez también así lo había declarado en un edicto que su escribano fijó en la puerta de la Casa del Ayuntamiento, en el cual ponía libre al reo con su expulsión de la ciudad.

Una copia del escrito la mandó al deán del templo de Santo Domingo para que en misa lo leyera. Todos oyeron la invitación del religioso para que asistieran a la ceremonia en el curso de la cual un cristiano iba a ser separado del mundo de sus hermanos. Fue un viernes el día escogido.

Desde temprano, a la celda de don Sancho, allegóse un sacristán con un hábito de mantilla gris para que lo vistiera el convicto. No era la novena hora del día todavía, cuando un fraile sale de la iglesia, con la cruz alzada como lábaro por un monaguillo, en la calle, seguido de una multitud silenciosa. Cuando llegan al calabozo del leproso, el fraile lo exhorta a la resignación, rociándolo con gotas de agua bendecida. De negros crespones está tapizada la iglesia como para unas exequias, cuando el séquito trajo al enfermo. Don Sancho cubre las pústulas de su cara con un lienzo a la manera de los difuntos en sus ataúdes, oyendo de rodillas la misa cantada que se celebra. Otra vez en la calle, la procesión entonces se orienta al cementerio en donde una fosa abierta espera al leproso. Por sus propios medios se tendió en ella para esperar su entierro simbólico. Tres paletadas de tierra recibe sobre sí. Luego el fraile acompañante, mostrando el cielo, exclama: “Hermano Sancho Sánchez de Girón, entended que habéis muerto para el mundo”.

Con el sol bien arriba otra vez el cortejo va a la calle. Ahora toman una puerta de la muralla que da salida de la ciudad. Más allá comienza un camino de burros que lleva a alguna parte. Situado en lo alto de un matacán está el Procurador del Cabildo vestido de negro y la cabeza cubierta con una cachucha de tela alona de las que llaman birreta, rematada con una pluma rizada. Alzando la voz para ser oído por todos, pregunta: “Quién sois”

“Soy Sancho Sánchez de Girón, andaluz de natalicio, súbdito del Rey y fiel a la Iglesia de Roma”

“¿Qué buscáis?”

“Pido asilo de leproso – responde con voz aturdida el enfermo”

“Seguid vuestro camino, que en adelante lo encontrareis – responde el Procurador del Cabildo”.

El cortejo se pone en movimiento, tomando el camino que se mete en el primer monte.  A no mucha distancia está levantada una nueva cabaña de madera, a cuya puerta se detiene la procesión. El fraile le tiende una vara en la punta de la cual está atado un canastillo de mimbre que contiene una capa, una capucha de capirote, un zurrón de tela y una campanita de cobre. Ahora, con la otra mano agita la Biblia con esta amonestación:

“Debéis jurar sobre los Santos Evangelios que os cubriréis siempre con esta misma capa; sacudiréis esta campanilla que os señalará como leproso para que cualquier desavisado os evite; no entraréis jamás a la ciudad de Cartagena de Indias ni a ninguna otra; no pasaréis puente con barandilla sin guantes puestos; no hablaréis a vuestros semejantes, y si tenéis necesidad de una limosna colocaos en la orilla opuesta del camino de aquella donde dejáis vuestro sombrero; os situaréis contra el viento para que los sanos no reciban vuestro aliento. Un hermano de la Orden de San Agustín vendrá hasta vuestra puerta cada dos días a traeros agua y alimentos”.

Da su última bendición el fraile. El notario levantó un acta dictada allí mismo de todo lo sucedido a su escribano, quien simula escribir lo que hará después en su mesa de trabajo.

El leproso entra y cierra la puerta de la cabaña tras de sí como una losa de sepulcro. Un sirviente desde afuera, con una piedra clava una cruz amarilla en ella. Desde ahora, Sancho Sánchez de Girón es un vivo muerto para la ley. Todo ha acabado para él. Ya no existe para el mundo.

Un rumor de muchos pasos que se iban, se perdía en las recovas del camino. De allá, la voz del fraile cargada de desánimo repetía una y otra vez en latín:

“¡Señor, Señor! Apiádate de nuestro hermano Sancho para que pronto vuelva a ser polvo de la tierra”.   

