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Crónica - 23 enero, 2021

Un bochinche Eclesiástico

La ciudad era un polvorín dividido entre Capuletos y Montescos. La escalada de incidentes menudeaba. De súbito, Su señoría, detuvo su paseo de reflexiones. Había que tomar el Convento de Santa Clara, nido en el cual se incubaba todo el mal que tenía en zozobra a la gente de la ciudad.

Convento de Santa Clara.

FOTO/CORTESÍA.
Convento de Santa Clara. FOTO/CORTESÍA.
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La abadesa hizo a un lado las últimas dudas de una decisión que había tomado. Con un ademán de la cabeza que mostraba una resolución asumida, sus dedos alcanzaron la pluma de ganso o péñola, como le decían de nombre los ilustrados de la época, y humedeciendo la cánula en un tarro que hacía de tintero, se dispuso hacer el trazo de su firma en el memorial que tenía a la vista. Hecho esto, esperó un breve instante a que se secara el papel para poder hacer los dobleces con sus manos.

Después, con la flama de un lamparín de parafina que daba lumbre a una pintura de San Ambrosio, derritió la punta de una barretilla hecha de goma, laca y trementina que se vendía en las casas de comercio como lacre, y sobre el charquillo pastoso que hizo el goteo sobre el pliegue del papel, asentó con pulso firme el sello del Convento de Santa Clara.

Las letras escritas allí estaban remitidas al mismísimo monseñor Miguel Benavides Piédrola, obispo de la Diócesis de Cartagena de Indias. La madre abadesa pedía en ellas un cambio de tutoría de su convento de clarisas aduciendo razones que iban desde la desatendida orientación espiritual de las monjas hasta la repetida negación de dineros y auxilios boticarios de los hermanos franciscanos, bajo cuya regiduría estaba el claustro.

Algunos malos comentarios habían llegado a oídos del prelado sobre los manejos torcidos de los franciscanos, pues leer el libelo suplicante de la abadesa y decidir la petición de ella mandando la sustitución fue una sola diligencia.

Pero las cosas no quedaron así. Mudando opinión con mucho afán, la madre abadesa de las monjas de Santa Clara pidió a su ilustrísima el Obispo que volviera la tutoría del convento a manos de los franciscanos. Todo porque había el rumor corrido en la ciudad, que se metió hasta en la intimidad de las celdas del convento, que pronto vendría nombrado como Prior de los de San Francisco fray Antonio Chávez, hermano de sangre de cinco clarisas, lo que de por sí era garantía para mejor atender las necesidades de las monjas recluidas en ese claustro de Santa Clara.

Estaba sentado, un día de aquellos de 1682, su ilustrísima, en un butacón de cuero en el corredor del jardín de su casa episcopal. Tal hacía siempre después de dar con su mano algunas migajas de pan a sus mochuelos que mantenía en una suspendida jaula de barrotillos de macana, para leer los memoriales, informes y peticiones de todos sus curatos, iglesias y conventos de la Diócesis. Se sorprendió cuando sus dedos sostuvieron el segundo manuscrito de la abadesa de Santa Clara. Negó con la cabeza en un gesto impensado al leer los primeros renglones e hizo llamar a fray Lucas de Martingnón, su amanuense, para dictar la respuesta que negaba la segunda gracia pedida por aquella.

No estuvieron sosegadas las clarisas con esta otra respuesta de Su Ilustrísima. Hicieron llegar una queja a su señoría el gobernador, don Rafael Capsir y Sáenz, para que este afirmara su potestad civil y desautorizara la rotunda negativa del prelado Benavides en echar atrás su primera decisión.

Fue sorpresa para el gobernador que le llegara un memorial de la abadesa de las monjas con semejante solicitud. Dudaba en tener jurisdicción para ese asunto, y sin dilaciones consultó a un licenciado en leyes y a uno de sus escribanos, ducho en viejas normas del Ordenamiento de Alcalá de Henares, las Leyes de Toro, las Leyes de Indias y el Patronato Regio, que por bulas de los papas Alejandro VI y Julio II, le daban a los reyes de España el cobro de los diezmos de los feligreses para atender la construcción de templos, monasterios, gastos de sacerdotes y monjes, a condición de proveer los nombramientos eclesiásticos en Las Indias, con la anuencia final del Vaticano.

Satisfizo el gobernador a las clarisas; pasaron otra vez a la administración franciscana. Tal decisión topaba con la del prelado, de cuyas resultas quedaron situados en toldas opuestas por una colisión de competencias entre la potestad civil y la potestad eclesiástica.

Alguna ventaja habría en eso de ser tutor de las clarisas. Los franciscanos malquistados con el Obispo dieron comisión y avíos a unos de sus frailes, docto en cánones, quien remontó la corriente del río Grande de la Magdalena y picó espuelas sobre una mula en la lluviosa cordillera para llevar en su equipaje la querella con que la Real Audiencia de Nuevo Reino de Granada conociera y fallara la causa a favor de los frailes de San Francisco.

Pronto hubo decisión en disfavor del Obispo. Pero mientras se surtía esta causa en Santafé, por los lados de Cartagena, los franciscanos, jesuitas y clérigos de otras comunidades malquerientes de Su Ilustrísima, en toda prédica de sermones y homilías hacían maltrato de su buen nombre llamándolo arbitrario y mal obispo. Eran brotes de rebeldía.

Para reboso del cántaro, las clarisas, indecisas, otra vez volteando su deseo, se mostraron descontentas por su vuelta a la regiduría de los hermanos franciscanos.

Obispo de Santa Marta, su ilustrísima Diego Baños y Sotomayor.

NIDO DE MALICIA

Un día de aquellos, dando pasos cortos que taconeaban sus botas sobre las baldosas de terracota, el gobernador con los brazos cruzados, meditaba. El espacioso salón de su despacho recibía la luz de la calle que entraba por dos claraboyas y tres ventanones enrejados con barrotes de hierro martillado. Una ménsula con alabardas y jabalinas de guerra presidía en lo alto su mesa de trabajo. De súbito, Su señoría, detuvo su paseo de reflexiones. Se caló entonces en la cabeza una birreta vizcaína, pidió su casaca, su bastón de mando y salió a dar la instrucción al cuartel de las milicias. Había que tomar el Convento de Santa Clara, nido en el cual se incubaba todo el mal que tenía en zozobra a la gente de la ciudad.

Al escuadrón de milicianos dispuestos para tal fin se fueron sumando personas ajenas a la ejecución de la toma, hasta formarse una chusma que entre gritos y rechiflas animaba el asalto del claustro. Algunos trajeron cuerdas y garfios con la voluntad de escalar muros, pero cuando nadie lo presentía se hizo presente Su Ilustrísima, solo, sin indicios de temores. Su voz tomó altura entre los enardecidos contrarios, que, con ese gesto no esperado, guardaron al instante un sorprendido silencio. Con tono de autoridad, dijo: “Pena de excomulgado habrá de tener quien aquí ponga sus pasos de profanación”.

No paró ahí el gesto del obispo Benavides y Piédrola. Tomó camino de la Catedral revestido con bonete, capa de liturgia y en la mano un copón de eucaristía, sin que ninguno de la airada turba de sus contrarios tocara un pliegue de su vestidura.

Una noche, en hora todavía temprana porque no había pasado la primera ronda de los alguaciles, cuando cruzaba el puente levadizo que unía a la ciudad con el arrabal de Getsemaní, fue agredido con piedra y puñal fray Manuel Ponce, muy amigo de Su Ilustrísima, el Obispo, a quien de paso insultaron los atacantes gritando frases sucias y amenazantes.

El prelado, entonces, como respuesta de los hechos, decretó la Cessatio a Divinis que, leída en una misa mayor por espacio de un mes, como penitencia expiatoria del atentado, en la ciudad se prohibía en los altares de templos y conventos la celebración de todo oficio divino. Como tal disposición era rabiosamente criticada por sus enemigos y aún considerada en desacierto por sus mismos partidarios, Su Ilustrísima, sin echar atrás para no perder autoridad, una mañana, con los pies descalzos, y escoltado por el Cabildo Eclesiástico, salió a un destierro voluntario por la Calle del Hospital de San Lázaro, vía a la villa de Turbaco, mientras cantaba el salmo In Exitu Israel in Aegipto.