Crónica
14 septiembre, 2019

Un expediente por lepra

Fue por sus pecados que Sancho Sánchez de Girón se cubrió de lepra. Así lo comentaban en las fondas, en las tabernas, en las pulperías y en los grandes portales a cuya sombra los tenderos de cachivaches y las vendedoras de dulces se acogían en las horas de calor.


Rodolfo Ortega Montero
Rodolfo Ortega Montero

Fue por sus pecados que Sancho Sánchez de Girón se cubrió de lepra. Así lo comentaban en las fondas, en las tabernas, en las pulperías y en los grandes portales a cuya sombra los tenderos de cachivaches y las vendedoras de dulces se acogían en las horas de calor.

¡Quién lo pudiera creer!, lepra en don Sancho, aquel apuesto señor que tenía su tieso andar de engreído principal, que vestía bombachos extremeños, capa de trama flamenca y botas altas de cuero borgoñés, a cuya espalda como una sombra, un criado celoso y atento caminaba siempre en afanes de paje y recadero.

Era el tal, el mismo que no ha mucho hacía suspirar hondo a más de una dama cuando pasaba por las calles con paso de reto, luciendo un bucle de pelo bermejo sobre la fontanela que le daba esa apariencia de duque sajón.

Un buque velero lo bajó en una playa donde se quedó para siempre. Nadie podía adivinar que ese mozuelo que apenas se le insinuaba el bigote con unos pelillos de cobre, sería un próspero revendedor de esclavos carabalíes y bantúes que de Biafra y Angola eran traídos en los navíos negreros de Nicolás Porcio, lusitano y judío.

La fama de cruel que bien ganada tuvo, nació por su gusto en dar mal trato a los negros que compraba en el muelle de la Aduana y los hacinaba en barracones y corrales. Palo les daba y fuete de “musinga” a los que se mostraban quisquillosos y obstinados, y él en persona hacía el “carimbeo”, es decir, marcaba a los esclavos amarrados para lo cual le frotaba con grasa la tetilla, o el seno según el sexo, cubriendo el sitio con un trapo aceitado para aplicarle un herrete de plata al rojo vivo con el monograma del Rey. Después hacía lo mismo en un omoplato del negro con la marca propia, entre los gritos de desgarrado dolor del desdichado, el fuerte olor de carne asada y las columnillas de humo que se deshacían en el hediondo aire del corralón.

Un día los alguaciles le echaron mano porque habían dado unas puñaladas a Gonzalo de Andía quien era cobrador de los quintos de la Corona, de cuyas resultas agonizó el día seguido. Dos años habían transcurrido desde ese aciago día y aún no había terminado la causa criminal que soportaba en las bóvedas de un presidio, cuando le apareció la lepra.

Entonces, sus apoderados judiciales hicieron argumentos de su mal. Antecedentes de su caso se buscó en el rastreo que los licenciados hicieron en viejísimos documentos en latín, leyendo sentencias y criterios de jurisperitos que pudieran liberar a un reo por causa de un mal contagioso. Muchos folios de derecho romano ocuparon la investigación, desde las Institutas de Gayo; el Codex de Roderico, la bula del papa Clemente VI que ordenaba a los leprosos bajo pena de excomunión recogerse en los lazaretos de la Orden de los Hospitalarios, cuando abandonaron Tierra Santa después de Las Cruzadas; y los textos de un preboste de París que en 1371 ordenaba a los leprosos, que abandonaran la ciudad bajo pena de presidio de por vida. Por último, se aplicaron en estudiar el Corpus Iuris de Castilla y lo que pudieron encontrar en el derecho Indiano para darle una salida a su caso de presidiario con lepra.

Fue en los renglones de un libraco hallado en los estantes de un convento de franciscanos que contenía los fueros de Vizcaya en donde se encontró la sentencia de un caso parecido. Entonces se ordenó que al caso de don Sancho Sánchez de Girón, le dieran el mismo trato.    

Los cirujanos jurados del Hospital de San Lázaro ya habían confirmado la lepra de don Sancho. El último párrafo del informe decía:

“También lo hemos visto desnudo y hemos encontrado su piel granujienta y desigual como la de un ganso flaco desplumado, y en algunos sitios mucho salpullido. Además, le hemos pinchado muy profundamente con una aguja en el tendón del talón, sin que apenas lo haya sentido. Asimismo, hemos estirado y arrancado algunos de sus cabellos y pelos de su barba, viendo que en la raíz quedaba pegada la carne”  

El Juez también así lo había declarado en un edicto que su escribano fijó en la puerta de la Casa del Ayuntamiento, en el cual ponía libre al reo con su expulsión de la ciudad.