Su ausencia no alivió las tensiones. De las comunidades religiosas en rebeldía salieron avisos que se leían en los atrios de las iglesias y conventos, en los cuales daban por excomulgadas a las monjas clarisas, ahora sumisas en el rebaño del Obispo.

Pronto un tumulto volvía a vociferar un sucio vocabulario, donde el más inocente era el grito de “brujas”, ante el Convento de Santa Clara. Hubo otro intento de invadirlo, más la resistencia fiera de las recluidas que desde la parte superior de la edificación arrojaban piedras y aguas servidas, evitó la toma del claustro. Su Señoría, el gobernador, consiente del descontrol de la chusma en actos de pillaje y violación que se pudieran cometer con mengua de su reputación, detuvo el ataque y ordenó un asedio severo para rendirlas por hambre.

RIVALIDAD

Por aquellos días hizo arribo a Cartagena el nuevo Inquisidor del Santo Oficio, el clérigo don Francisco Valera. Fue su buena intención avenir las partes para lo cual ideó planes y componendas, pero las estrategias que propuso para extirpar el bochinche místico no satisfacía a su ilustrísima Benavides por considerar que hacía desfleque a su dignidad de pastor. Entonces este, que no entendía de las sutilezas de la diplomacia, prohibió en una pastoral que el Inquisidor celebrara misa. Fue cuando el Tribunal del Santo Oficio, con todo y su inmenso aparato de poder, se plegó a la causa del gobernador y de los franciscanos.

La ciudad era un polvorín dividido entre Capuletos y Montescos. La escalada de incidentes menudeaba. Hubo uno en que su señoría el gobernador Capsir y Sáenz, tuvo oídos para escuchar una posible conjura en contra de su vida que ciertos clérigos, amigos de Su Ilustrísima, estando presos en la torre de la Catedral, habrían tejido con otros complotados. Fue solo escuchar la acusación y sin más indagaciones, un piquete de la guardia, armado de trabucos, sacó a los posibles conjurados dándoles palos y castigos con severidades de más, que uno de tales presos salió moribundo, herido con arma de pólvora.

No estaban de brazos cruzados los amigos de su Ilustrísima. El Provisor Fiscal del Obispado prohibió entonces a los feligreses la donación de limosnas a los conventos en los cuales había oficiado misa el inquisidor Valera.

Seis meses después eran transcurridos en el asedio del convento de las clarisas. No había explicación para que no se hubiesen rendido por hambre, como lo pretendía su señoría el gobernador. De algún modo había algo más que la oración para tanta resistencia a las hambrunas de las sitiadas. Se suponía el auxilio que de cualquier modo les llegaba en provisiones y medicamentos. Diligencias y averiguatorias que fueron del caso se adelantaron y se descubrió un túnel que fue de inmediato taponado con argamasa y calicanto. Pronto se esperaba la tan deseada rendición de las monjas, pero las razones que venían de adentro daban cuenta del propósito de morir de inanición antes que volver al régimen de los franciscanos.

Así estaban las cosas cuando en el correo de Santafé se vino un pliego que mandaba un embargo de haberes de Su Ilustrísima y su destierro de la ciudad, y además el mandato para que el Cabildo Eclesiástico declarara sede vacante el obispado. Tal pliego traía el sello y firmas de la Real Audiencia. En la voz de un pregonero se leyó el bando que así lo mandaba cada dos esquinas, en Cartagena, con el anuncio de un clarín y un atabal de guerra. Quiso el obispo en tal trance someterse, por fin, con humildad a la decisión de los oidores. Por eso se vino a Cartagena y dispuso poner a las clarisas bajo la batuta de los hermanos franciscanos. Pero ya era rencor en carne viva que se tenía contra Su Ilustrísima. Los de San Francisco, creyendo que era poca la ventaja que obtenían en la disputa ganada, siguieron en tejemanejes para deponer por expulsión al obispo aguerrido que tantas quebraduras de cabeza les había dado.

En esas calendas, un día amaneció una balandra de dos velachos en la bahía. De ahí descendió el obispo de Santa Marta, su ilustrísima Diego Baños y Sotomayor. Con el agobio de unas calenturas y trajines de una travesía marina, hubo de ser llevado en andas con dosel a la casa de uno de su parentela donde tuvo alojo, pues su deseo de no tomar posada en conventos o casas de religiosos era para dar visible garantía de ser un hombre de en medio, sin parte en la disputa que vivía la ciudad.

Traía una instrucción en manuscrito donde la Real Audiencia de Santafé le mandaba levantar las excomuniones con que el obispo Benavides había castigado. Quizá no obró con la prudencia de su misión debido a que no faltaron correvediles que llevaban feos comentarios poniéndolos en su boca, los que de igual manera eran respondidos. Entonces Benavides y Piédrola, de genio alterable, sintiéndose acosado por el otro obispo, le decretó la excomunión y otra vez impuso la Cesassio a Divinis para los templos, monasterios y conventos de la ciudad. No fue mucha de espera la respuesta de su otra Ilustrísima Diego Baños y Sotomayor, que en un sermón de la misa mayor de un domingo excomulgó a su excomulgante.

Este duelo entre los dos obispos no duró mucho porque el de Santa Marta, sabido de unos merodeos de piratas franceses que hacían por las bahías de su sede, se vio obligado a regresar sin espera, pues tenía presente el caso de su antecesor, trece años antes, en esa silla episcopal, el obispo Luis Fernando Piedrahita que apresado por los filibusteros Coz y Duncan, recibió golpes y humillaciones de ellos, y fue llevado a la isla de La Tortuga, sede de estos salteadores, para que dijera el sitio donde había ocultado sus alhajas y morocotas.

Mientras tanto las clarisas eran el pedrusco en la bota de su señoría el gobernador, que por más tiempo no lo quiso sufrir. Dio entonces la anuencia a su segundo, el teniente de gobernador, don Domingo de la Roche, de sacar por la fuerza de sus celdas a las monjas. Otra turbamulta de la peor condición rodeó el convento y con la cabeza de un ariete golpearon la madera del portalón y abrieron un boquete por donde se entraron. Las monjas convencidas que era vana toda resistencia, se fueron en fuga por unas escalas de cuerda que daban a patios vecinos. De allí tomaron refugio en la propia sede del obispo Benavides.

Sin embargo, una de ellas escapó a casa de su pariente don Toribio de la Torre. De ahí a pocos días celebró matrimonio con el teniente de gobernador. Se supo entonces de sus amores ocultos y se dijo que el asalto del convento tenía un motivo distinto al pleito entre la envestidura civil y la eclesiástica, como se había creído, y que en la disputa entre las sotanas estaba enredado un hábito de monja.

Seis años llevaban estos escándalos. Cuando menos se esperaba vino un despacho del Arzobispo de Santafé, que fallaba la disputa muy a favor del obispo Benavides. De ahí a pocos días no más, también vinieron de Roma unas bulas del Papa concediendo justicia a favor de Su Ilustrísima, con lo cual se fueron congelando los calores de la disputa.

Restituido a sus honores y dignidades por la mismísima Corona en cédulas reales que llegaron un día en la Armada de los Galeones, el obispo se fue a España a vivir un tiempo hasta que un tanto pasaran los malos recuerdos que de él pudiesen tener sus contrarios en Cartagena de Indias. Nunca regresaría a su sede episcopal. La muerte le llegó un día cuando transcurría el bienaventurado año de 1702, en el puerto español de Cádiz.

Cuando se supo la noticia, sus enemigos de antes, en Cartagena, sin bajar el odio ante la fría majestad del sepulcro, hacían picantes ocurrencias por los estanquillos de aguardiente y casas de barajas del puerto, diciendo que Su Ilustrísima estaba en el más allá, a su mejor gusto, impartiendo bendiciones, indulgencias, excomuniones y anatemas eclesiales, metido en la inacabable puja de premios y castigos entre las almas penitentes del purgatorio, los santos del cielo y los demonios de todos los infiernos.

Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar, 17 de enero de 2021.

Por: Rodolfo Ortega Montero.