Una copia del escrito la mandó al deán del templo de Santo Domingo para que en misa lo leyera. Todos oyeron la invitación del religioso para que asistieran a la ceremonia en el curso de la cual un cristiano iba a ser separado del mundo de sus hermanos. Fue un viernes el día escogido.

Desde temprano, a la celda de don Sancho, allegóse un sacristán con un hábito de mantilla gris para que lo vistiera el convicto. No era la novena hora del día todavía, cuando un fraile sale de la iglesia, con la cruz alzada como lábaro por un monaguillo, en la calle, seguido de una multitud silenciosa. Cuando llegan al calabozo del leproso, el fraile lo exhorta a la resignación, rociándolo con gotas de agua bendecida. De negros crespones está tapizada la iglesia como para unas exequias, cuando el séquito trajo al enfermo. Don Sancho cubre las pústulas de su cara con un lienzo a la manera de los difuntos en sus ataúdes, oyendo de rodillas la misa cantada que se celebra. Otra vez en la calle, la procesión entonces se orienta al cementerio en donde una fosa abierta espera al leproso. Por sus propios medios se tendió en ella para esperar su entierro simbólico. Tres paletadas de tierra recibe sobre sí. Luego el fraile acompañante, mostrando el cielo, exclama: “Hermano Sancho Sánchez de Girón, entended que habéis muerto para el mundo”.

Con el sol bien arriba otra vez el cortejo va a la calle. Ahora toman una puerta de la muralla que da salida de la ciudad. Más allá comienza un camino de burros que lleva a alguna parte. Situado en lo alto de un matacán está el Procurador del Cabildo vestido de negro y la cabeza cubierta con una cachucha de tela alona de las que llaman birreta, rematada con una pluma rizada. Alzando la voz para ser oído por todos, pregunta: “Quién sois”

“Soy Sancho Sánchez de Girón, andaluz de natalicio, súbdito del Rey y fiel a la Iglesia de Roma”

“¿Qué buscáis?”

“Pido asilo de leproso – responde con voz aturdida el enfermo”

“Seguid vuestro camino, que en adelante lo encontrareis – responde el Procurador del Cabildo”.

El cortejo se pone en movimiento, tomando el camino que se mete en el primer monte.  A no mucha distancia está levantada una nueva cabaña de madera, a cuya puerta se detiene la procesión. El fraile le tiende una vara en la punta de la cual está atado un canastillo de mimbre que contiene una capa, una capucha de capirote, un zurrón de tela y una campanita de cobre. Ahora, con la otra mano agita la Biblia con esta amonestación:

“Debéis jurar sobre los Santos Evangelios que os cubriréis siempre con esta misma capa; sacudiréis esta campanilla que os señalará como leproso para que cualquier desavisado os evite; no entraréis jamás a la ciudad de Cartagena de Indias ni a ninguna otra; no pasaréis puente con barandilla sin guantes puestos; no hablaréis a vuestros semejantes, y si tenéis necesidad de una limosna colocaos en la orilla opuesta del camino de aquella donde dejáis vuestro sombrero; os situaréis contra el viento para que los sanos no reciban vuestro aliento. Un hermano de la Orden de San Agustín vendrá hasta vuestra puerta cada dos días a traeros agua y alimentos”.

Da su última bendición el fraile. El notario levantó un acta dictada allí mismo de todo lo sucedido a su escribano, quien simula escribir lo que hará después en su mesa de trabajo.

El leproso entra y cierra la puerta de la cabaña tras de sí como una losa de sepulcro. Un sirviente desde afuera, con una piedra clava una cruz amarilla en ella. Desde ahora, Sancho Sánchez de Girón es un vivo muerto para la ley. Todo ha acabado para él. Ya no existe para el mundo.

Un rumor de muchos pasos que se iban, se perdía en las recovas del camino. De allá, la voz del fraile cargada de desánimo repetía una y otra vez en latín:

“¡Señor, Señor! Apiádate de nuestro hermano Sancho para que pronto vuelva a ser polvo de la tierra”.