Crónica
23 enero, 2021

Un bochinche Eclesiástico

La ciudad era un polvorín dividido entre Capuletos y Montescos. La escalada de incidentes menudeaba. De súbito, Su señoría, detuvo su paseo de reflexiones. Había que tomar el Convento de Santa Clara, nido en el cual se incubaba todo el mal que tenía en zozobra a la gente de la ciudad.


Convento de Santa Clara.

FOTO/CORTESÍA.
Convento de Santa Clara. FOTO/CORTESÍA.
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La abadesa hizo a un lado las últimas dudas de una decisión que había tomado. Con un ademán de la cabeza que mostraba una resolución asumida, sus dedos alcanzaron la pluma de ganso o péñola, como le decían de nombre los ilustrados de la época, y humedeciendo la cánula en un tarro que hacía de tintero, se dispuso hacer el trazo de su firma en el memorial que tenía a la vista. Hecho esto, esperó un breve instante a que se secara el papel para poder hacer los dobleces con sus manos.

Después, con la flama de un lamparín de parafina que daba lumbre a una pintura de San Ambrosio, derritió la punta de una barretilla hecha de goma, laca y trementina que se vendía en las casas de comercio como lacre, y sobre el charquillo pastoso que hizo el goteo sobre el pliegue del papel, asentó con pulso firme el sello del Convento de Santa Clara.

Las letras escritas allí estaban remitidas al mismísimo monseñor Miguel Benavides Piédrola, obispo de la Diócesis de Cartagena de Indias. La madre abadesa pedía en ellas un cambio de tutoría de su convento de clarisas aduciendo razones que iban desde la desatendida orientación espiritual de las monjas hasta la repetida negación de dineros y auxilios boticarios de los hermanos franciscanos, bajo cuya regiduría estaba el claustro.

Algunos malos comentarios habían llegado a oídos del prelado sobre los manejos torcidos de los franciscanos, pues leer el libelo suplicante de la abadesa y decidir la petición de ella mandando la sustitución fue una sola diligencia.

Pero las cosas no quedaron así. Mudando opinión con mucho afán, la madre abadesa de las monjas de Santa Clara pidió a su ilustrísima el Obispo que volviera la tutoría del convento a manos de los franciscanos. Todo porque había el rumor corrido en la ciudad, que se metió hasta en la intimidad de las celdas del convento, que pronto vendría nombrado como Prior de los de San Francisco fray Antonio Chávez, hermano de sangre de cinco clarisas, lo que de por sí era garantía para mejor atender las necesidades de las monjas recluidas en ese claustro de Santa Clara.

Estaba sentado, un día de aquellos de 1682, su ilustrísima, en un butacón de cuero en el corredor del jardín de su casa episcopal. Tal hacía siempre después de dar con su mano algunas migajas de pan a sus mochuelos que mantenía en una suspendida jaula de barrotillos de macana, para leer los memoriales, informes y peticiones de todos sus curatos, iglesias y conventos de la Diócesis. Se sorprendió cuando sus dedos sostuvieron el segundo manuscrito de la abadesa de Santa Clara. Negó con la cabeza en un gesto impensado al leer los primeros renglones e hizo llamar a fray Lucas de Martingnón, su amanuense, para dictar la respuesta que negaba la segunda gracia pedida por aquella.

No estuvieron sosegadas las clarisas con esta otra respuesta de Su Ilustrísima. Hicieron llegar una queja a su señoría el gobernador, don Rafael Capsir y Sáenz, para que este afirmara su potestad civil y desautorizara la rotunda negativa del prelado Benavides en echar atrás su primera decisión.

Fue sorpresa para el gobernador que le llegara un memorial de la abadesa de las monjas con semejante solicitud. Dudaba en tener jurisdicción para ese asunto, y sin dilaciones consultó a un licenciado en leyes y a uno de sus escribanos, ducho en viejas normas del Ordenamiento de Alcalá de Henares, las Leyes de Toro, las Leyes de Indias y el Patronato Regio, que por bulas de los papas Alejandro VI y Julio II, le daban a los reyes de España el cobro de los diezmos de los feligreses para atender la construcción de templos, monasterios, gastos de sacerdotes y monjes, a condición de proveer los nombramientos eclesiásticos en Las Indias, con la anuencia final del Vaticano.

Satisfizo el gobernador a las clarisas; pasaron otra vez a la administración franciscana. Tal decisión topaba con la del prelado, de cuyas resultas quedaron situados en toldas opuestas por una colisión de competencias entre la potestad civil y la potestad eclesiástica.

Alguna ventaja habría en eso de ser tutor de las clarisas. Los franciscanos malquistados con el Obispo dieron comisión y avíos a unos de sus frailes, docto en cánones, quien remontó la corriente del río Grande de la Magdalena y picó espuelas sobre una mula en la lluviosa cordillera para llevar en su equipaje la querella con que la Real Audiencia de Nuevo Reino de Granada conociera y fallara la causa a favor de los frailes de San Francisco.

Pronto hubo decisión en disfavor del Obispo. Pero mientras se surtía esta causa en Santafé, por los lados de Cartagena, los franciscanos, jesuitas y clérigos de otras comunidades malquerientes de Su Ilustrísima, en toda prédica de sermones y homilías hacían maltrato de su buen nombre llamándolo arbitrario y mal obispo. Eran brotes de rebeldía.

Para reboso del cántaro, las clarisas, indecisas, otra vez volteando su deseo, se mostraron descontentas por su vuelta a la regiduría de los hermanos franciscanos.

Obispo de Santa Marta, su ilustrísima Diego Baños y Sotomayor.

NIDO DE MALICIA

Un día de aquellos, dando pasos cortos que taconeaban sus botas sobre las baldosas de terracota, el gobernador con los brazos cruzados, meditaba. El espacioso salón de su despacho recibía la luz de la calle que entraba por dos claraboyas y tres ventanones enrejados con barrotes de hierro martillado. Una ménsula con alabardas y jabalinas de guerra presidía en lo alto su mesa de trabajo. De súbito, Su señoría, detuvo su paseo de reflexiones. Se caló entonces en la cabeza una birreta vizcaína, pidió su casaca, su bastón de mando y salió a dar la instrucción al cuartel de las milicias. Había que tomar el Convento de Santa Clara, nido en el cual se incubaba todo el mal que tenía en zozobra a la gente de la ciudad.

Al escuadrón de milicianos dispuestos para tal fin se fueron sumando personas ajenas a la ejecución de la toma, hasta formarse una chusma que entre gritos y rechiflas animaba el asalto del claustro. Algunos trajeron cuerdas y garfios con la voluntad de escalar muros, pero cuando nadie lo presentía se hizo presente Su Ilustrísima, solo, sin indicios de temores. Su voz tomó altura entre los enardecidos contrarios, que, con ese gesto no esperado, guardaron al instante un sorprendido silencio. Con tono de autoridad, dijo: “Pena de excomulgado habrá de tener quien aquí ponga sus pasos de profanación”.

No paró ahí el gesto del obispo Benavides y Piédrola. Tomó camino de la Catedral revestido con bonete, capa de liturgia y en la mano un copón de eucaristía, sin que ninguno de la airada turba de sus contrarios tocara un pliegue de su vestidura.

Una noche, en hora todavía temprana porque no había pasado la primera ronda de los alguaciles, cuando cruzaba el puente levadizo que unía a la ciudad con el arrabal de Getsemaní, fue agredido con piedra y puñal fray Manuel Ponce, muy amigo de Su Ilustrísima, el Obispo, a quien de paso insultaron los atacantes gritando frases sucias y amenazantes.

El prelado, entonces, como respuesta de los hechos, decretó la Cessatio a Divinis que, leída en una misa mayor por espacio de un mes, como penitencia expiatoria del atentado, en la ciudad se prohibía en los altares de templos y conventos la celebración de todo oficio divino. Como tal disposición era rabiosamente criticada por sus enemigos y aún considerada en desacierto por sus mismos partidarios, Su Ilustrísima, sin echar atrás para no perder autoridad, una mañana, con los pies descalzos, y escoltado por el Cabildo Eclesiástico, salió a un destierro voluntario por la Calle del Hospital de San Lázaro, vía a la villa de Turbaco, mientras cantaba el salmo In Exitu Israel in Aegipto.

Su ausencia no alivió las tensiones. De las comunidades religiosas en rebeldía salieron avisos que se leían en los atrios de las iglesias y conventos, en los cuales daban por excomulgadas a las monjas clarisas, ahora sumisas en el rebaño del Obispo.

Pronto un tumulto volvía a vociferar un sucio vocabulario, donde el más inocente era el grito de “brujas”, ante el Convento de Santa Clara. Hubo otro intento de invadirlo, más la resistencia fiera de las recluidas que desde la parte superior de la edificación arrojaban piedras y aguas servidas, evitó la toma del claustro. Su Señoría, el gobernador, consiente del descontrol de la chusma en actos de pillaje y violación que se pudieran cometer con mengua de su reputación, detuvo el ataque y ordenó un asedio severo para rendirlas por hambre.

RIVALIDAD

Por aquellos días hizo arribo a Cartagena el nuevo Inquisidor del Santo Oficio, el clérigo don Francisco Valera. Fue su buena intención avenir las partes para lo cual ideó planes y componendas, pero las estrategias que propuso para extirpar el bochinche místico no satisfacía a su ilustrísima Benavides por considerar que hacía desfleque a su dignidad de pastor. Entonces este, que no entendía de las sutilezas de la diplomacia, prohibió en una pastoral que el Inquisidor celebrara misa. Fue cuando el Tribunal del Santo Oficio, con todo y su inmenso aparato de poder, se plegó a la causa del gobernador y de los franciscanos.

La ciudad era un polvorín dividido entre Capuletos y Montescos. La escalada de incidentes menudeaba. Hubo uno en que su señoría el gobernador Capsir y Sáenz, tuvo oídos para escuchar una posible conjura en contra de su vida que ciertos clérigos, amigos de Su Ilustrísima, estando presos en la torre de la Catedral, habrían tejido con otros complotados. Fue solo escuchar la acusación y sin más indagaciones, un piquete de la guardia, armado de trabucos, sacó a los posibles conjurados dándoles palos y castigos con severidades de más, que uno de tales presos salió moribundo, herido con arma de pólvora.

No estaban de brazos cruzados los amigos de su Ilustrísima. El Provisor Fiscal del Obispado prohibió entonces a los feligreses la donación de limosnas a los conventos en los cuales había oficiado misa el inquisidor Valera.

Seis meses después eran transcurridos en el asedio del convento de las clarisas. No había explicación para que no se hubiesen rendido por hambre, como lo pretendía su señoría el gobernador. De algún modo había algo más que la oración para tanta resistencia a las hambrunas de las sitiadas. Se suponía el auxilio que de cualquier modo les llegaba en provisiones y medicamentos. Diligencias y averiguatorias que fueron del caso se adelantaron y se descubrió un túnel que fue de inmediato taponado con argamasa y calicanto. Pronto se esperaba la tan deseada rendición de las monjas, pero las razones que venían de adentro daban cuenta del propósito de morir de inanición antes que volver al régimen de los franciscanos.

Así estaban las cosas cuando en el correo de Santafé se vino un pliego que mandaba un embargo de haberes de Su Ilustrísima y su destierro de la ciudad, y además el mandato para que el Cabildo Eclesiástico declarara sede vacante el obispado. Tal pliego traía el sello y firmas de la Real Audiencia. En la voz de un pregonero se leyó el bando que así lo mandaba cada dos esquinas, en Cartagena, con el anuncio de un clarín y un atabal de guerra. Quiso el obispo en tal trance someterse, por fin, con humildad a la decisión de los oidores. Por eso se vino a Cartagena y dispuso poner a las clarisas bajo la batuta de los hermanos franciscanos. Pero ya era rencor en carne viva que se tenía contra Su Ilustrísima. Los de San Francisco, creyendo que era poca la ventaja que obtenían en la disputa ganada, siguieron en tejemanejes para deponer por expulsión al obispo aguerrido que tantas quebraduras de cabeza les había dado.

En esas calendas, un día amaneció una balandra de dos velachos en la bahía. De ahí descendió el obispo de Santa Marta, su ilustrísima Diego Baños y Sotomayor. Con el agobio de unas calenturas y trajines de una travesía marina, hubo de ser llevado en andas con dosel a la casa de uno de su parentela donde tuvo alojo, pues su deseo de no tomar posada en conventos o casas de religiosos era para dar visible garantía de ser un hombre de en medio, sin parte en la disputa que vivía la ciudad.

Traía una instrucción en manuscrito donde la Real Audiencia de Santafé le mandaba levantar las excomuniones con que el obispo Benavides había castigado. Quizá no obró con la prudencia de su misión debido a que no faltaron correvediles que llevaban feos comentarios poniéndolos en su boca, los que de igual manera eran respondidos. Entonces Benavides y Piédrola, de genio alterable, sintiéndose acosado por el otro obispo, le decretó la excomunión y otra vez impuso la Cesassio a Divinis para los templos, monasterios y conventos de la ciudad. No fue mucha de espera la respuesta de su otra Ilustrísima Diego Baños y Sotomayor, que en un sermón de la misa mayor de un domingo excomulgó a su excomulgante.

Este duelo entre los dos obispos no duró mucho porque el de Santa Marta, sabido de unos merodeos de piratas franceses que hacían por las bahías de su sede, se vio obligado a regresar sin espera, pues tenía presente el caso de su antecesor, trece años antes, en esa silla episcopal, el obispo Luis Fernando Piedrahita que apresado por los filibusteros Coz y Duncan, recibió golpes y humillaciones de ellos, y fue llevado a la isla de La Tortuga, sede de estos salteadores, para que dijera el sitio donde había ocultado sus alhajas y morocotas.

Mientras tanto las clarisas eran el pedrusco en la bota de su señoría el gobernador, que por más tiempo no lo quiso sufrir. Dio entonces la anuencia a su segundo, el teniente de gobernador, don Domingo de la Roche, de sacar por la fuerza de sus celdas a las monjas. Otra turbamulta de la peor condición rodeó el convento y con la cabeza de un ariete golpearon la madera del portalón y abrieron un boquete por donde se entraron. Las monjas convencidas que era vana toda resistencia, se fueron en fuga por unas escalas de cuerda que daban a patios vecinos. De allí tomaron refugio en la propia sede del obispo Benavides.

Sin embargo, una de ellas escapó a casa de su pariente don Toribio de la Torre. De ahí a pocos días celebró matrimonio con el teniente de gobernador. Se supo entonces de sus amores ocultos y se dijo que el asalto del convento tenía un motivo distinto al pleito entre la envestidura civil y la eclesiástica, como se había creído, y que en la disputa entre las sotanas estaba enredado un hábito de monja.

Seis años llevaban estos escándalos. Cuando menos se esperaba vino un despacho del Arzobispo de Santafé, que fallaba la disputa muy a favor del obispo Benavides. De ahí a pocos días no más, también vinieron de Roma unas bulas del Papa concediendo justicia a favor de Su Ilustrísima, con lo cual se fueron congelando los calores de la disputa.

Restituido a sus honores y dignidades por la mismísima Corona en cédulas reales que llegaron un día en la Armada de los Galeones, el obispo se fue a España a vivir un tiempo hasta que un tanto pasaran los malos recuerdos que de él pudiesen tener sus contrarios en Cartagena de Indias. Nunca regresaría a su sede episcopal. La muerte le llegó un día cuando transcurría el bienaventurado año de 1702, en el puerto español de Cádiz.

Cuando se supo la noticia, sus enemigos de antes, en Cartagena, sin bajar el odio ante la fría majestad del sepulcro, hacían picantes ocurrencias por los estanquillos de aguardiente y casas de barajas del puerto, diciendo que Su Ilustrísima estaba en el más allá, a su mejor gusto, impartiendo bendiciones, indulgencias, excomuniones y anatemas eclesiales, metido en la inacabable puja de premios y castigos entre las almas penitentes del purgatorio, los santos del cielo y los demonios de todos los infiernos.

Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar, 17 de enero de 2021.

Por: Rodolfo Ortega Montero.